–Al Urdangarín
ese, tienen que echarlo. El Borbón no puede consentir ese despelote. Ese tío
fuera de la familia ya, sin más miramientos. A tomar por culo.
–Estoy de
acuerdo. El problema es que la niña le quiere.
–¿Sí? Pues
entonces, fuera los dos. Se les compra discretamente una casa en el extranjero,
lo más lejos que se pueda, y a esperar a que se calme el cotarro.
–¿Y qué te
crees que es lo que han hecho?
Los que así hablan con acento
madrileño cerrado son dos tipos de edad, bien maqueados, de aire grave, gorras
de chulapo, caída de ojos idéntica, pañuelos de seda al cuello y chaquetas
grises entalladas, que apuran sendos manzanillas acodados a la barra de la
taberna gaditana La Venencia, sin duda uno de los lugares más singulares de
Madrid. La conversación entre estos dos personajes, que parecen escapados de
una zarzuela, transcurre entre llamadas que les entran a sus móviles
respectivos, por asuntos de negocios. Sus respuestas desvelan que los dos se
dedican al lucrativo negocio de la reventa de entradas para el fútbol y los
toros.
La Venencia se merece
sobradamente un post exclusivo en
este Blog, donde ya ha sido mencionada de pasada. Al menos yo, no conozco un
bar igual. Para empezar, es un lugar que no atrae por la fachada a los paseantes.
El bar vive de clientes fijos, extranjeros que han tomado la referencia de
alguna guía de trotamundos y no les da miedo entrar, y gente como yo, que fueron
llevados allí por alguien que lo conocía, y ya no han dejado de volver. La
taberna toma el nombre del pequeño cacillo plateado al final de una larga guía
flexible, que se usaba para escanciar directamente del barril una pequeña
muestra en el catavinos, para que la probase el comprador de la barrica. Existe
incluso el verbo venenciar, que es lo
que hace la joven de esta imagen.
Situado en el 7 de la calle
Echegaray, en pleno Barrio de las Letras, lo primero que piensa el viandante
casual que pasa por delante, es que esa portada de madera envejecida, esa
escasa luz interior, delatan un establecimiento cerrado hace años. Pero uno
empuja la vieja puerta, que abre a la contra de la actual normativa de
seguridad en locales, e inmediatamente ingresa en un mundo que parece sacado de
una novela de Baroja. El local es estrecho y alargado, con la barra a la
izquierda y, tras ella, una batería de estantes hasta el alto techo, cuajados
de viejas botellas de vinos andaluces, uniformadas bajo una gruesa capa de
polvo que impide ver las etiquetas.
El bar abrió en 1922, o sea que sólo tiene 90 años, pero el polvo de las
botellas parece no haberse limpiado nunca. Tras la barra se alternan los
miembros de la familia propietaria, todos de buena planta, rostro serio, un
cierto aire de banderilleros, mínimos gestos revestidos de una gravedad casi
lúgubre y sin ningún alarde de amabilidad ni propensión a empatizar con el
cliente novato. En el espacio del bar, una sola hilera de mesas pegadas a la
pared opuesta a la barra, donde se sientan preferentemente los guiris y los que vienen en grupo.
Acodados a la barra, los clientes veteranos, a juego con los que atienden,
hablan bajo escatimando gestos: una indicación con el pulgar hacia abajo es
suficiente para que te rellenen la copa.
En La Venencia se toma
exclusivamente vino de Jerez: Manzanilla, Amontillado, Oloroso y Palo Cortado.
La palabra “exclusivamente” es literal: no hay cervezas, ni cocacolas, ni café
ni otros licores. Si se te ocurre pedir alguna de estas bebidas, te miran con
condescendencia y te explican en dos palabras la situación. Como mucho, pueden
acceder a ofrecerte un vaso de agua del
grifo. La pared opuesta a la barra, como la de la puerta y la del fondo, están
decoradas con carteles de las sucesivas Ferias Anuales de la Vendimia de Jerez,
los más antiguos ya mimetizados con la pintura de la pared, llena de
desconchones medio caídos.
Se pueden picar algunas cosas:
aceitunas de Campo Real, mojama, huevas, queso y chorizo, todo acompañado por
picos al estilo sevillano, en tapas, medias raciones y raciones completas.
También hay cacahuetes, pero nada más. Tanto el vino, como las cosas de comer,
son de primera calidad y los precios bastante bajos. La cuenta se apunta con
tiza en la barra, a la antigua usanza, añadiendo renglones si repites, sumando
al final a mano y borrando tras el cobro con el trapo que los cantineros llevan
colgado a la cintura.
Pero las peculiaridades no acaban
aquí. Está prohibido sacar fotos del interior. Si haces el simple gesto con un
móvil, se ponen bastante nerviosos. Si un grupo habla muy alto, pueden pedirle
que baje el tono, en un lugar en el que no se permite cantar. Tampoco se
admiten las propinas: si dejas una cantidad que exceda la cuenta que te dicen,
aunque sean cinco céntimos, son capaces de salir corriendo detrás de ti hasta
la calle para darte la monedita.
La historia del bar habla de que ha ido
pasando por sucesivas familias, de diferentes ideologías y criterios, pero
todas respetuosas con este tipo de peculiaridades. Durante la guerra, era lugar
de cita de los milicianos republicanos, que se reunían a conspirar y a reponer
fuerzas tras los combates. De esa época vienen las manías de no permitir las
fotos (para no dar información a los espías franquistas) y no admitir propinas.
De entonces son también la vieja caja registradora en desuso, o el cartel de latón que reza: No escupir en el piso, referencias de
tiempos olvidados.
Al fondo, tres escalones te
permiten subir a un pequeño altillo donde hay una mesa grande de la misma
madera oscura y unas cuantas sillas desparejadas. Si quieres ocupar esa zona
debes pedir la consumición en la barra y subírtela tú mismo. Un viejo gato
negro pulula por allí, más pendiente de que le hagan alguna caricia (llega a
subirse a tu regazo si le caes bien) que de las sobras que le caen de la mesa,
que a menudo se limita a olisquear desdeñosamente. Alguna vez lo he visto
reclamar de los clientes más próximos a la puerta que le abrieran, con gestos
muy expresivos, para salir a instalarse en el centro de la calzada, a tomar el sol que
nunca entra en el bar. Y quitarse del medio sin prisas, si viene un coche por
esta calle de preferencia peatonal, para regresar al bar empujando la puerta con gesto displicente.
Hemingway descubrió este bar en
sus primeros viajes a España en los años 20, junto con La Cervecería Alemana y El
Sobrino de Botín, entre otros, además del Hotel Palace, donde solía
hospedarse. Durante la República, frecuentaba la taberna para documentarse y
escuchar conversaciones que luego incorporaba a sus novelas. Cuando regresó en
los años 50 y 60, solía encontrarse aquí con sus amigos Dominguín y Antonio
Ordoñez. El espíritu del autor de Por quién doblan
las campanas parece sobrevolar entre los estantes con las botellas barnizadas de
polvo centenario, en la penumbra cómplice de este lugar único, de ambiente
vetusto, donde viejos taurinos, reventas añejos y chulapos veteranos intercambian
opiniones cargados de razón.
Un hallazgo La Venencia. Parece mentira que una joya así consiga sobrevivir en su fragilidad, en medio de tanto McDonnald y tanta horterada.
ResponderEliminarSobreviven por puro voluntarismo, ausencia de ambición de forrarse y pocos gastos de mantenimiento: no creo que contraten camareros, no gastan mucho en limpieza... Es la forma de seguir adelante con un negocio en el que están entretenidos todo el día, conscientes de que su singularidad es su principal activo.
EliminarIré pronto a conocer esta cantina tan interesante. Una precisión: si el bar tiene 90 años, el polvo de las botellas no será centenario, sino nonagenario. Saludos de un seguidor pijotero, aunque fiel.
ResponderEliminarTiene usted toda la razón. Su comentario no es tanto pijotero, como repipi, dicho esto sin ánimo de ofenderle. Me ha recordado al pasaje de Viaje a la Alcarria, de don Camilo José Cela, en el que su alter ego El Viajero sale de un pueblo por la vieja carretera y un zagal de unos diez años se le acerca y le dice: ¿Me permite usted que le acompañe unos hectómetros? El Viajero, que confiesa tener una especial debilidad por los niños repipis, le contesta que desde luego que sí, que estará encantado de disfrutar de su compañía durante los siguientes hectómetros.
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