Desde que tengo coche híbrido y
hago conducción ecológica, no he vuelto a tener incidentes circulatorios como
los que solía contarles (posts #62, #85-86 y #110). Ahora los tengo de
peatón, qué le vamos a hacer. Dice mi ex-jefe y amigo Ch. que soy un broncas. Me
parece una caracterización un poco exagerada. Cierto que a veces me sale el
impulso de defender mi espacio vital de elementos que lo invaden pero, en
cuanto el contrario se disculpa mínimamente, doy el asunto por cerrado. No soy de
esos que insisten e insisten en la pendencia. Vean lo que me sucedió el otro
día en el Bar El Brillante, el de los mejores bocadillos de calamares del mundo.
El Brillante es un bar pasante, con dos fachadas. Se puede entrar por la plaza de Atocha y salir por el fondo frente al Museo Reina Sofía, cuya sede ocupa el edificio del antiguo hospital de Atocha. Este hospital, construido por Sabatini en el siglo XVII y originalmente llamado Hospital General y de la Pasión, funcionó hasta su cierre en 1965. Cuando yo llegué a Madrid en 1968, era un caserón cerrado y bastante deteriorado. Frente a él, la plaza estaba llena de dársenas de autobús. De allí salían todas las líneas que conectaban con las grandes barriadas y pueblos del sur. En esos años, El Brillante era un bar de paso, de estación de autobuses, donde los currantes hacían una parada breve antes de coger el bus para su barrio. De entonces conserva la estética un poco canalla, el exceso de luz, los brillos de dorados y cromados, la inmensa barra a los dos lados, el ambiente ruidoso. Y los camareros, que siguen siendo los mismos.
El Brillante es un bar pasante, con dos fachadas. Se puede entrar por la plaza de Atocha y salir por el fondo frente al Museo Reina Sofía, cuya sede ocupa el edificio del antiguo hospital de Atocha. Este hospital, construido por Sabatini en el siglo XVII y originalmente llamado Hospital General y de la Pasión, funcionó hasta su cierre en 1965. Cuando yo llegué a Madrid en 1968, era un caserón cerrado y bastante deteriorado. Frente a él, la plaza estaba llena de dársenas de autobús. De allí salían todas las líneas que conectaban con las grandes barriadas y pueblos del sur. En esos años, El Brillante era un bar de paso, de estación de autobuses, donde los currantes hacían una parada breve antes de coger el bus para su barrio. De entonces conserva la estética un poco canalla, el exceso de luz, los brillos de dorados y cromados, la inmensa barra a los dos lados, el ambiente ruidoso. Y los camareros, que siguen siendo los mismos.
Pero ahora, el edificio del
hospital se ha convertido en Museo (inaugurado en 1992) y la plaza se ha
librado del humo de los autobuses y se ha transformado en un ágora íntegramente
peatonal, repleta de turistas que acuden al conjuro de las exposiciones del
museo, casi siempre de interés. Los viejos camareros se han adaptado al cambio
de público. Ninguno habla inglés, pero todos saben cómo identificar los pedidos
de los guiris, cualquiera que sea el color de su piel. El resultado es
un local siempre lleno de personal mezclado, que son los que a mí me
gustan. El bar está en realidad formado por dos locales unidos. En la parte que
da a la plaza del Reina Sofía, predominan los extranjeros, turistas y
mochileros. Allí reina Álvarez, un veterano camarero asturiano, que se merece
una declaración de Bien de Interés Cultural. Bajando tres escalones se llega a
la parte de abajo, frecuentada por un público más tradicional.
Yo suelo entrar desde el Reina Sofía y quedarme en la parte alta, donde Álvarez sabe lo que quiero sólo con echarme una ojeada y ya me lo está poniendo casi antes de que me siente. Pero el día de autos esa zona estaba atestada de excursionistas de aspecto nórdico. Así que saludé a Álvarez y seguí a la parte baja, casi vacía. Eran las cuatro de la tarde, la hora de comer se me había pasado y pensaba pedirme un pepito de ternera y una jarra de cerveza, para tirar ya hasta la noche. La barra de la izquierda estaba prácticamente vacía. Sólo había un chino, más o menos en el centro, estudiando la carta sentado en un taburete.
De manera natural, me situé en el
punto equidistante entre el chino y el ventanal que da a la plaza de Atocha. Es
lo que acostumbramos a hacer los occidentales. Otro día les hablaré de la
proxémica, la ciencia que estudia la forma de colocarse en un espacio público
en las diferentes culturas, las distancias que suelen guardarse y todo eso. Me
pedí mi bocata y brindé a la distancia con el chino, que me devolvió el gesto
sonriendo. Acababa de pedirse una ración de calamares y ahora reclamaba
ketchup, mostaza y mayonesa.
Estábamos los dos comiendo
tranquilamente nuestras viandas, cuando entró al bar un grupo ruidoso formado
por cuatro o cinco señoras mayores hablando en voz alta como cotorras.
Siguiendo las reglas no escritas de la proxémica, deberían haberse situado en
el centro del espacio que quedaba entre mi persona y la ventana, pero la
primera que pilló barra se puso cerca de mí y las demás se desparramaron a su
izquierda, de forma que la última se me echó casi encima. Estaban eufóricas,
acababan de comer, seguramente con vino, y hablaban todas a la vez. Me resultaban
molestas, eran desagradables, maleducadas, hablaban a voces de personajes de la tele-basura, olían a
rancio y a polvos faciales baratos, como si se hubieran perfumado sin asearse.
La que tenía más encima, se removía
con gestos gallináceos y cada vez que se giraba me clavaba el bolso en los
riñones. Al tercer bolsazo, me bajé de la banqueta, me moví un metro hacia
mi izquierda, arrastré el taburete y me subí otra vez, alejándome de tan incómodas
acompañantes. Aproveché para saludar de nuevo al chino sonriente, dedicado con fruición a regar de ketchup sus calamares. Pero resulta que el gallinero que había invadido
mi espacio vital, obligándome a desplazarme, estaba incompleto: faltaba el
gallo. Por el espejo de la barra lo vi salir de los aseos atusándose todavía el
tupé, brillante de tinte. Era un tipo de edad, enjuto, chuleta, chaqueta
entallada de tonos oscuros y pañuelo saltón a juego. Mientras sus amigas se
abalanzaban a la barra, él había ido al baño a revisar su imagen de pinturero
veterano. Le rodeaban brisas de perfumería y tengo que reconocer que olía mejor
que sus compañeras.
Entonces el tipo va y se busca espacio en
la barra, entre las señoras y yo, para pedir a voces un chupito-sol-y-sombra.
Las mujeres le informan también a voces de algo muy gracioso que acaban de
contar, se le echan literalmente encima y el tipo me da el primer codazo en las
costillas. Cero disculpas. El grupo se sigue removiendo, han debido beber
copiosamente en la comida y están eufóricos. Les falta espacio, me van encimando
y, al tercer codazo del pinturero, no aguanto más, me bajo de la banqueta, me
vuelvo y les digo: JODER, ¿ES QUE NO HAY BASTANTE ESPACIO EN ESTE BAR TAN
GRANDE, COMO PARA QUE TENGAN QUE PONÉRSEME ENCIMA?
Silencio sobrevenido. El grupo, atónito,
se abre en arco para ver quién es el tipo que les ha cortado el rollo de forma
tan brusca. Bajo un poco el tono y continúo: “Es que ya me he tenido que correr
un metro para que estas señoras dejaran de darme bolsazos, y ahora viene usted
y me sigue achuchando”. El tipo engalla la figura, protegiendo a sus señoras
del energúmeno potencial, y esboza una disculpa con voz grave: no se han dado
cuenta, etc. Es suficiente para mí. Le digo que no pasa nada y que no me
importa terminarme el bocata al lado de ese chino tan simpático que tengo al lado, para que
tengan todo el espacio que necesiten. Y me doy la vuelta. El chino me anima a
sentarme a su lado con su sonrisa oriental y me ofrece calamares con kétchup.
Luego dice: “No chino. Coreano. Jimmy Cho”, y me extiende la mano. “¿Coreano?
Ah OPA GANGNAM STYLE”, le digo, mientras hago el baile del caballito. Más risas.
Seguimos comiendo juntos, es
simpático pero casi no habla español. Intento hablar con él en inglés, pero
tampoco nos entendemos mucho mejor. Le pregunto si es de Seúl y dice que no,
que es de Ansan City. El grupo del pinturero ha bajado bastante el diapasón,
les he cortado el rollo y lo lamento. Pero tenían que haber tenido un poco más
de cuidado. Me molesta que la gente actúe como si yo fuera invisible o formara
parte del mobiliario. Yo nunca me echo encima de nadie de esa manera. Cuando el
coreano y yo acabamos nuestros manjares, el grupo de al lado ha recuperando la
alegría y vuelven las explosiones de risa resonando en todo el bar, a cuenta de
los chistes del pinturero, que ha agarrado pista, a caballo del segundo
sol-y-sombra. Hasta los camareros se
desternillan con las gracias del tipo, que definitivamente se ha venido arriba.
Todo el bar está pendiente del ruidoso grupo liderado por el pinturero.
Y sucede lo que me temía. El tipo
ya domina la situación y empieza a incluir en sus chistes referencias al
incidente anterior que, al parecer, no ha dado por zanjado: NO OS RIAIS TANTO,
NO VAYAMOS A MOLESTAR A LA GENTE TAN FINA QUE VIENE A ESTE BAR, JAJAJAJAJA. He
pagado y me estoy despidiendo del chino sin hacerle caso al pinturero. Pero el
tipo insiste: JAJAJAJA, CUIDADO A VER SI
LE VAMOS A ROZAR OTRA VEZ A ESTE SEÑOR, QUE ANTES YA LE HEMOS ROTO TRES
COSTILLLAS, JUJUJUJU. Una de las señoras llora de la risa y se da golpes con la
mano abierta en un muslo. Parece a punto de mearse.
A mí ya se me ha pasado el
cabreo, pero creo que debo decirle algo. Si salgo agachando la cabeza sin
mirarles, el tipo habrá ganado la partida psicológica que me está planteando.
Así que, me pongo a su altura y le hablo sonriendo: “Sólo les digo una cosa.
Cuando entren en un bar, tengan cuidado de no echarse encima de los clientes,
porque les puede suceder que den con un tío con más mala leche que yo”.
Entonces el pinturero se perfila como para entrar a matar, junta los talones,
levanta la mano haciendo un círculo con dos dedos y sube aun más la voz para
que todo el bar oiga su proclama: “NO, ESO ES IMPOSIBLE, ALGUIEN CON MÁS MALA
LECHE QUE USTED NO LO HAY EN TODO MADRID”.
Esta vez sólo se rió una persona:
yo. No puedo explicarles por qué, pero salí del bar contento. Entré en la
panadería El Rincón y me compré una barra para la cena. La plaza de Atocha
relucía en todo su esplendor, llena de coches y autobuses. En las terrazas, las
señoras se abanicaban y los caballeros fumaban distraídamente, dejando correr
la sofocante tarde de verano.
Pero ¿de dónde salían las coimas del pinturero? ¡Qué clientela tan poco selecta, pardiez!
ResponderEliminarEran gallofa barata, herederos de la chusma que acometía Don Quijote con su lanza, al grito de ¡Atrás follones! Y de los que Jesucristo expulsó del templo a latigazos.
EliminarLos Brillantes suelen ser bares bastante ruidosos. ¿Se acuerda usted de aquel tan celebrado y tan frecuentado como el de Marqués de Zafra...???.
ResponderEliminarEn otro orden de cosas. Hoy en día casi ha desaparecido el camarero castizo, siendo sustituido por toda clase de "payo-ponys" procedentes de Suramérica. Una lástima, muy difícil de recuperar la verdadera identidad "barera" madrilera...
Un abrazo.
Hace años había muchos Brillantes (recuerda uno en Bravo Murillo, cerca de Cuatro Caminos). Luego la empresa se dividió, algunos cerraron y los que quedan son de dos propietarios peleados entre ellos. El de Atocha sigue y con los mismos camareros, un poco viejos, pero adaptados a los extranjeros que se comen las cosas más raras. Aquí no hay payo-ponys.
EliminarQuerrá decir que no hay payo-ponys en los Brillantes, porque en el resto de bares de Madrid...son una plaga.
EliminarClaro. Me refiero sólo al Brillante de Atocha. Por ejemplo, en el Puente de Vallecas hay otro Brillante lleno de payo-ponys. Y ni siquiera tiene bocatas de calamares.
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