El título alude a la frase tipo
que, a modo de conjuro, pronunciábamos los jugadores de pinball, las míticas y
ruidosas máquinas de bolas predigitales que en su día había en todos los bares
del mundo. Cuando la partida iba mal y tomaba una deriva desastrosa, aun
quedaba la posibilidad de ganar por lotería, un albur improbable, aunque a mí
me sucedió más de una vez (no tengan duda de que yo era un auténtico pinball wizard). Escribo aquí en mi
habitación de la octava planta del Park Inn Pribaltiyskaya Hotel, un mamotreto
de tiempos soviéticos erigido cerca del extremo oeste de la isla Vasilyevskiy
(por cierto, que manía tienen estos rusos de duplicar la i latina con una y
griega) y sometido por tanto a los vientos helados del golfo de Finlandia. Y
dirán ustedes: ¿y qué hace este buen hombre encerrado en su hotel escribiendo
en el blog en vez de salir a caminar por la fabulosa ciudad de San Petersburgo,
maravilla de las maravillas?
Pues la respuesta es doble. Por
un lado, el tiempo es infernal ahora, a las 7 de la mañana del domingo 11 de
septiembre. Caen diluvios inclinados a rachas, la humedad debe de ser del 100%
y el frío es de esos que te sube desde la planta de los pies hasta la garganta.
Segunda razón: carezco de ropa adecuada para salir al exterior, porque los
portentos de Air France me han perdido la maleta y estoy vestido con la ropa
cómoda de viaje que me puse hace más de 24 horas en mi casa de Madrid,
compuesta por una camisa de cuadros, mi chaqueta escocesa idéntica a la que
llevaba Sean Connery cuando hacía de padre de Indiana Jones, pantalones de pana
y unos mocasines de la marca española Callaghan total adaptation, completamente inadecuados para sortear los charcos
de las destartaladas aceras post soviéticas de esta ciudad de distancias
gigantescas.
La pérdida de mi equipaje supone
también que anoche no me pude lavar los dientes, que no tengo a mano mi amplio
surtido de medicinas habituales, ninguna de ellas de importancia vital, cierto;
que tampoco puedo afeitarme ni doblegar mis desordenadas guedejas de abuelo
recién levantado. Pero hay que ser positivos. Al menos puedo ducharme con un
agua caliente de puta madre y un frasquito lateral con champú, de esos que aprietas
y te sale un churrete. Una vez duchado, secado y peinado con los dedos, me
pondré otra vez la misma ropa, incluidos los calzoncillos (por suerte, no
tienen palomino) y bajaré a obsequiarme con el fastuoso desayuno ruso que me
paga la organización del congreso al que he venido. Así que, mientras espero
para bajar, les haré un resumen de mis dos intensos días previos.
El viernes amanecí pronto y me
fui a correr al Retiro. Hice mi circuito en 33 minutos justos, lo que no está
mal teniendo en cuenta que hace menos de un mes invertí 37 y medio en la misma
distancia. He de conseguir llegar a los 32, que todavía es un trote cochinero
(8 minutos /km.) pero es lo que hay. Tras ducharme y desayunar, cogí el tren
para San Fernando, firmemente dispuesto a hacerle a Gárate una proposición que
no pudiera rechazar, para que me diera el alta laboral. Para mi sorpresa, también
me dio el alta médica, así que la pesadilla ha terminado y ya soy libre y no
tengo que hacer más rehab. Bien es
cierto que, para ello, tuve que mentirle diciendo que ya no me duele nada, pero
parece que lo hice con la misma convicción que la novia de Johnny Guitar en uno
de los diálogos más hermosos de la historia del cine, ya saben: –Miénteme otra
vez, dime que me quieres. Lie to me…
Tras ello me pasé por la oficina
para entregar el parte médico de alta y ya me quedé por allí hasta la hora de
comer. Por la tarde, me eché una siestecita y completé las tareas que tenía
pendientes: la maleta, el checking online, reservar un taxi para las 5 de la
mañana. Me acosté a las 11, y puse la alarma a las 4, para tener tiempo de
ducharme y desayunar. A las 5 me esperaba un taxista tunecino en la puerta, que
me dejó en la Terminal 2 a las 5 y cuarto, lo que da idea del poco tráfico que
había. El vuelo a París transcurrió sin ninguna novedad, pero había algo que me
preocupaba. Sólo tenía 45 minutos para hacer el transfer. En pleno vuelo, una azafata
nos repartió una hojita, con los tiempos de recorrido entre terminales del
aeropuerto Charles de Gaulle. A la que yo tenía que llegar había 25 minutos, más
lo que se tarda en la propia terminal hasta tu puerta de embarque. A poco que
se retrasara el avión, iba jodido.
El avión debía llegar a las 9.10,
pero a esa hora estaba todavía bajando. Llamé a la azafata y le expliqué mi
problema en francés. Palideció y me dijo –Tiene razón, va un poco justo, mejor
siéntese allí en las filas de business class y así sale el primero. Para no asustarme
más de lo que ya estaba añadió: –No se preocupe, usted va a llegar a tiempo,
pero así se asegura. La puerta se abrió diez minutos después de la hora
prevista y salí cagando leches… para encontrarme con un tapón monumental ante
las garitas de revisión de pasaportes para salir de la Unión Europea. Una cola
en ese que daba varias vueltas sobre
sí misma, como la que se sufre para entrar a Estados Unidos. Allí juntan a la
gente que va a África, USA, Latinoamérica y todo el resto del mundo. Me colé
discretamente unos cuantos puestos pidiendo disculpas, pero yo creo que allí
perdimos unos quince minutos. Encima, había varias garitas vacías.
Mi esperanza era que los 25
minutos del papelito incluyeran este tapón. Pero la cara de incredulidad de la
chica que me selló el pasaporte ya me hizo temer lo peor. Y, en cuanto pasé la
barrera y vi el largo pasillo que tenía que recorrer, me convencí de que era
imposible llegar a tiempo. Pero ya saben que yo siempre me rebelo ante
situaciones así. ¿No soy corredor? ¿No estoy todo el día dando la murga con mis hazañas
bélicas en el Retiro? Pues: pies pa’ que os quiero. Eché a correr como alma que
lleva el diablo, en medio de la gente que se apartaba para dejarme pasar. Llegué
a la terminal echando el bofe. Todavía tenía que seguir hasta la puerta 33 que
estaba al fondo. El avión tenía como hora de salida las 9.55 y les juro que
llegué a las 9.53 ante las aterrorizadas azafatas del mostrador, que vieron
llegar a un abuelo echando el bofe. –¿A Saint Petersburg? ¡Oh mon Dieu! Pasaron
enseguida mi ticket por el lector electrónico, mientras yo, medio ahogado les
decía –Il n’a eté pas ma faute, c’est la securité.
Avisaron por su walkie talkie de
que venía un rezagado y me dijeron que ya no tenía que correr pero yo no podía
desperdiciar mi instante de gloria, así que subí la rampa corriendo y llegué
todo colorado ante tres azafatos atónitos, que hicieron por calmarme, me
sacaron un vaso de agua y no sé qué más cosas. Pero yo estaba feliz porque lo
había conseguido y en dos minutos había recuperado el resuello, o sea que mi entrenamiento
sirve para algo. Mi sitio estaba entre dos señoras a las que inicialmente tomé
por rusas de más de 30, pero pronto comprobé que eran británicas veteranas. Les
ofrecí sentarse juntas y dejarme el pasillo, entre otras cosas porque estaba
empapado de sudor, pero no quisieron. Y lo acojonante es que no entró nadie
más. El vuelo salió a las diez en punto, sólo con cinco minutos de retraso.
Y luego mi maleta no llegó. Ahora
sé que todo lo que les he contado, está relacionado. Seguramente, venían más
pasajeros desde Madrid con destino a San Petersburgo, pero no les dio tiempo a
hacer el transfer. Entonces, alguien decidió trasladarlos a un vuelo posterior
y por eso todas las maletas se quedaron en París. Nadie pudo imaginar que hubiera
un viajero tan cabezota como yo. He de decirles que, en una ocasión perdí un
vuelo porque me equivoqué de hora. Y la frase que escuché (I’m sorry, the fly
is gone) quedo grabada en mi mente para siempre. El caso es que entré en Rusia,
esperé en la cinta de los equipajes y el mío no salió. Lo que me llevó a
afrontar la burocracia soviética. Yo tenía prisa, porque sabía que alguien me
esperaba fuera con un cartel con mi nombre. Pero tuve que rellenar POR
CUADRUPLICADO una serie de formularios enojosos, con todos mis datos,
descripción del contenido de la maleta, valoración aproximada de cada cosa.
Luego ir a la oficina de un jefe para que los repasara y validara. Me faltaba
el total de la valoración, en el renglón de abajo, para lo que sacó una calculadora
que a mis hijos les hubiera dado vergüenza llevar al colegio hace casi veinte
años. Luego, los impresos validados había que llevárselos al primer funcionario
que, sólo entonces, me dió un comprobante con un número para el seguimiento del
expediente.
Afuera me esperaba todavía una hermosa
rusa de menos de 30, que me confesó que ya estaba a punto de irse. Se llama
Daria y tenía un coche fuera con un conductor. Hablaba un poco de español y,
encima, me dijo que le encanta Madrid y que no le gusta Barcelona. Se quedó con
el número de mi reclamación prometiéndome que se ocuparía de seguirla, pero no
he vuelto a saber nada de ella. No importa, hizo su trabajo y lo hizo con
cariño. El hotel está bien, aunque es gigantesco, 1.200 habitaciones, lo que lo
convierte en una especie de torre de Babel por la que pululan verdaderas hordas
de chinos, centroasiáticos (uzbekos y similares) y gente de todas partes
siguiendo a tipos que les guían paraguas en alto. Cuando llegué a la
habitación, conecté el ordenador y ya tenía dos correos de Air France. El
primero decía que la maleta estaba ya camino a San Petersburgo, pero el segundo
advertía que la cosa se retrasaba.
Estaba en el hotel a primera hora
de la tarde, pero tenía que descansar, no podía cambiarme de ropa y el tiempo
era infernal afuera. Enseguida se hizo de noche. Bajé a recepción y les pedí
que llamaran al aeropuerto a ver qué
sabían. Respuesta: la maleta llegará a las 10 de la noche y no se la traerán
hasta mañana. Había que relajarse. Entre las cosas que me faltaban estaban
varias medicinas para eventuales desarreglos gástricos, como Almax y otros. No
se lo he dicho pero llevo un tiempo con las tripas revueltas, algo que achaco a
la cantidad de porquerías que he tenido que ingerir a cuenta de mi fractura.
Así que tenía que cenar pronto y ligero. Había varios restaurantes en la planta
baja, todos vacíos menos uno lleno de gente ruidosa y festiva.
Allí que me fui. Había hasta una
actuación, como las que suelen verse en la final de Eurovisión, pero con unas
mujeres superguapas, igual que la mayoría de las camareras. Me comí una sopita de fideos con trocitos de pollo, zanahoria, champiñones y huevos de codorniz
que me dejó nuevo. Luego un plato de steak tartar, con rúcula, láminas de queso
y un pesto muy suave. Y, por supuesto, medio litro de cerveza rusa. Subí a la
habitación sin saber si iba a poder dormir, porque tras mi fractura empecé a
tomar un Valium 5 cada noche, luego pasé a medio y últimamente a un cuarto, que
es como decir nada. Pero entre la cerveza y la lectura de un libro de cuentos
de Murakami que empecé en el avión, lo cierto es que caí como un bendito. Esta mañana,
cuando me he levantado, tenía un mensaje de Air France de las 6.00. Decía “proceso
de devolución iniciado”. Bueno pues aquí les dejo, que va a empezar el partido
del Depor. Ya ven que la mayor parte de esto está escrita por la tarde noche,
pero tiempo habrá para lo siguiente. No me digan que no les tengo entretenidos.
Que pasen una feliz noche.
Unos ratas los de Air France. Si es Iberia quien te escabulle la maleta, te da un viático para ir tirando: pijama, útiles de aseo, esponja limpiacalzado... Lo que digo, bien se ve que Martín de Tours era un santo gabacho. Si hubiera sido español, le habría dado la capa entera al mendigo... aunque después se hubiera arrecido en la guerra. En fin, que recuperes pronto la maleta y que no necesites el cuarto de valium en Peter.
ResponderEliminarBueno estos dicen que les pase la factura de mis gastos en productos de primera necesidad. No fui muy pródigo pero algo sí me gasté. Veremos si me lo pagan algún día. Tengo 21 días para reclamarlo y ahora estoy concentrado en el congreso, en donde intervengo mañana. Hasta que pase el trago no puedo estar relajado. Besos.
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