El lunes me levanté, desayuné y
me acerqué por la entrada del congreso. A partir de las 9 podía registrarme y
recoger la documentación, que venía en una bolsa de mano conmemorativa muy
elegante. Andaba por allí, cuando me saludó un tipo de aspecto agradable, que
se presentó como Jacques Besner, de Quebec City. Hablamos un rato: –¡Ah! así
que es usted el hombre de España, etc. Jacques es de mi edad, pero cumple 66 en
octubre. Comprobé con él que yo no tenía nada más que hacer en el congreso
hasta la recepción oficial, que tendría lugar en el hall del hotel a las 6 de
la tarde. Le dije que pensaba que el proyecto de Madrid encajaba perfectamente
en la temática del congreso, centrado en situar en espacios subterráneos usos
que estorban en superficie, como aparcamiento, almacenaje o incluso
determinadas oficinas, liberando suelo para usos de espacio libre y servicios.
Así como al despiste, me comentó
que nuestro proyecto era similar al que se había hecho en Seúl. Bueno
–puntualicé–, sólo en apariencia. Si usted ve las fotos de antes y después, son
muy parecidas a las de Madrid. Pero los coreanos, lo que han hecho es echar
tierra encima de la vieja autopista para hacer un jardín lineal. No han
construido un túnel, sino que les han dicho a los conductores que se vayan por
donde puedan. Eso cuesta 300 millones de euros y no 3.000. Muy bien, me
extendió la mano y siguió saludando por allí. Ya había comprobado que yo sabía
del tema. En ese mismo momento tuve la sensación de que este colega me estaba
esperando y conocía los documentos que yo había enviado al congreso, incluida
mi presentación y mi foto. Examiné la tarjeta que me había dado y comprobé que
era nada menos que el general manager de
la organización ACUUS, organizadora del congreso. O sea, que empezábamos bien.
Tenía todo el día libre hasta las
6, así que aproveché para seguir conociendo la ciudad. Como había visto que el
Metro es sencillo de entender, esta vez me animé a hacer un cambio de línea y
salí directamente a la plaza Sennaya, para seguir hacia el Oeste. Mi camino me
llevó muy pronto a la iglesia de San Nicolás de los Marineros una sobria y
preciosa iglesia ortodoxa entonada en blancos y añiles que tiene el campanario
como 50 metros separado del edificio principal. El conjunto se remata con una
serie de construcciones auxiliares, pintadas en los mismos tonos. Tiene dos
plantas, la de abajo para los bautizos y los entierros y la de arriba para las
bodas y las misas. Estuve un rato dentro, de pié, como se está en los ritos
ortodoxos y santiguándome de vez en cuando a la manera inversa, típica de esta
congregación, que tengo ya muy ensayada de otros viajes. A ver si consigo
hacerme un vídeo y subirlo, para que vean cómo se hace. Aquí alguna imagen de
esta bonita iglesia.
Esta iglesia es una muestra del
barroco ruso del XVIII, más fino y menos recargado que el de la otra que vi el
día anterior. Regresé bordeando el canal Krioukov, perpendicular a los tres
principales, vi por fuera el viejo gran teatro Mariinsyi y su nueva ampliación,
aun finalizando su construcción, unidas ambas por una pasarela acristalada por
encima de la calle. Entonces tomé hacia la derecha la calle de borde del canal
Moika, el más cercano al Neva, hasta llegar al bar restaurante El Idiota, cuya fachada pueden ver
abajo.
Allí me obsequié con un
tentempié, previendo que la recepción de las 6 sería a base de manduca. El
Idiota es un lugar en semisótano, lleno de butacas y mesas estilo imperio, que
parece amueblado con los restos de alguna casa aristócrata desmantelada. Suena
música de jazz tipo dixieland, lo atienden unas señoras de mediana edad y
resulta un lugar muy agradable. Me pedí un té Earl Grey y un pancake de caviar
rojo de salmón con nata fresca. El pancake era finalmente una filloa, cuya
guarnición te sirven al lado, de forma que has de fabricarte tú el rollito. La
casa me invitó a un dedalito de vodka, que a la una del mediodía me sentó como
Dios. El lugar no era muy ruso, pero éste fue realmente mi primer almuerzo
ruso. Salí tan contento y tomé el bulevar Konnogvardeiski (vaya nombrecito),
para llegar a la monumental plaza de los Decembristas, a la que da nombre una
de tantas asonadas revolucionarias que cada tanto se producían en esta ciudad,
cosa que no es de extrañar viendo el lujo que se gastaba la aristocracia y las
penurias y el frío que debía de pasar el pueblo.
Hay allí una estatua de Pedro el
Grande, que pueden ver abajo. La estatua no tiene mayor interés; lo más bonito
es la piedra del pedestal, que además tiene su historia. Resulta que en alguna
excavación para regularizar el cauce del Neva, los trabajadores dieron con un
pelouro de tamaño natural y se les ocurrió ir a ver a la entonces emperatriz
Catalina la Grande, para decirle que qué bien quedaría semejante mamotreto bajo
una estatua de su ilustre predecesor. La idea le hizo mucha gracia a la jefa,
que rápidamente contrató un escultor para que suavizara un poco las formas de
la piedra y procediera a hacer un vaciado de una estatua ecuestre de Pedro. La
estatua lo representa pisoteando a la serpiente del mal.
Desde los jardines vi que en la
columnata elevada que rodea la cúpula de la Catedral de San Isaac había gente. Se
podía subir y la visita es independiente de la de la catedral (yo ya no quería
ver más iglesias). Subí los tropecientos escalones y les prometo que la vista
merece la pena. Desde arriba se ven todos los ramales del río, canales y
edificios monumentales que llenan esta especie de ciudad-museo. En la plaza del
Ermitage, se veía una especie de concentración de camiones de color rojo. Bajé
y me dirigí hasta allí. Había toda clase de camiones de la basura, quitanieves,
barredoras, sopladoras de hojas y máquinas de todo tipo, perfectamente
alineadas por grupos. Y, lo más sorprendente: todas tenían al conductor en su
puesto y con estaban con el motor encendido. Vean algunas imágenes.
Pensé que podía ser una
manifestación de los empleados públicos de la limpieza, una especie de demostración
de fuerza. Pero no era eso. En realidad estaban en posición de revista. Lo
comprendí cuando vi acercarse la típica comitiva de políticos rodeando a
alguien importante, que les escucha con gesto grave. Paraban en cada grupo y le
explicaban al importante las especificaciones técnicas. Los camiones y demás
estaban nuevecitos, o sea que debían de ser recién adquiridos. El prohombre en
cuyo honor se organizaba la gran parada se acercó lo suficiente como para que
le hiciera la foto que ven abajo. Como ven, el bigote no es muy diferente del
mío. Creo que yo pasaría perfectamente por ruso y, de hecho, me pararon unos
cuantos viandantes para preguntarme direcciones y tuve que decirles que era foreing.
Como ven, otra de las
características de San Petersburgo es que todo es desmesurado. Incluidos los
bordillos. Hay que andar con sumo cuidado para no escorromoñarse en uno de
ellos porque es inimaginable que sean tan altos. En fin, regresé en el Metro,
caminé al hotel y a las 6 estaba listo para la recepción del congreso. Como me
imaginaba, la cosa era a base de muchos pinchos de todas clases y multitud de
copas de champán ya servidas. Luego, la mitad de las copas se quedaron allí,
porque la cosa no estuvo muy concurrida. Hice amistad con un chino de Hong Kong,
que se llama Ian, y un japonés de Tokio que se llama Kichi. Dos nuevos amigos
con los que confraternicé bastante. Y por allí apareció Svetlana Bukreeva, la
chica de la organización que había solucionado todos mis problemas previos. Se
me presentó directamente, diciendo –Hola,
soy Svetlana, como si me conociera de antes; tal vez se había quedado con mi
cara en la foto que tuve que mandarle con mi currículum. Y he de decir que no esperaba
que fuera tan guapa y tan agradable. Ya les pondré alguna foto suya.
También estuve un buen rato con
Jacques, de quien averigüe que es una especie de alma gemela, o soul brother
mío: después de muchos años de trabajar en el nivel técnico en el gobierno de
Montreal, se pasó al papel de comunicador. Ahora se dedica sólo a eso, incluso
se ha jubilado y vive en Quebec City, un lugar más tranquilo. Cuando le dije
que mi caso era parecido, me miró desde detrás de sus gafas de montura fina y
me dijo: –A lo mejor en unos años le vemos en nuestra asociación organizando
congresos como este. También conocí al chairman del congreso, un ruso llamado
Sergey Alpatov, una especie de oso enorme que se mueve trabajosamente arrastrando
los pies porque debe de tener los tobillos fatal, lo que no le impide
desarrollar una actividad frenética, siempre en compañía de un joven
intérprete, porque el tipo sólo habla ruso, eso sí, de forma torrencial. En una
de sus manazas lleva un gran pañuelo con el que se seca el sudor de la cara
todo el rato, precaución más bien ligada a una cierta coquetería, porque con
sus cejas estilo Brezhnev, es impensable que le lleguen gotas a los ojos.
Sergey pasó una por una por todas las mesas altas dándonos las gracias por
nuestra presencia.
Me subí al cuarto y estuve
ensayando mi presentación: Como siempre en estas ocasiones, cambié el orden de
las imágenes dos o tres veces, incorporé otras y me costó dejarla a mi gusto.
Y, también como siempre, en algunos momentos me sumí en la convicción de que me
iba a salir todo mal, iba a hacer el ridículo y les iba a echar a los presentes
un rollo patatero que no les iba a interesar una mierda. Es algo innato,
también me pasaba antes de cualquier examen importante. Los pinchos y el
champán me habían revuelto un poco las tripas, así que bajé al mismo
restaurante de las noches anteriores y me tomé la sopita de fideos y pollo del
primer día, esta vez con una botella de agua, que ya tenía cubierta mi dosis
diaria de alcohol con el vodka y el champán. Estaba listo para dormir con mi
cuartito de Valium 5.
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