Fernando Delgado, buen escritor
canario que un día ya lejano dejó su trabajo de locutor de telediarios para ponerse a
escribir como un loco, acaba de publicar su décima novela. Se titula “Me
llamo Lucas y no soy un perro” (2013-Planeta). La historia está ciertamente
contada por un perro de ese nombre, lo que pasa es que el animal no se siente
un perro, sino un miembro más de la familia. No lo he leído, pero las críticas
hablan de una historia de gran ternura y sutileza. El escritor se mete en la
mente de un animalito que observa su entorno con ingenuidad y sabiduría. A
través de su mirada humilde, leal, irónica y certera, el lector asiste a la disección de
una familia, en la que no faltan temas como la mentira, la hipocresía o la
sordera selectiva.
Atribuir a los animales un papel
central en una obra literaria, hasta el punto de convertirlos en narradores de
la historia, es una técnica muy usada desde la antigüedad. No hay más que
recordar a los fabulistas clásicos, como Esopo o La Fontaine. El propio Cervantes
utilizó esa argucia al escribir una de sus más conocidas Novelas Ejemplares: El Coloquio de los Perros, en donde
narra una historia a través de la conversación entre dos perros de Valladolid,
llamados Cipión y Berganza. Recientemente Els Joglars han convertido este
relato en obra de teatro.
Sin duda, mi novela preferida
entre las que están contadas por perros es Tombuctú
(Paul Auster, 1999). El protagonista, Mister Bones, es un perro sin raza definida,
viejo compañero de un vagabundo de Brooklin, llamado Willy G. Christmas, medio poeta,
soñador y bebedor empedernido, que tiene una bronquitis crónica de caballo. Las
descripciones que hace el perro de los ataques de tos que le dan a su amo son dignas
de Valle-Inclán. Presintiendo que se está muriendo, el bueno de Willy empieza a
pensar en quién puede hacerse cargo de su perro, y decide emprender un viaje
delirante a Baltimore, donde presume que vive todavía su vieja profesora de
literatura que le hablaba siempre de Tombuctú y otros lugares míticos, y de la
que no duda que acogerá al animal en su casa. Lo que sucede después no se lo
cuento, porque lo que tienen que hacer es comprarse este libro delicioso, del
que apenas les he desvelado el comienzo.
Entre los libros que tengo en
este momento pendientes de leer está Tiempo
de Perro (Patrice Nganang-2010, editada por El Aleph, con el patrocinio de
Casa África). Patrice Nganang es un joven escritor del Camerún que se gana la
vida como profesor de literatura francesa y alemana en una Universidad de
Pensilvania, desde donde mantiene un contacto permanente con su tierra a través
de Internet. Asistí a la presentación de su libro en Madrid y me emocionó la
forma entusiasta en que este intelectual africano habla de las nuevas
tecnologías. Cada vez que alguien del Camerún es encarcelado por expresar
opiniones contrarias al régimen, los exiliados que viven por todos los países
desarrollados del mundo lo saben al instante y empiezan la lucha por su
liberación. Y en sus campañas reciben apoyos de otros movimientos, internacionalizan
su protesta y acaban por sacar al tipo de la cárcel.
Tiempo de perro cuenta la vida cotidiana del barrio de Madagascar,
una de las barriadas más populosas, míseras y peligrosas de Yaundé, la capital
del Camerún. El narrador es aquí Mbudjak, el perro del dueño del bar El Cliente es Rey, un ex funcionario
estatal que se las sabe todas. Según se describe en la contraportada, Mbudjak
es un perro humanista, que basa su observación del mundo en una curiosidad universal
que le lleva a olisquear a todos los viandantes. Del resultado de esos
olisqueos deduce una serie de reflexiones que nos permiten conocer la vida callejera
de ese rincón perdido del mundo, en el que se habla una lengua mestiza que
entremezcla el francés, el inglés y el alemán con los idiomas locales.
Mundo perro era también el título de una película italiana de los
sesenta: Mondo Cane, dirigida por Walterio Jacopetti. El tal Jacopetti alcanzó una cierta notoriedad con una
película así llamada (Mondo Cane), que no tenía nada que ver con los perros. El
film, estrenado en Cannes, tenía una banda sonora muy pegadiza y estaba
compuesto por una serie de reportajes reales sobre escenas macabras de
fusilamientos, torturas y otras barbaridades, alternadas con otras algo más
suaves, como una en que unos chinos comían en un restaurante enormes montones
de hormigas fritas bien sazonadas. Animado por el éxito, comenzó a rodar
escenas para una segunda parte, pero fue detenido en África, después de que
unos soldados confesaran que les había pagado una buena cantidad de dinero para
que mataran a unos niños ametrallados delante de sus cámaras. Terminó en la
cárcel este siniestro precursor de las snuff
movies, y su nombre ha sido borrado de todas las enciclopedias del cine.
Por cierto, la película se estrenó
en la España de Franco, con el título de Ese
perro mundo, y quiero que reparen en ello. El añadido del demostrativo Ese no es casual, ni tan inocuo como
parece. Por el contrario, responde a una de las estrategias más sofisticadas e imperceptibles
de la censura cinematográfica. La misma que estaba en el origen de otros
añadidos que precisaban el lugar donde transcurría la acción. Un suponer: una
película que se llamase Corrupción
policial, aquí se estrenaba como Corrupción
policial en Nueva York. Así se precisaba que la corrupción no era genérica,
sino localizada en un punto externo a la España pacificada y honesta. Aquí no
pasaban esas cosas.
Del mismo modo, Mondo Cane, que podríamos traducir como Mundo Perro, o Mundo Cabrón, era un título extensible a todo el universo, incluida
la inmaculada España. Si le añadíamos Ese,
de una forma muy sutil estábamos dejando bien claro que no se trataba de Este, es decir, que había un mundo
exterior muy cabrón, y que aquí estábamos a salvo de ese desmadre; aquí estábamos
en un mundo tranquilo, ordenado, virtuoso y protegido del comunismo, gracias a
los desvelos de Francisco Franco, Caudillo de España por la Gracia de Dios.
Los censores franquistas hilaban
muy fino. Por ejemplo, la extraordinaria película de Billy Wilder Double Indemnity (Doble Indemnización),
se convertía aquí en Perdición. Un
título simplemente descriptivo del modo en que una genial (y sorprendentemente
guapa) Barbara Stanwick engañaba a un oscuro corredor de seguros para
convertirlo en cómplice del asesinato de su marido y repartirse con él esa doble
indemnización, se convertía por obra y gracia de la censura en un aviso al
espectador de que esa señora era muy mala y le podía llevar a la perdición. El
título original enunciativo adquiría aquí una valoración moral.
Cosas como estas se cuentan en el
libro La censura cinematográfica en
España (Alberto Gil-2009, Ediciones B). Es muy curioso, pero no pretendo
que se lo lean. Lo cito sólo para los que dicen que me invento las cosas. Si se
leyeran todos los libros que les cito, no les quedaría tiempo ni para dormir.
Les insisto, no obstante, en Tombuctú.
Si no lo han leído, no sé a qué esperan para bajar a una librería y comprárselo.
Que hay que apoyar al mundo editorial, hombre…
¿Lo que ponía en las pesetas no era "F.F. Caudillo de España por "una" gracia de Dios"?
ResponderEliminarPues no. Era "Caudillo de España por la Gracia de Dios". Y recuerda el chiste de la época: "Caudillo de España porque Dios es un gracioso". En aquellos tiempos éramos muy ingeniosos y decíamos también cosas como "Su Excremencia" y "El Jefe del Estado de calamidad en que vivimos". No había que decirlo muy alto, que te jugabas el bigote.
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