Esto de ser bloguero es a veces
un flujo de doble dirección entre la realidad y lo que uno escribe. Es decir, a
uno le pasan cosas y las cuenta. Obvio. Pero en ocasiones es al revés: la
literatura asalta tu vida y entonces te suceden cosas increíbles que superan lo
que la mente del mejor guionista pudiera imaginar, y has de darte prisa en transcribirlas,
antes de que se te olviden. Es lo que sentí en el proceso de solicitar visado
para mi viaje a Piter. Diré también
que sufrí justo castigo por una cierta vena roña que no me queda más remedio
que reconocer, aunque creo que le podría haber pasado lo mismo a cualquiera de
ustedes, queridos lectores. Saben que suele decirse que lo barato acaba
saliendo caro, o como dice el certero refrán: el dinero del pobre va dos veces
a la tienda.
¿Qué hay que hacer para conseguir un
visado para Rusia? La información está en Internet. Hay unas cuantas
oficinas privadas, autorizadas por la Embajada, que ofrecen hacerte todos los
trámites por 95€, precio común a todas. Y hay la posibilidad de acudir al
Consulado, donde supuestamente es gratis. Luego me enteré de que el visado no es
gratis, sino que cuesta 35€. Pero, de haberlo sabido, hubiera actuado igual;
60€ de comisión me parecen una exageración. ¡Por favor! Yo no soy un simple
turista, sino un congresista invitado directamente por el Gobernador de San
Petersburgo, con documentos que lo acreditan. Tenía que intentar la gestión
por el Consulado. Seguramente me abrirían las puertas y me harían reverencias,
en cuanto vieran mis papeles (la vanidad, mira que es mala). En la Web del
consulado indicaban que se requería cita previa. Intenté pedirla y comprobé que
las primeras fechas disponibles eran para octubre. Pero yo tenía que irme en
septiembre. Así que decidí presentarme en el Consulado. Finalmente visitaría ese lugar
tres veces y es lo que me dispongo a contarles.
Episodio 1. Miércoles 10 de agosto. Voy en coche después de la
rehab. Me cuesta encontrar parking, me peleo con la maquinita de los tickets y
tardo mucho en encontrar el Consulado. Está en un pequeño chalet con jardín frontal, medianero con
una cafetería con terraza acristalada en la plaza de los Delfines. Llego a la
puerta y me salta a los ojos un letrero: Visados de 10 a 13, lunes, miércoles y
viernes. Miro el reloj: la una y cinco. Qué putada. Tendré que volver el
viernes. Entonces veo que alguien sale del chaletito, cierra la puerta con su
llave y se dirige a abrir la cancela tras la que yo estoy. Es un tipo
escuchimizado, medio entresudado y con aspecto de no asearse demasiado. Tiene
un bigotillo negro mal cuidado y carga un maletón de aire inequívocamente
soviético. Un pirracas encorvado por
el trabajo de soportar sobre sus hombros el peso del mundo.
Sale y le cuento mi problema. Me
dice que el Consulado está cerrado, que no atienden sin cita previa y que el
proceso es complejo, porque, estos rusos son la leche. Es que no me lo puedo ni
imaginar lo particulares que son. Ya he visto que es español y que le huele el
aliento a alcohol que echa para atrás, algo sorprendente en una persona que
sale de su trabajo a la una (¿Tendrá el vodka escondido en un cajón? Pero el vodka
no deja olor, dicen). De acuerdo, volveré pasado mañana, pero ¿usted trabaja
aquí, verdad? ¿Podría echarles un vistazo a mis papeles a ver si lo tengo todo
bien? Duda un instante y luego dice: –Véngase conmigo a la terraza de aquí al
lado; es que he quedado con un amigo. Nos sentamos a la mesa del amigo, un tipo imperturbable, orondo, hierático, con algo de Buda, que se está obsequiando con una pinta de cerveza.
La siguiente media hora la
pasamos los tres juntos, yo preguntando cosas y el escuchimizado hablando por
los codos, contándome su vida y milagros. El grandote no dice nada, sólo se
fija y asiente de vez en cuando, como
para confirmar que lo que dice el otro es cierto. Estamos a mitad de agosto y
yo tengo una cierta angustia porque se me echa el tiempo encima. Le muestro mis documentos al pirracas. La carta a la señora Carmena no vale. Podría habérmela escrito yo
mismo. Él, si se pone, me hace diez como esa en una tarde. La carta en ruso de
la dirección del Congreso, en la que indican las fechas del viaje, tampoco
vale, porque le falta el sello oficial en la parte inferior, al centro. Además
me falta un certificado de una compañía aseguradora que se haga cargo de mis eventuales gastos
médicos en Piter. Y dos fotos de
carnet actuales. Y el cuestionario de inmigración, a rellenar por Internet, impreso y firmado.
Todo eso me falta. El grandote asiente: lo que diga su amigo va a misa, es un
monstruo en la tramitación de visados.
Estoy un poco abrumado, pero el
del bigotillo me dice que no me preocupe, que él se dedica a eso, que me va a cobrar
45€ y que, si yo le llevo los documentos mañana, nos sobra tiempo. Pero mañana
está cerrado, arguyo. No importa, yo puedo quedar con usted. ¿Usted dónde vive?
¿En Atocha? Ningún problema, yo me acerco a la plaza y usted baja y me da todo.
He apuntado la lista de lo que me falta y creo poder tenerlo para el jueves. Me
anota su número de móvil en un post-it. Y, sólo entonces, añade: –Por supuesto,
también me tiene que traer el pasaporte. ¡Pero, hombre! ¿Cómo le voy a dar a
usted mi pasaporte? ¡Coño! Porque es ahí donde se lo van a poner el visado
¿Dónde si no? Abre el maletón y saca un pasaporte de una señora con su visado,
un sello que ocupa toda una hoja. Éste está listo y se lo va a dar mañana. El
grandote asiente de nuevo mientras le da un tiento importante a la cerveza.
Se me enciende una bombillita en
el cerebro, aún no sé lo que es, pero hay algo que me mosquea. No me imagino
quedando con este personaje en El Brillante y dándole mi pasaporte. De cuando
visité Marruecos, conservo una enseñanza básica: puedes fiarte de alguien a
quien tienes localizado en su casa, en su tienda o en su negocio. En cambio,
alguien que te aborde por la calle no es de fiar. Este tipejo está localizado,
yo lo he visto salir del Consulado y cerrar con su llave. Pero podría ser el conserje. O el jardinero. Tengo que quedar con él en el Consulado, no en ninguna otra
parte. Así que echo balones fuera: –La verdad, no sé si para mañana voy a tener
todo lo que me pide, mejor quedamos el viernes aquí. Me despido de la pareja y
me voy. Allí cerca está la sede de Adeslas. En 5 minutos tengo un flamante
certificado. Tienen un modelo para países coñazo, donde sólo tienen que rellenar el nombre, número
de póliza, país y fechas del viaje.
Me voy a casa y le escribo a la
señora Bukreeva pidiéndole que me envíe la misma carta, pero con un sello en el centro al pié. Esa misma
noche me la envía. Tengo fotos de sobra. Relleno el cuestionario de Internet, lo imprimo y lo firmo. Así
que podría quedar el jueves con mi amigo el friki; seguro que hasta
venía a mi casa a recogerlo todo. Pero yo prefiero ir al Consulado el viernes,
entrar dentro y, si le veo en una ventanilla, dirigirme a él. Sólo por la noche
caigo en la cuenta de lo que me hizo desconfiar. No fue el pestazo a alcohol.
No fue la verborrea ni la higiene dudosa del tipo. Lo verdaderamente mosqueante
fue la presencia de un tercero asintiendo. Es el esquema típico del timo, como
se veía en la película Los tramposos.
Los del timo de la estampita trabajaban en equipo y se repartían los papeles.
Estaba el tonto, que interpretaba Tony Leblanc. Y luego aparecía el Tapia, que era Antonio Ozores, que se
encargaba de convencer al timado. De libro.
Episodio 2. Viernes 12 de agosto. Me presento en el consulado con
tiempo. Está igual de cerrado que el otro día. Llamo al timbre de la cancela.
Preguntan qué quiero. Un visado. Un momento. Un poco después me llaman de una especie de puerta blindada y con cámaras grabando, en la que no había reparado, porque está en la esquina del jardín. Allí hay un Dimitri de 1,90, con aires de boxeador
retirado, cabeza cuadrada y ojos claros, embutido en un traje gris de grandes
almacenes moscovitas. Me mira y dice: –Cita previa. Trato de explicarle: ya sé
que se necesita cita previa, pero no me la dan hasta dentro de dos meses y yo
tengo que ir a Rusia antes, porque estoy invitado a un congreso, etc, etc.
Cuando termino de hablar, me mira y repite: –Cita previa. Saco los documentos y
se los muestro. Reacciona con sorpresa. Ha visto la carta del Gobernador y la
invitación al congreso. Coge todo y dice: –Un momento. Cierra la puerta blindada y
me deja en la calle. Al rato regresa, abre, me devuelve los papeles y, con aire
triunfante, dice: –Cita previa.
Estoy en la acera. No ha
funcionado lo de entrar y buscar al escuchimizado tras una de las
ventanillas. Paso al plan B y le llamo. Contesta enseguida. Mira, es que estoy
aquí en la puerta, pero me ha salido un gigante que no me deja ni pasar al
jardín. ¿Puedes salir tú un momento y te doy los papeles? Respuesta: –Es que yo
ya no estoy dentro, ja ja ja, yo estoy en el tren a Parla. ¿Pero cómo has
salido tan pronto de la oficina? Porque ya he terminado mi trabajo y yo también
tengo que descansar ¿eh? que es fin de semana, ji ji ji. El mundo se me viene
encima. No puedo hacer nada hasta la semana que viene.
El pirracas suena como si estuviera ya totalmente borracho y sigue su
cantinela: –Ah, ja ja ja ja, así que no te dejan pasar, ju ju ju, si ya te he
dicho yo que estos rusos son muy suyos. ¿Uno muy grande? Es que casi no habla
español (desde luego, pienso, sólo sabe decir "cita previa"). Pero es buen
chaval, ji ji ji, es amigo mío; a veces se le arremolina la gente en la puerta,
pero como es más alto, me ve detrás, me señala y dice: –Tú pasar. Intento
cortar la verborrea ebria del tipo. Estoy en sus manos. El lunes es fiesta.
Hemos de quedar para el miércoles. ¿El miércoles, entonces? –le insisto. Vale,
pero llámame el martes para confirmar, porque tengo que hacer unos visados para
el CSKA de Moscú y mil cosas más. Muy bien, te llamo el martes, buen finde.
El martes 16 le llamo. Varias veces por la mañana y a mediodía, sin que me lo coja. A las seis
me contesta. Esta vez está tan pedo que casi no se le entiende. Me dice que por
qué no quedamos en la plaza de Getafe a primera hora. No pienso ir a Getafe –le
digo. ¡¡¡Aaah ja ja ja ja!!! Si no es en Getafe, es una plaza que se llama así en Prosperidad; es
que voy allí todos los días a desayunar. Pero yo tengo mi rehabilitación; tenemos
que quedar después ¿por qué no a la una delante del Consulado, cuando salgas?
Muy bien a la una en la puerta, o… a la una y cuarto, ju ju ju, o a y media, que esto no es una cosa matemática. Tío, te voy a
hacer una pregunta: ¿me puedo fiar de ti? ¡Hombre! Que me digas eso a estas
alturas… Yo llevo trabajando para esta gente desde los tiempos de la Unión
Soviética. Como para que no te fíes de mí. Vale, pero no me falles, a
la una sin falta te estaré esperando en la puerta del Consulado.
Episodio 3. Miércoles 17 de agosto. Esta vez he aparcado al lado. Me
siento en la terraza y desde allí controlo la cancela del jardín consular. Las
12.45. Las 13. Sale gente por la cancela. Tres jóvenes y una chica muy guapa. Vienen
a la terraza y se ponen a hablar en ruso. Las 13.10. Salen los últimos
rezagados. Se va el Dimitri. Las
13.20. Ni rastro del pirracas. No
puedo más: le llamo y contesta enseguida. Perdona que te llame, estoy en la
puerta y sólo quiero asegurarme de que estás dentro. Respuesta: –Nooo, yo ya
estoy en el tren de Parla. Me agarro un cabreo sordo: –¿Qué quieres, que me
coja el coche y me vaya a Parla a darte los papeles? No, no, cómo vas a hacer
eso, hombre, es que como habíamos quedado en que me llamabas para confirmar…
¡¡¡Pero si te llamé ayer, lo que pasa es que estabas mamado y se te ha
olvidado!!! Parece abrumado: –Mira, vamos a
hacer una cosa, me llevas los papeles a la plaza de Getafe y los
dejas a mi nombre en un bar que te voy a decir, y mañana los recojo yo allí. Uf. Mi afinidad con los
frikis ha quedado sobradamente acreditada en este blog, pero esto
es más de lo que estoy dispuesto a soportar: –¿Sabes que te digo? Que te vayas
a la puta mierda, ya me busco yo la vida por otro lado. Ahora sí que
está aterrorizado: –No, hombre, no, que así te va a salir mucho menos económico… ¿Y qué
cojones me importa? Yo lo que busco es seriedad y tu no me la ofreces, así que
VETE A LA MIERDA.
Regreso al coche. Consulto mi móvil.
Una de las oficinas autorizadas por la Embajada está al lado y cierra a las dos. La encuentro enseguida. Entro y me recibe un caballero de excelente castellano, con un lejano acento
eslavo. Me ofrece asiento al otro lado de su mesa. Le cuento mis penas y dice
que él me lo hace todo, pero que vamos un poco justos de tiempo, porque para el
visado se necesitan muchas cosas. Pero yo las tengo todas, digo. Mirada
escéptica. Empieza a enumerar. Carta de invitación, con sello abajo. Como esta.
Cuestionario de Internet firmado. Como este. Certificado de asistencia
sanitaria en viaje. Como este. Dos fotos. Como estas. Se muestra sorprendido: –Es la primera vez que recibo a alguien con todo correcto el
primer día.
Le digo que es porque me ha
asesorado uno que trabaja en el Consulado. Cara de asombro: –¿En el
Consulado? Sí, uno pequeñito y encorvado, con un bigotillo… Entonces cae: –Ah, ya
sé quién es. Ese chico tiene un problema: bebe demasiada cerveza. Yo creí que
bebía otras cosas, por cómo apesta. Sí, sonríe, el otro día
dentro del Consulado él hablaba con otra persona a tres metros y hasta mí me
llegaba el olor. Entonces le hago la pregunta clave: –Así que este hombre
¿trabaja allí? Respuesta: –No, éste estuvo muchos años en una empresa de
mensajería y solía hacer trabajos para la Embajada. Ahora creo que ya no está
en esa empresa y se dedica a hacer visados por su cuenta. ¿Por un casual, esa
empresa está en la plaza de Getafe? Sí, cómo lo ha adivinado.
Todo encajaba ahora. El friki no
tiene despacho. Trabaja en una mesa del bar de la plaza de Getafe, donde le conocen de cuando trabajaba en la empresa de al lado y donde ya
empieza a darle al aguardiente desde bien temprano. La gente se busca la vida como puede. Queda
decir que salí de la oficina con un resguardo a cambio de mis 95€. Más la firme
promesa de que mi visado estaría el lunes 29 de agosto, porque suelen dar
preferencia a este tipo de peticiones, por encima de los visados turísticos, que vienen a tardar cerca de dos meses. Llevaba también una tarjeta
de la empresa, a la que podía llamar si el 29 no había tenido noticias suyas.
Pero no me hizo falta llamarles, porque el 29 tenía listo mi pasaporte, con
formalidad eslava. Como ven, no me sobraba demasiado tiempo. En fin, si un día se
les ocurre ir a Rusia, ya saben por dónde andan en cuestión de plazos. Y no se
fíen de los advenedizos.
Magnífico relato. Pura literatura. Al terminar hay que leerlo otra vez para pillar las claves. Todo queda cerrado, aunque con flecos pendientes, como debe ser. Por ejemplo, ¿cómo es que semejante sujeto tiene llave de la embajada?
ResponderEliminarGracias, amigo, quien quiera que sea. Tampoco hay que exagerar. La cosa se basa en un malentendido, en base al cual yo di por hecho que el tipo trabajaba en el Consulado. Desde entonces, toda su estrategia tendía a que quedásemos en cualquier otro sitio. La mía, en cambio, era la contraria. Con las explicaciones del hombre del final se cierran casi todos los temas, pero queda algún cabo suelto, como el que usted dice. He llegado a pensar que el amigo del primer día (como casi no habló, no sé si era español o ruso), era alguien que sí trabajaba en el Consulado y que le dijo: mira eres un pesado, no acabas nunca, te dejo mi llave y te espero fuera con una cerveza. Pero no dejes de devolvérmela. Podría ser una explicación. Pero yo no vi que le diera llave alguna. Misterios.
EliminarOtro misterio. El tipo decía que me iba a cobrar 45€. Pero el visado cuesta 35. ¿Le merecía la pena todo ese pollo para ganar 10€? ¿Oe pensaba cobrar 46 además de los 35 del visado? En este segundo caso, ¿pensaba que a mí me compensaba confiar en él para ahorrarme 15€?
ResponderEliminarSi esto fuera un relato imaginario, este detalle sería un fallo importante. Siendo real, a saber lo que tenía este buen hombre en la cabeza.