viernes, 6 de mayo de 2016

503. El ramen y los perros en un mundo de locos

Pues lo cierto es que llevo una semana de locos y no sé ni cómo he podido escribir algo en el blog. El miércoles me pasé toda la mañana en mi oficina echando una mano en una serie de trabajos que se estaban retrasando por encima de los plazos admisibles, aproveché para comer por allí y por la tarde no me quedó demasiado espacio hasta el momento en que tuve que salir otra vez en busca de mi taller de conversación inglesa. Para poder hacer eso, había llegado a la rehab a las 9 en vez de a las 10.15, que es mi horario normal. Lo del jueves era aun peor, porque ese día tenía lugar la primera de las tres Jornadas que se han programado dentro de la colaboración establecida entre el Ayuntamiento y el Programa Hábitat, de la ONU. Antes de mi accidente, yo estaba trabajando en el comienzo de la organización de estos eventos, pero luego la cosa pasó a manos de otras personas que, por cierto, lo están haciendo fenomenal.  

Se decidió que esas tres jornadas se celebren en tres jueves sucesivos, en equipamientos de barrio, que para cosas como estas se han construido. El evento de ayer tenía lugar en un centro cultural de Canillejas, cerca ya de Barajas, empezaba a las 9.30 y duraba todo el día, hasta las 8 de la tarde, con una pausa para comer en un mesón de la zona. Así que mi única posibilidad de asistir al acto era presentarme a las 8 en el gimnasio de ASEPEYO en Legazpi. Allí estuve, como un clavo, esperando en la calle a que abrieran. Nada más entrar, me cayó una bronca. Yo no estoy autorizado a llegar cada día a la hora que me salga de las pelotas, a ver qué me he creído. Yo tengo mi turno a las 10.15. De forma excepcional puedo cambiarlo un día por un asunto bien fundamentado y siempre avisando el día antes, pero lo que no puedo hacer es que la excepción se convierta en norma o, mejor, en ausencia de norma. Tiene razón, la verdad es que esta semana sólo he ido a mi hora un día y las anteriores más o menos lo mismo. Suelo avisar, pero esta vez no lo había hecho.

Además, ellos saben que yo cambio la hora por asuntos de trabajo, cosa que no puedo hacer mientras esté de baja. Si la cosa es esporádica y muy de vez en cuando, hacen la vista gorda, pero si se convierte en un cachondeo, pues ya no es lo mismo. También puede ser que el tipo que me echó la bronca a las 8 de la mañana, hubiera dormido mal ese día, o su señora no le hubiera hecho todo el caso que él esperaba la noche anterior. Pero el caso es que la razón estaba de su parte y a mí no me quedó otra que pedir disculpas y, como el rey padre, decir: no volverá a suceder. Al acabar la rehab, cogí el Metro de Legazpi a Canillejas, seguro de que en un taxi tardaría más en llegar con el atasco de la hora punta. Entré al salón de actos pasadas las 10, me perdí la conferencia inicial de mi concejal y aquí nadie me regañó, porque no se atreven, pero coseché unas cuantas miradas sesgadas, entre ellas la del propio concejal, que me vio perfectamente entrar al tiempo que rompían los aplausos del personal a su discurso. La semana que viene tendré el mismo problema el jueves, a menos que el doctor Gárate me dé el alta el martes en la nueva consulta que tengo programada con él. Veremos.

La moraleja es clara, queridos lectores: no intenten contentar a todo el mundo. A veces es imposible y lo que uno consigue es quedar mal con todos. Esta mañana he sido puntual y cumplidor del horario, he hecho todos mis ejercicios y me he marchado cabizbajo (estaba muy cansado después de la paliza de ayer). He dedicado el resto de la mañana a hacer algunos recados y luego he llamado a mi amigo Mariano y me he citado a comer con él en el Chuka, el primer ramen bar de Madrid. Era la segunda vez en mi vida que entraba en un ramen bar. La otra fue en Leipzig, con mis dos hijos y por consejo de mi amigo y anfitrión Michael Shölz-Hansen. El ramen es un tipo de comida japonesa de influencia china, muy popular en los barrios de Tokio. Los personajes de Murakami resuelven muchas veces la comida o la cena entrando en un ramen bar, una opción barata que les permite salir del paso y continuar sus apasionantes aventuras urbanas. Por lo que respecta al Chuka, está en la calle Echegaray, pared con pared con La Venencia, el bar protagonista de uno de mis posts más visitados y celebrados, que pueden consultar AQUÍ.

El ramen es una especie de sopa con fideos japoneses y diferentes tropezones, en función de las distintas modalidades. O sea, que es casi como un potaje oriental, que está muy bueno. No se lo recomiendo a quien no sea un poco imaginativo en esto de la comida. Los de esa cuerda, mejor que, como mi padre, se coman unos huevos fritos con patatas. Mariano y yo no sólo hemos disfrutado de nuestros cuencos de ramen, sino que hemos hecho la machada de engullirlo utilizando los palillos chinos y la mini cuchara de las sopas de miso. Eso ya es para nota. Para celebrarlo hemos rematado con un carajillo en el bar del Círculo de Bellas Artes. Y ese ha sido mi primer rato de relax en toda una semana de locos, especialmente impropia en alguien que está de baja médica. Pero ya les he comentado que, en la gran ciudad, estamos todos majareta y, sin ir más lejos, aquí me tienen a mí, todo el día de la Ceca a la Meca y otra vez corriendo para no perder el Metro o no esperar al siguiente semáforo.

Otra muestra de que estamos todos locos, es la forma en que algunos les hablan a sus perros por la calle, delante de los demás transeúntes. El otro día me tocó presenciar la siguiente escena. Una señora llevaba de la correa a un bulldog francés, que iba tirando como un poseso, hasta el punto de que la doña caminaba inclinada hacia atrás, medio cayéndose para hacer contrapeso. En un momento dado, la señora dio un tirón brutal, el perro se paró y se dio la vuelta para mirarla. Entonces (lo juro), la señora le dijo a gritos: –¡¡No tires tanto, coñe!! Ya te he dicho que, como sigas tirando así, no te llevo donde la yaya. Levantó entonces el dedo índice, en señal de advertencia, y añadió: –No te lo digo más veces. Lo más extraordinario era la expresión contrita del perro, que miraba fijamente a los ojos a su ama, consciente de haber hecho algo mal, aunque (supongo) sin saber exactamente qué. Una expresión bastante similar a la que yo le puse al tipo que me echó la bronca en la rehab.

Esta escena me ha traído a la memoria un pequeño fragmento de mis diarios de Sri Lanka, de los que ya expliqué que empezaron siendo realistas y fieles a lo que me iba sucediendo de verdad y, poco a poco, empezaron a llenarse de morcillas imaginarias que, para mi sorpresa, la gente leía con la misma devoción que las partes reales, camino que me llevó finalmente a la literatura (al amigo Julián, seguidor intermitente de este blog, le hizo mucha gracia eso de llegar a escritor a partir de la morcilla de ficción). Así que voy a transcribirles una de estas morcillas. Hombre, ya sé que, al lado del Quijote, esto desmerece mucho, pero viene a cuento y es gracioso, yo creo.

Como de costumbre, les pongo en situación. Yo llego al aeropuerto de Barajas para tomar un vuelo de Air France a París, donde he de reunirme con Philippe para viajar juntos a Colombo. El vuelo es a una hora intempestiva (Philippe administraba el presupuesto europeo con mano de hierro, era de la llamada cofradía del puño, y eso nos llevaba a viajar en vuelos un tanto estrambóticos) y encima con los controladores franceses en huelga. Para colmo, he debido previamente recoger una documentación en mi oficina, entonces en Arturo Soria, donde he dejado mi coche aparcado y me ha recogido un taxi al que he llamado por teléfono (no hay taxis a las 5 de la mañana en Arturo Soria). Les dejo con el texto. Que pasen ustedes un gran fin de semana, que llueva a cántaros y que se salve el Dépor.

Con la documentación completa, estaba en Barajas a las 5.30, veinte minutos antes de la hora fijada. El aeropuerto estaba vacío excepto una larga cola que había al fondo. Tras consultar una de las pantallas de horarios, me encaminé al mostrador que allí se me indicaba. Sí, lo ha adivinado el lector: a pesar de mi adelanto, la única y gigantesca cola era la del mostrador de Air France, como consecuencia de la huelga de los controladores franceses.

Me incorporé a la cola detrás de una señora de pelo rojo, con abrigo de pieles, maletas elegantísimas y un caniche mediano con un jersey de lana roja y negra precioso. Al ver por allí pululando a un empleado de Air France con el membrete en la solapa, lo llamé para asegurarme de que era la cola correspondiente al vuelo de París, lo que me confirmó. La señora del caniche, con un acento inequívocamente argentino, preguntó entonces –¿Y, supongo, es también la cola para Lyon? El tipo palideció y, muy azorado, le  anunció a la señora que el vuelo a Lyon estaba suspendido hasta el día siguiente. En ese instante, la señora se puso histérica y empezó a gritar y a llorar. ¡La reputa madre que los parió –decía– y perdóneme la expresión, joven, pero es que no hay derecho, mi vuelo era ayer y ya es el segundo madrugón que me obligan a darme para nada y yo solo quería ir a Lyon a pasar el puente con mi hermano y estoy pasando el puente de acá para ashá! El empleado intentaba balbucear alguna disculpa, reculando, ante la señora que le empujaba y avanzaba despotricando ahora sobre que encima se había pasado años en su tierra teniendo que aguantar toda esa mierda de la puntualidad europea y lo bien que funciona todo acá en el viejo continente, ché.

Captando la tensión de la situación, el perro, que se había quedado guardando la cola a mi lado, atado a los equipajes, se puso a ladrar como un poseso. Intenté calmarlo diciéndole calla bonito, tranquilo pequeño, esas cosas que suelen decirse a los perros, en parte por echar una mano y también por ver si disminuía el volumen de la escandalera que montaban entre la doña y su perro, que ya tenía polarizadas todas las miradas del vestíbulo. Pero no había modo. La señora iba aumentando el nivel sonoro de sus reivindicaciones y el perro el de sus ladridos.

En un momento dado, como en un climax operístico, la señora se dio la vuelta como un rayo y, dirigiéndose al perro, subió un tono más, hasta un agudo imposible, para chillarle: –Tais-toi, Fifí, qu’est ce que tu veux, me rendre folle ou quoi? El sobreagudo tuvo la virtud de producir un silencio inmediato, definitivo, absoluto, que duró unos cuantos segundos. Después la señora, con la compostura recobrada, recogió el carro de sus maletas y la correa de su perro y, con mucha dignidad, se fue tras el empleado, rumbo a las oficinas de la compañía Air France, supongo que a hacer su reclamación.

Al otro lado del hueco que quedó en la cola, había una pareja de cholos que se habían dado vuelta para ver mejor la escena y que, como estaban medio dormidos, se quedaron mirándome por pura inercia. Abriendo los brazos en un gesto de disculpa les dije: –Joder, cómo iba yo a saber que al perro había que hablarle en francés para que atendiera. El de la izquierda subió apenas un milímetro una de las comisuras de la boca, por cortesía; no les había hecho ni pizca de gracia mi chiste y hay que reconocer que no eran horas para esa clase de chanzas

En fin, pensé, no sé para qué me voy a Colombo, con la cantidad de cosas que me pasan aquí.

2 comentarios:

  1. Estupendas sus dos historietas caninas. Lo que ya no me ha gustado tanto es el ramen bar. Sentí curiosidad después de leer su blog y me acerqué con un par de amigos. Me pareció un tipo de comida muy primitiva, un simple plato de sopa en el que echan enteras cosas como un filete, medio huevo duro y unas verduras. Me pareció más próximo a la comida para perros. Y además bastante caro. ¿No decía usted que esa era la comida barata en Tokio?

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    1. Bueno, creo que es usted uno de esos tipos que, como le sucedía a mi padre, adoran los huevos fritos con patatas. Yo también, aunque mejor con un poco de chistorra.
      Mi hijo Kike, que vivió unos cinco meses por Corea, Malasia y Thailandia, llevó el otro día a unos amigos y certifica que el ramen es exactamente así. En lo que tiene usted razón es en el precio. Cenar allí sale por unos 30€. Esto es contradictorio con el carácter de los ramen bares de las ciudades asiáticas, pero aquí lo han montado un par de chefs españoles y su oferta va dirigida a esa élite del arte, gente guapa, famosillos, etc. De hecho, hay que reservar (sólo se puede hacer por Internet) y está lleno cada día.

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