Esta mañana he terminado de meter
mis enseres más elementales en cajas selladas y etiquetadas con mi nombre y el
número del despacho (es un decir) adonde serán llevadas durante el fin de
semana que comienza mañana, Viernes de Dolores, santo de lolas y lolitas.
Mañana acudiré por última vez al viejo y querido edificio de Guatemala 17, donde
he tenido el privilegio de trabajar para la ciudad de Madrid a lo largo de
treinta años y donde ya no tendré ordenador ni pertrechos de trabajo. Por
última vez tendré la ocasión de observar la ruina de los pasillos helados, las toneladas
de papeles y documentos amontonados por las esquinas, los muebles desechados en
los despachos abandonados para siempre.
Como ya he cumplido mi tarea y no
sé qué otra cosa podría hacer mañana, me voy a llevar mi cámara de fotos para
hacer de notario del desahucio. Haré un reportaje completo, pero no creo que lo
cuelgue en el Blog. La cosa no está para bromas y yo no quiero jugarme el
bigote por un asunto tan baladí; al fin y al cabo, la desolación de un edificio
administrativo vacío y listo para ser demolido es exactamente como ustedes se
la imaginan. Sólo para los que allí hemos desarrollado una actividad
profesional, podría tener algún valor sentimental. Quién esté en ese caso, que
me pida una copia de las fotos. No tendré inconveniente en facilitársela.
A partir del lunes dejaré de
tener despacho propio y pasaré a estar en medio de una open office, como la que salía en la película El Apartamento, que supongo que todos habrán visto. Como
recordarán, el personaje de Jack Lemmon va ascendiendo en la jerarquía a base
de prestar a sus jefes el apartamento del que es arrendatario, para que lleven
allí a sus conquistas ocasionales. Precisamente, uno de los síntomas primeros
de ese ascenso es que el hombre pasa a tener despacho propio, con ventana a la
calle.
Me cuentan los que allí están
instalados desde antes de Navidad, que las coordenadas en las que se desarrolla
el día a día son peculiares. Que los que antes se encerraban para concentrarse
y rendir más, ahora rinden menos. Y los que lo hacían para escaquearse, ya no
pueden echarle el mismo morro, porque todo el mundo los ve. Así que el
resultado es que el rendimiento se ha homogeneizado y ahora todo el mundo
trabaja “moderadamente”, utilizado este adverbio en el sentido gramatical
estricto (Diccionario de la RAE) y no como han dado en usarlo los meteorólogos
de la tele, para los que moderado es el grado anterior a fuerte.
El nuevo edificio está en una
zona periurbana sin viviendas ni panaderías ni kioscos de prensa. Lo único que
hay, aparte de oficinas, son Bancos y algunos bares impersonales y sin sabor
alguno. Los compañeros se sienten en cierta forma sitiados, porque no hay
adonde ir en la media hora de asueto de que disponemos a media mañana, y nadie
se queda tampoco al salir, a tomar una caña con los colegas, como hacíamos en
el entorno del viejo caserón de Guatemala. A cambio, parece que se hace mucha
vida social en el interior, que es imposible abstraerse, que tienes que
participar en las conversaciones y en la actividad común aunque no quieras. Si
estás triste, te preguntan qué te pasa y no te queda otra que explicarlo. Y si
te ven eufórico, lo mismo.
Confío en que el asunto no me
afecte demasiado. Tendré que hacer de la necesidad virtud, y desde ya voy
mentalizado para ser feliz caiga quien caiga. Pero soy consciente de que,
cuando un grupo cohesionado se ve encerrado en un lugar ajeno y se siente
sitiado, las relaciones entre los colegas a menudo se agrietan, los amigos
acaban distanciándose y el edificio, percibido desde el principio como un
enemigo, puede acabar por destruir al colectivo.
Algo así se cuenta en la novela Últimos días en el Puesto del Este, un
libro terrible y a la vez desbordante de ternura, debido a la pluma de la
escritora y periodista Cristina Fallarás. La historia de esta mujer es tremenda
desde que empezó en 2008 a sufrir en carne propia la crisis que venía,
adelantándose a lo que mucha gente está padeciendo ahora. Les pongo una foto
para que vean lo guapa que es esta mujer pelirroja, apasionada y de prosa
hipnótica.
Hasta 2008, Cristina se
desempeñaba como periodista de éxito con colaboraciones fijas en El Mundo, la
Cadena SER, Antena 3 y otros medios de todo tipo. Ese año empezaron sus
tribulaciones: fue despedida del diario barcelonés ADN, del que era
subdirectora, estando embarazada de 8 meses. Más tarde sufrió un proceso de
desahucio de su vivienda, tal como ella misma cuenta en El Mundo, donde sigue
colaborando, en un texto del que les pongo el link y les recomiendo que lo lean
antes de seguir, para que vean lo claro que escribe esta mujer: http://www.elmundo.es/elmundo/2012/11/14/espana/1352895914.html.
En paralelo, su carrera de escritora marchaba viento en popa, con títulos como Así murió el poeta Guadalupe (2009) y Las niñas perdidas, publicada en 2011,
después de ser galardonada con el Premio Dashiell Hammett de novela negra,
única mujer que lo ha conseguido hasta ahora.
Últimos días en el Puesto del Este es su último libro publicado. Lo
presentó hace unos días en una librería de Lavapiés, en un acto emotivo al que
acudí puntualmente. Se puso tan contenta de ver que llegaba gente desconocida
que nos abrumó a besos y abrazos y puedo jurarles que muchos de mis amigos más
íntimos no me abrazan con esa intensidad. En realidad la novela ya había sido
publicada en 2011, por la editorial DVD, pero resulta que poco después esta
editorial se declaró en quiebra, y eso obliga, según la ley, a recoger todos
los ejemplares de sus publicaciones y destruirlos mediante guillotina. Parece
que no hay nada que esta mujer pueda hacer con facilidad, que el fantasma de
nuestra crisis global la persigue con saña. Por suerte, la editorial Salto de
Página se ha aventurado a comprar los derechos y sacarla de nuevo a la luz.
En la presentación nos contó la
forma en que se había gestado la novela. Un día, estando con su compañero en
casa, hicieron cuentas del dinero que les quedaba para afrontar los meses
siguientes. A la vista de dichas cuentas, Cristina pronunció esta frase: “a
partir de mañana, la carne sólo para los niños” (tiene dos, de 10 y 4 años). Al
darse cuenta de la brutalidad de lo que acababa de decir, se puso al teclado y
escribió en su Blog, de un tirón, lo siguiente:
Arrecia el frío y aquí, en el Puesto del
Este, empiezan a escasear las vituallas. Nueve meses de sitio son mucho tiempo.
Ellos siguen ahí afuera, ya casi nunca se les oye, pero podemos sentir su
tensión y oímos también las patas de sus perros, las uñas contra la piedra. Su
silencio es casi peor que lo otro. El capitán partió a buscar algo, sólo eso,
algo. Salió sin despedirse para no romper esto que llamamos equilibrio y que
sólo es una representación a punto de romperse. Su ausencia resta coraje a la
tropa. Afortunadamente, están los niños y eso nos obliga a mantener el ánimo.
Cristina Fallarás releyó el texto
y supo que allí estaba el germen de una novela tremenda, cuyo primer párrafo
estaba ya listo. Tenía que escribirla para soltar la rabia que la consumía por
dentro y tenía que intentar ganar con ella algún premio para poder comer algo
más que patatas. Buscó en una página de premios literarios a la que, como yo,
está suscrita. El premio de novela corta Ciudad de Barbastro, estaba al
alcance, si conseguía escribir su texto en 15 días. Entonces le dijo a su
compañero otra de sus típicas frases lapidarias: a partir de esta noche, te
ocupas tú de todo, la comida, la compra, los niños, la casa. Nada en esta mujer
se matiza en medias tintas. Se encerró en su estudio, se olvidó hasta de dormir
durante un tiempo, trabajó día y noche y acabó su libro en plazo. Ganó el
premio, por supuesto.
Un premio merecido para un texto sin
tregua, emotivo, febril, apabullante, duro y tierno a la vez. Toda la trama
está esbozada ya en ese primer párrafo magistral, la desolación, el enemigo
desconocido, los perros que arañan la piedra, la figura ausente del capitán a
quien todos echan de menos, los niños siempre presentes. Cómprense el libro, es
lo único que puedo decirles, se lo van a leer de un tirón. Vayan a comprarlo
ahora. Vayan ya, joder, pónganse los putos zapatos y bajen a la librería más
cercana. No sé a qué esperan, coño.
¡Vamos, anda! ¿Te has creído que la gente está como loca por pillar una novela apocalíptica? Prefiero ponerme las zapatillas para correr por el parque, o salir descalzo a trotar por la playa... Quédate tú con tu pelirroja y tus fotos deprimentes, yo me llevo un libro de Woodhouse a mis vacaciones, déjame de literatura tóxica.
ResponderEliminarParéceme, querida amiga, que estás celosa de la pelirroja. Desde luego que no me refería a ti, cuando hablaba de amigas que abrazan sin pasión. Por supuesto que para irse a la playa es mejor Woodhouse o Evelyn Waugh (¿Has leído Merienda de Negros?). El libro de Fallarás no es tanto apocalíptico, como metafórico. Cuenta cómo un enemigo invisible que no se manifiesta, excepto por los arañazos de sus perros en las puertas cerradas, se limita a esperar, mientras que los sitiados van perdiendo su ánimo en la espera vana del capitán, del que no hay noticias, y acaban por destruirse entre ellos. A mí me ha gustado mucho. Pero no hay obligación de leerlo: mi forma de acabar el post era una broma y una forma de echarle una mano a una colega en dificultades, que se merece que su libro se venda bien.
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