De regreso después de una gozosa
experiencia recreativo-cultural con el grupo Izquierda Senderista, del que ya
les he hablado en ocasiones anteriores (#53 y relacionados), entre el recuento
de uñas negras, músculos sobrecargados, rasguños producidos por espinos y
moratones por alguna caída inoportuna, me quedo con lo aprendido sobre el
entorno de Sierra Espuña, con la simple observación de los paisajes y las
explicaciones de los más doctos miembros del grupo, que saben un huevo de
geología, historia, fauna y flora de la zona.
El domingo terminamos la caminata
en el área de los antiguos pozos de nieve que abastecían de hielo a la ciudad
de Murcia. Los pozos de nieve, de los que ahora quedan las ruinas, eran
construcciones circulares de piedra de entre seis y doce metros de diámetro
interior, cubiertas con unas bóvedas de cañón fabricadas con teja y cañizo
sobre arcos de la misma piedra. Los primeros se construyeron a finales del XVI
y estuvieron en funcionamiento hasta la última década del XIX, cuando se pusieron en marcha las primeras fábricas de hielo industrial. Existen grupos
similares en las umbrías de la Sierra de Alcoy, que abastecían a la ciudad de
Alicante, y en las montañas cercanas a los demás grandes núcleos de población
del Levante.
Cuando llegaba la temporada de
nieve, la actividad en torno a estos pozos concentraba a centenares de
jornaleros de los pueblos cercanos, que trabajaban en condiciones muy
difíciles, tanto los que operaban en los rasos de la sierra, recogiendo la
nieve con pala y acarreándola en capazos de esparto, como los que laboraban dentro
de los propios pozos, compactando la nieve con pisones de madera y, en
ocasiones, con sus mismas botas como la uva en los lagares, para convertirla en
hielo organizado en tongadas separadas con paja y ramaje de enebros. Los
jornaleros hacían turnos no superiores a dos horas para evitar congelaciones.
Cuando se acababan las nevadas,
el hielo era cortado en barras, que se cargaban en carros de mulas para
bajarlas a la ciudad de madrugada. En el transporte, se perdía en torno a un
treinta por ciento del hielo, que se derretía. El resto se vendía en los
mercados para usos sanitarios (los hospitales tenían cupos fijados de
antemano), para conservación de alimentos en los domicilios, y también para
fabricación de helados y refrescos para las clases pudientes, lo que explica la
tradición heladera de la zona, con marcas como La Jijonenca o La Ibense. La umbría
de Sierra Espuña llegó a albergar 38 de estos pozos, que pertenecían a los
Ayuntamientos de los pueblos del entorno y al Cabildo Eclesiástico.
Cuando yo era un niño en La Coruña,
el hielo de fabricación industrial se vendía todavía en los mercados
municipales, como el que había delante de mi casa. Aun conservo el recuerdo de los
carros de madera arrastrados por mulas, en los que se apilaban las grandes
barras de hielo. El tipo que conducía el carro se cubría con una larga capucha
de arpillera y cargaba él mismo cada barra ayudándose de un gancho de hierro
que manejaba con soltura. Se cargaba la barra al hombro y te la subía hasta la
casa a cambio de unas pesetas, que agradecía con un gruñido.
A mí me daba mucho miedo este
trasunto del hombre del saco. A veces me comisionaban para entregarle las
monedas y podía sentir un instante el tacto helado de sus manazas húmedas. Era
un personaje habitual de nuestras vidas, que desapareció con la llegada de los
primeros frigoríficos General Electric y Westinghouse. El domingo recordamos todo
esto visitando los restos de los pozos de nieve de Sierra Espuña, bajo la
lluvia que nos cayó al final del recorrido, una lluvia que nos caló y nos dejó
tan ateridos como los temporeros que se afanaban en esta pequeña industria hace
poco más de un siglo.
Ayer lunes, tras dejar el hotel
Los Bartolos, fuimos en coche a visitar la zona de los barrancos de Gebas. Se
nos explicó que se trata de una cuenca endorreica, adjetivo que caracteriza a
las cuencas fluviales que no llegan al mar, porque tienen un obstáculo que no
pueden salvar, lo que hace que el agua se quede embalsada de forma natural.
Cuando el terreno es compacto y arcilloso, como en Gebas, el agua de lluvia
permanece allí indefinidamente, secándose únicamente por evaporación, lo que
genera una concentración de sales importante.
Lo que pasa es que el agua busca
siempre avanzar y abrirse camino en la búsqueda de su padre el mar. Poco a
poco, las lluvias que caen en estas áreas áridas van erosionando la montaña,
abriendo surcos característicos, hasta que el agua alcanza algún río y consigue una
salida. A pesar de su aspecto reseco, la zona de los barrancos de Gebas ha
conseguido llevar sus aguas al río más cercano, el Guadalentín, y, a través de él, al
Segura, después de siglos y siglos de trabajo. El aporte de estos barrancos
hizo que el Guadalentín fuera siempre un río de agua muy terrosa, circunstancia
que está precisamente en el origen del nombre que le pusieron los árabes: Oued al Lentin, río de fango.
En las fotos vemos el
contraste entre las laderas de sombra y las de sol. Las condiciones de
temperatura y humedad que sufren estos barrancos son tan extremas que una
simple variación de su inclinación determina que pueda haber o no vida vegetal
en ellas. En la zona de sombra crecen unos matorrales redondeados y espesos,
llenos de espinas fuertes y punzantes, característicos de las sierras de
Murcia. Quien se caiga sobre uno de ellos,
tiene garantizadas varias horas de sacarse estas espinas una a una. Esta
especie se llama con mucha propiedad cojín
de monja. Aquí ven la imagen
De regreso en Madrid, a punto de
empezar a empaquetar mis enseres para la mudanza que por fin llega, me entero
de la noticia de que a la Unión Europea se le ha ocurrido la brillante idea de rescatar
a Chipre gravando los depósitos de sus pequeños ahorradores con un porcentaje
en torno al diez por ciento, que deberán dar por perdido para que el Banco
Central les suelte el dinero del rescate. Como cualquiera con dos dedos de
frente podría imaginarse, el resultado de semejante decisión es que los
mercados se desploman, la economía se tambalea, sube la prima de riesgo,
etcétera.
Y digo yo: ¿tan urgente era rescatar
ahora mismo a un país enano, que ocupa la mitad de una isla en el extremo del
Mediterráneo (la otra mitad es turca), en el que vive un millón de personas,
niños incluidos? ¿A cambio de hacer peligrar un pilar de la confianza global en
el sistema como es la seguridad de que los depósitos bancarios son sagrados? Empiezo
a vislumbrar un matiz sorprendente de mi teoría de que no somos peores que los
alemanes y los demás: la señora Merkel y sus corifeos se empeñan en demostrarnos
cada día que son tan tontos como Zapatero, Rajoy y los demás.
Y, encima, para tranquilizarnos,
nuestro gobierno saca al amigo Cañete, el de los viñedos de Jerez, a que diga
que aquí no va a pasar lo mismo. Ya lo han oído: el tipo ha salido, ha dicho
que el asunto “no es absolutamente contagiable” (sic) y todo el mundo ha echado
a correr al Banco a sacar su dinero para guardarlo en un calcetín, que es mucho
más seguro. Rajoy no puede perder ni un minuto en hablar al pueblo que lo
eligió por mayoría absoluta porque, como siempre, anda con prisa. Debe llegar
con puntualidad a la coronación del Papa. Le imagino refunfuñando entre
dientes: “y mañana, el coñazo de la coronación”.
¡En manos de qué gente estamos!
Políticos de comportamiento totalmente endorreico. Dando vueltas y vueltas para
llegar a ninguna parte, como burros en la noria, sin conseguir una vía al mar
del liderazgo político. Y el pobre presidente de Chipre (Anastasiades, se
llama) haciendo el papelón de dirigirse al país para proclamar que no hay otra
salida. Como les decía en mi post #45, para políticos, los de antes: si Europa
le hubiera propuesto algo tan indigno al Arzobispo Makarios, no duden de que el
tipo habría respondido excomulgándolos a todos, si no agarrando su báculo y emprendiéndola
a garrotazos con semejante panda de descerebrados. Ya saben que los ortodoxos
no son muy partidarios de poner la otra mejilla.
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