viernes, 23 de septiembre de 2016

559. La Cena de Gala y el final del viaje

Bueno, hora es de que vayamos terminando con el viaje de Piter, no voy a estar hablando de ello hasta Navidad. Llevo ya una semana trabajada, he sobrevivido a la rentrée y mañana sábado estreno la temporada senderista con una excursión por el entorno de la antigua central nuclear de Zorita, en proceso de desmantelamiento, incluyendo un paseo por el poblado donde vivían los trabajadores, construido según los planos elaborados por mi admirado Antonio Fernández Alba. Bueno, admirado como uno de los mejores profesores que he tenido, y también como arquitecto, al menos hasta que puso su firma a la salida de Metro de la Puerta del Sol que la gente llama el comebolas, y hasta que salió en la prensa a defenderla, síntoma inequívoco de envejecimiento y pérdida de neuronas, que me resultó bastante patético.

El domingo tengo también un par de saraos, que me ocuparán casi todo el día de este otoño que ya hemos iniciado y que, como otros años, es la estación más hermosa en Madrid. El jueves al atardecer salí a correr por un Retiro atestado de runners (yo ansío que se pase ya esta moda estúpida, porque estamos como piojos en costura) y el miércoles me reincorporé al taller de conversación inglesa, ya de nuevo en el Martínez Bar de la calle del Barco, con una dura sesión sobre los fraseal verbs, algo que me resulta bastante arduo, aunque no es más que una cuestión de memoria. Así que he de recuperar el retraso de mi narración, que la realidad cotidiana no perdona. Retraso provocado, como ya les dije por lo mal que iba el Internet por las noches en mi ya añorado Park Inn Pribaltiyskaya Hotel. Nos habíamos quedado en que subí un rato a descansar y luego me vestí para la Gala Dinner. El Salón de Banquetes de la Primera Compañía de Cadetes no es cualquier cosa, así que me vestí en consecuencia. Abajo pueden ver mi aspecto. Daba gloria verme.  


Todos íbamos bien maqueados, a la altura de las damas con sus trajes de noche y fue cosa de ver la subida al bus que debía llevarnos al otro extremo de la isla Vasilyevskiy, donde estaba el salón de marras. Bueno, la excepción era Arik Glazer, el israelita de los cementerios. Este desagradable personaje, que había hablado por la mañana con traje y corbata, se presentó con unos vaqueros viejos y un jersey atado a la cintura. Primero creí que era una forma de protesta por el boicot informático en su conferencia, que le cambiaba de imagen cada vez que iba a señalar algo. Luego pensé que tal vez se iba desde allí directamente al aeropuerto. En cualquier caso, una falta de educación de este sujeto, que no hablaba con nadie y tomaba silenciosamente su copa de champan en una esquina del jardín, mientras consultaba su móvil. Ya lo he dicho, los aperitivos nos los sacaron en el jardín, con bien de champán. Anduve mosconeando por allí con Jacques Besner, Evasio Lavagna, Vladimir Korotaev y otros veteranos. También con mi adorada musa, la pequeña Svetlana Bukreeva, que me contó que había cena para 150 cubiertos. Ante mi sorpresa, me dijo que, entre panels y sesión plenaria, habíamos intervenido más de 60 oradores. Más la organización, los asistentes al Congreso que se habían apuntado pagando 100€ y un buen número de fuerzas vivas.

El salón para la cena estaba iluminado con una luz morada de discoteca y había un escenario con micrófonos. Las mesas eran redondas y grandes, como para diez comensales. Jacques, Evasio y sus señoras se ubicaron en la presidencia con Sergey Alpatov, más el griego con cara de estatua de la Isla de Pascua y otros. Yo acabé haciendo corro con mis amigos asiáticos, con los que ya había empezado a darle al champán en el jardín: Ian Li, de Hong Kong, el japonés Kishii y los dos de Singapur, el profesor pasota y gran bebedor Chee-Kiong Soh y la ardilla con aires de maletilla Yingxin Zhou. En la mesa había ya unas copitas de vodka y otras de vino, más la de champán que nos trajimos de fuera. Y los camareros  te las rellenaban todo el rato. Se nos sumó también al austriaco joven, que le daba al vodka que te cagas, lo que no tenía ningún efecto en su melancolía. La comida fue muy copiosa, con una serie interminable de nuevos aperitivos y un plato fuerte a elegir entre carne y pescado.

Yo me temía que los micrófonos eran para discursos, pero estaba equivocado. Los discursos se reservaban para la sesión de clausura del día siguiente, jueves. Esta noche tocaba fiesta a lo grande y muy pronto empezaron a salir cantantes de diversos estilos, que actuaban con convicción sobre un fondo orquestal enlatado. Empezaron por una serie de conocidas arias de ópera, y hasta algunas habaneras entre las que creí reconocer un bonito tango de Albéniz. Pero enseguida subió la temperatura y pasaron a las chicas con look de malota imitando a Tina Turner. A mi derecha, Chee-Kiong Soh daba palmas y gritaba ¡bravo, bravo! A mi izquierda, Ian Li hablaba a ratos conmigo y a ratos con el austriaco, que sólo sabía hablar de trabajo. Entre los vapores alcohólicos, Ian Li me dijo que había hecho unos cálculos financieros, según los cuales lo mejor era que se muriera a los 69 años, porque a partir de los 70 iba a ser una carga para su familia, que viviría mejor de su pensión de viudedad. El alcohol es lo que tiene.

La verdad es que con el estruendo no se podía hablar mucho. Se trataba de comer y ver las actuaciones. Y beber, por supuesto. En un momento dado, Chee-Kiong Soh echó la silla un poco para atrás, se repantigó y se quedó profundamente dormido (no vean cómo roncaba). Eso me permitió hablar un poco con su compatriota Yingxin, que me dijo que en la Universidad uno puede beber y eso no le impide dar unas clases de puta madre. Intentamos despertar a nuestro colega con diversos sistemas, de resultado efímero. El más eficaz fue cuando Yingxin, muerto de risa, le acercó la copa de vodka a la nariz. En una de esas, Chee-Kiong se quedó con los ojos abiertos, fijos en el infinito y roncando a la vez, algo que nunca había visto. Al final estábamos todos bastante pedo y empezamos a levantarnos a visitar las otras mesas, para las despedidas y los abrazos húmedos con olor a vodka.

Sergey Alpatov, descamisado y sudoroso, me arreó un achuchón que me hizo temer por la integridad de mi brazo aún tierno. A su lado, su traductor perfectamente sobrio me explicó que Sergey insistía en que yo era su amigo y podía volver a San Petersburgo cuando quisiera, sin congreso ni nada, que él me haría los honores y me llevaría a todas partes. La música había terminado y ya estábamos todos saliendo lentamente, entre abrazos y besos. Agarré a Jacques por los hombros y le dije: –¿Sabe qué? Que creo que la idea de invitar a alguien de Madrid a contar el proyecto del río fue de usted; ese es mi feeling. Respuesta: –Su feeling es bastante certero. Y me quedaba despedirme de Svetlana, el alma del congreso, la encantadora chiquilla que corre todo el tiempo como un pájaro. Nos pusimos cariñosos y nos pilló Ian Li con su cámara de fotos, así que no nos quedó más remedio que posar. Abajo les pongo la foto más enseñable, junto con algunas otras. En el interior del local, con la luz morada era imposible hacer fotos.

Ese fue el momento culminante del congreso de Piter. Porque el jueves la cosa decayó un poco. El panel al que me apunté a primera hora estuvo centrado en aspectos técnicos de las excavaciones, que a mí no me interesan especialmente. Intervino Vladimir Korotaev por segunda vez y Evasio Lavagno hizo de moderador con su indolencia proverbial. Tras el break koffee, la cosa no remontó. Lo mejor fue la discreta ceremonia de clausura, para la que ya no contábamos con el salón de plenos, ocupado por otro congreso, y tampoco con los traductores simultáneos, que se despidieron justo antes, cosas de los contratos. Sergey Alpatov, visiblemente agotado, hizo un discurso muy emotivo y no muy largo, condicionado por la traducción no simultánea de su escudero habitual. Le falto poco para lanzarnos besos a todos. Le dio réplica el griego Kaliampakos, que remató con una de sus bromas habituales: daba las gracias a Alpatov, que había dirigido el congreso con la ilusión de un niño pequeño y la energía del gran oso ruso. El aludido estaba ya para poca broma, poquita broma.

Y no nos dio tiempo ni a comer, porque a las 3 de la tarde nos esperaba un bus para llevarnos a Pushkin, la otra visita guiada que yo había pagado. Ya adelanto que me equivoqué. Yo pensaba que sería un recorrido por el propio Piter, por el barrio donde había vivido el escritor. Pero se trataba de salir a una pequeña ciudad, a 22 kilómetros, así llamada porque Pushkin estudió allí y los soviéticos la cambiaron de nombre. Lo que íbamos a ver era el palacio de Catalina la Grande, que es ciertamente impresionante, pueden ver imágenes en Internet. Pero se tarda una hora de carretera, dos horas más para verlo y cerca de hora y media para volver, por el atasco de la hora punta, todo eso sin comer. De haberlo sabido, me había quedado callejeando por Piter. Lo mejor, los comentarios de la guía, de edad mediana y un punto melancólica.

En el viaje de ida nos fue describiendo los barrios de vivienda pública de la era soviética que íbamos atravesando y nos explicó que, en estos momentos, los más valorados a nivel de mercado inmobiliario eran los de la época de Stalin, más grandes, bien construidos y con los techos más altos. Después, el señor Kruschev tuvo que empezar a hacer economías, y los del tiempo de Brezhnev eran directamente una porquería. En cuanto al palacio de Catalina, los nazis lo arrasaron y tardó mucho en reconstruirse. Lo hicieron los soviéticos, que no lo pudieron abrir al público hasta los sesenta. Ahora se usa para alojar jefes de Estado y hacer recepciones importantes y conferencias internacionales. Y con la misma naturalidad que nos estaba contando lo anterior, añadió que también lo usaban los oligarcas y mafiosos para sus fiestas; que Elton John había tocado para ellos al menos dos veces.

Bien, volví a mi restaurante del hotel y me tomé otra de mis sopas y un plato de pasta de buen tamaño, con medio litro de cerveza checa. Y el viernes lo dediqué a callejear por la ciudad. Visité la fortaleza de San Pedro y San Pablo, al  norte del Neva, que fue utilizada como cárcel hasta 1917 y en donde estuvieron presos, nada menos que Bakunin, Trotsky y Dostoyevski, entre otros ilustres. De allí crucé caminando a la isla Vasilyevskiy y al centro. Recorrí los lugares y los barrios que ya conocía, me senté en los almacenes Eliseus a tomarme un Ivan chai, que es el té más típico de los rusos, con un pastelito de limón, hice varias compras de souvenirs y me volví a cenar al hotel. Y el sábado, tenía vuelo por la tarde, pero debía dejar la habitación a las 12. Dejé las maletas en la recepción y me fui a caminar por la isla Vasilyevski, una zona suburbial, donde la gente circulaba ocupada haciendo compras y llevando a los niños a sus actividades deportivas de sábado.

Me tomé el último té en una terraza frente al Neva y regresé. A las 14.30, como un clavo, me esperaba en la puerta un taxi contratado por Svetlana el día antes. Mi amiga me explicó que ya no me podía poner a una azafata que me acompañara, porque el congreso se había acabado y el contrato de las chicas también. Y añadió que, si tenía el menor problema, la llamara al móvil y la pasara con el conductor para que le cantara las cuarenta. No fue necesario y llegué al aeropuerto, donde hube de pasar cuatro controles de seguridad antes de llegar a la zona impersonal de todos los aeropuertos, con tiempo de tomarme un bocata con una Heineken. La escala, esta vez en Ámsterdam, fue sin ningún problema y llegué de anochecida a Madrid. Tal vez en unos días les resuma algunas conclusiones e impresiones generales sobre Rusia. Entre tanto, que pasen un buen fin de semana. Les dejo con las fotos prometidas de la gran Cena de Gala.

Con mi amigo de Hong Kong, Ian Li, a la puerta del Salón de Banquetes de la Primera Compañía de Cadetes. Al fon do, al otro lado del Neva, la Catedral de San Isaac.


Mis amigos de Singapur y colegas de mesa: Chee-Kiong Soh antes de quedarse dormido y Yingxin Zhou brindando con él con sus dedalitos de vodka.


Antes de salir, junto con Kishii el japonés y el bueno de Evasio Lavagno.


Y aquí con la encantadora Svetlana.

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