domingo, 31 de marzo de 2013

108. El New York City Marathon

Entre todos los maratones del mundo, sin duda el más especial es el de Nueva York, que se celebra puntualmente el primer domingo de noviembre (el año pasado se suspendió por primera vez en su historia, a causa de los destrozos causados por el huracán Sandy). Yo lo corrí en 1987, seis meses después de acabar mi primer maratón en Madrid. Es una experiencia, al alcance de cualquiera, que les recomiendo vivamente, al menos una vez en la vida.

Es ciertamente una cita excepcional. Para participar en algunos de los maratones más renombrados, a menudo piden acreditar una marca mínima, lo que excluye a la mayoría de los corredores populares. Por ejemplo yo, con mis registros, no podría haber corrido nunca el Maratón de Boston. Sin embargo, el de Nueva York es diferente. Uno puede apuntarse a través de cualquiera de los sistemas establecidos y, si entra en la lista (que se va llenando por riguroso orden de petición), podrá hacer el recorrido en el tiempo que quiera, andando, dando un paseo, parándose cuando le dé la gana y llegando a la meta al día siguiente, si quiere. En todo momento, mientras siga en carrera, estará cubierto por la organización, protegido por policías en moto y bajo la póliza de seguros colectiva que cubre a los corredores.

En Madrid, uno se beneficia de estas condiciones mientras se mantenga por delante del coche escoba, que se mueve a la velocidad necesaria para hacer el recorrido en seis horas. Si te rebasa el coche escoba, te quedas fuera del seguro, te abren el tráfico y te quedas solo y jodido en medio de la ciudad recuperada para la rutina, después del breve interregno de excepcionalidad y fiesta urbana, que supone el Maratón. Porque eso es en definitiva el Maratón: una fiesta urbana que paraliza durante unas horas toda la actividad de la ciudad.

El año en que yo corrí en New York, mucho después de llegar a la meta, cuando regresaba a mi alojamiento, abrigado con un chándal y cargando la mochila con mis cosas, presencié una escena insólita. Un anciano de no menos de noventa, caminaba sonriente por la calle 59, con su dorsal sobrepuesto sobre la camisa, a punto de entrar en Central Park. Iba a buen paso, en medio de la noche neoyorkina, protegido del tráfico por un par de motos de la policía. De vez en cuando levantaba una mano para saludar, eufórico y feliz, a los transeúntes que le aplaudían. Otras veces hemos visto en la tele participantes obesos, cojos, trasplantados de corazón, o conectados a una bomba de suero, cuyo trípode arrastraban ellos mismos por la calzada.

Para apuntarse a esta carrera hay que tener la ilusión suficiente para compensar el costo del capricho, que es bastante elevado (no les engaño). Los americanos tienen unas posibilidades de acceder más factibles, pero los extranjeros deben apuntarse a uno de los escasos viajes organizados, a los que la organización asigna cupos, muy al estilo yanqui. En los ochenta, sólo dos personas disponían de esos cupos en España: Fernando Pineda en Madrid (con el que yo fui) y otro en Barcelona. Desconozco si ahora hay algún otro, pero me temo que no. En 1987 intenté que un amigo residente en NY me inscribiera. Aunque mi amigo era nada menos que el Director de la Casa de España en Nueva York, pues no consiguió burlar la estructura. Por otro lado, en ese fin de semana los vuelos a la ciudad son los más caros del año (y los de los findes anterior y posterior, los más baratos, pista que amablemente facilito a los no corredores).

La inscripción a través de Pineda se cierra aproximadamente por estas fechas en que estamos, es posible que ya no haya plazas. El paquete que te ofrecen incluye los vuelos en avión regular de Iberia y estancia de tres o cuatro noches en un hotel de categoría alta cerca de la meta de Central Park, así como transporte en autobús a la salida de la carrera, que está en el lejano distrito de Staten Island. En esos días hay una serie de actividades complementarias opcionales. El día antes hay una carrera de cinco o seis kilómetros por Central Park y una comida de pasta multitudinaria. La mañana de la carrera, el autobús ha de llevarte muy temprano, antes de amanecer, para acceder al punto de salida con tiempo suficiente. El autobús, que cruza a New Jersey para acceder por detrás a Staten Island, te lleva por un recorrido fantasmal, vacío de personal (nadie madruga tanto en domingo), hasta llegar a la gran explanada junto al Puente Verrazano.

En esa explanada, uno debe aguardar entre una y dos horas, en medio de una multitud que entretiene la espera como puede (22.000 el año en que yo corrí, ahora creo que muchos más), hasta que suena la señal de salida, en cualquier otra carrera un disparo de pistola, aquí el estampido de un cañonazo, todo es más grande en NY. Como suele hacer bastante frío, la gente pasa esta larga espera abrigada con jerseys y chandals viejos que, al empezar a correr, se tiran al suelo. Voluntarios de la carrera pasan después y los recogen con destino al Salvation Army. Las mujeres salen por un camino distinto y cruzan por el nivel inferior del Verrazano, en dirección a Brooklyn. Los hombres van por el tablero de arriba. Esta separación se hace para proteger a las mujeres de codazos y empujones en la salida. Aquí pueden ver las típicas imágenes de la salida de Staten Island y el paso sobre el Puente Verrazano.

Ya en Brooklyn, se toma la Cuarta Avenida en dirección norte, una amplia vía con un bulevar central, que las mujeres afrontan por el lado izquierdo y los hombres por el derecho. Al final, ya todos juntos, hay que doblar a la derecha por Lafayette, hasta alcanzar la Bedford Avenue, que recorre el barrio de los judíos ultraortodoxos. La gente de la ciudad da el día por perdido para otros asuntos y sale a jalear a los corredores. Amas de casa sacan una pequeña mesa delante de su casa con naranjas cortadas en trozos, kiwis y rajas del melón francés que allí llaman cantaloupe, y las reparten hasta que se terminan. Los niños extienden la mano para chocarla con los corredores y todo el mundo apoya y se enrolla.

La carrera continúa hacia el norte hasta el Pulasky Bridge, por donde se accede brevemente a Queens, el distrito a priori más feo de New York. En ese puente está el indicador de la media maratón. El recorrido se desarrolla sobre todo en los distritos de Brooklyn y Manhattan, pero pasa por los otros tres de forma testimonial. Se accede a Manhattan por el Queensborough Bridge, que atraviesa sobre la isla Roosevelt, e inmediatamente se toma la Primera Avenida en dirección norte. Tras un breve paso por el Bronx, se regresa a Manhattan, en donde se hace un largo recorrido por Harlem, amenizado por bandas de jazz apostadas en todas las esquinas, que tocan enloquecidamente temas bebop y viejas marchas de New Orleans. Por la Quinta Avenida se toma el lateral del Central Park, en el que se entra una vez superado el gran Reservoir Lake, para recorrer varias de sus calzadas interiores.

Al  sur del Central Park se sale un momento a la Calle 59, hasta Columbus Circle, y se entra de nuevo en el parque, en donde está la meta, al lado de la Tavern on the Green. Como de costumbre, te echan por encima una manta térmica de aluminio y te atienden después de tu hazaña. El recorrido es bastante llano, si bien los dos puentes que se cruzan en la mitad del trayecto machacan bastante, por la pendiente de las rampas de acceso y por el piso de rejilla metálica tipo tramex, apenas suavizada por una alfombra roja. Los trozos en el interior del Central Park tienen montañitas bastante puñeteras también y te pillan muy al final. El resto es llano y fácil. Pero no es un lugar para hacer la marca de tu vida.

Lo que puedo asegurarles es que no hay mejor forma de ver una ciudad que recorrerla a la carrera por las calles libres de coches. La noche después, los que todavía conservan fuerzas se van a la disco o a beber cerveza. El resto descansan. Al día siguiente recomiendan salir a dar un trotecillo para soltar los músculos. Y negociando con Fernando Pineda, puedes conseguir que te retrase el billete de vuelta para una semana después, y quedarte a hacer una visita turística más larga, buscándote el alojamiento por tu cuenta. Así fue como yo lo hice.

¿Qué? ¿No se animan a un plan tan completo?

viernes, 29 de marzo de 2013

107. Punto y seguido al Hombre Nuevo.

Así, sin enterarnos, se ha terminado el invierno. Bueno, esto a lo que ahora se llama invierno. Hace años que no salgo a correr con mi equipación invernal (chándal completo), para no asarme. A lo más que llego es a usar lo que antes consideraba equipación de entretiempo: mallas y una sudadera fina sobre la camiseta. Pero es que este año ni siquiera he duplicado el edredón. Tengo un edredón divisible en dos partes, una fina y otra gruesa, que pueden usarse solas o, las dos al tiempo unidas con unos automáticos, versión que se reserva para las noches más frías del final de enero. Bien, pues este invierno, o lo que sea, me ha sido suficiente con el semiedredón más grueso. Si esto no es el calentamiento global, que venga Dios y lo vea. Y si no, que envíe al bueno de Francisco (desde Juan XXIII no me caía tan bien un Papa).

Pero es que, de un plumazo, resulta que también nos estamos quitando de en medio la Semana Santa, que este año se adelanta para acompasarse al calendario lunar precristiano, sobre el que les hablé en los posts #63 y 68. Y otra vez, como cada año, contemplamos estupefactos cómo radios y televisiones dedican la mayor parte de su tiempo a contar procesiones, algo aun más aburrido que las retransmisiones de corridas de toros. Y uno se pasa el rato haciendo infructuosamente zapping para intentar librarse de los rostros llorosos de niños y mayores, porque, para variar, la procesión X no puede salir por la lluvia. Es algo tan previsible y coñazo, como lo de que el Gordo de Navidad salga mu repartío.

Esto de la lluvia en las procesiones de Semana Santa deberían hacérselo mirar los beatos. Mira que cada año juegan al trilero con el calendario, para despistar a la climatología. Hasta que se sabe cuando cae el Viernes Santo, se vuelve uno majareta. Pues nada: llega la fecha señalada, cada año diferente, y la noche del Jueves Santo cae un diluvio. ¿No será que Dios les está dando una especie de aviso reiterado? ¿No estará el Altísimo haciéndoles ver que está hasta la mitra de estas manifestaciones de idolatría semipagana convertidas en atracción turística? Mi ya admirado Papa Paco, lo ha celebrado saliendo a un centro de internamiento de menores delincuentes a lavarles los pies a seis internos, dos de ellos mujeres, y al menos uno, que se sepa, musulmán. Quizá Dios guste más de este tipo de gestos y por eso al Papa no le llueve.

Pero es que, además, estamos en el siglo XXI. No se les ha ocurrido a las cofradías que existe un invento maravilloso llamado lona vinílica. Cualquier marca de toldos te fabrica unas carpas portátiles, que permitirían llevar al santo bien protegido. Pues nada de carpas, a esperar a ver si llueve y luego a quejarse y llorar como todos los años. Tampoco se les ocurre sacar los pasos en carritos con ruedas, o llevados por tractores. Nada de eso: a lomos de los costaleros, como en la Edad Media. Por no hablar de la posibilidad de pasear un santo virtual, un holograma, o una pantalla de plasma, con su cubierta vinílica, por supuesto. Si Rajoy puede dar una conferencia de prensa a través de una pantalla de plasma, los beatos podrían solucionar así las procesiones. Al fin y al cabo, Rajoy lo hizo para guarecerse de la previsible lluvia de preguntas.

Además de todo esto, en un par de días nos cambian el horario y pasamos a tener otra vez unas tardes como Dios manda. Esto del cambio de horario me ha parecido siempre una gilipollez. Yo mantendría todo el año el horario de verano. Creo que así se nos haría menos duro el invierno, al evitar la tristeza de esas tardes que se acaban a las seis. No me extraña que en los países escandinavos haya tantos suicidios. El ahorro de energía que se consigue con este baile de horas, yo creo que se neutraliza con la disminución de rendimiento laboral producida por las alteraciones que las personas más sensibles sufren en cada cambio, una especie de jet lag en parado. Especialmente sensibles a estos cambios somos los mayores con insomnio y los niños. Además de algunos animales: yo tuve un gato que se deprimía con el cambio de hora del equinoccio de otoño. Se pasaba varios días sin lavarse la cara ni atusarse los bigotes hasta que se hacía a las nuevas coordenadas.

Todas estas cosas (Primavera, Semana Santa y cambio de hora) me han pillado distraído con el traslado de mi oficina. También se me ha pasado festejar el primer semestre de este Blog, que tuvo lugar el pasado día 19 de marzo, San José. Y celebrar la visita nº 6.000, que ha llegado también en estos días. Cuando empecé en este empeño, muy pocos esperaban que estuviera seis meses colgando entradas a este ritmo. Pues nada, pondré la voz atiplada del Caudillo y proclamaré: “se creían ustedes que no iba a durar y aquí me tienen, después de haber pasado tres viajes, dos vacaciones, un chequeo, un traslado de oficina y un pertinaz diluvio”.

En cuanto a lo del chequeo, ante la avalancha de preguntas sobre su resultado (ni uno solo de mis lectores se ha interesado por mi salud), pues tengo que parafrasear ahora a Kid Tarao, famoso personaje televisivo de Tony Leblanc: estoy hecho un mulo, tío, al Moreno le voy a arrear hasta en el carné; si es que estoy todo el día del gimnasio a la Casa de Campo y de la Casa de Campo al gimnasio. Bueno, esa era mi situación al final del chequeo. Pero al día siguiente, se me ocurrió levantar una de las cajas de libros del traslado y, desde entonces, estoy hecho un cuatro. Bueno, talmente como esos tipos de los pueblos que van doblados y, cuando preguntas, te dicen: al Telesforo es que le dio un aire. Con motivo de ello, ya no puedo correr, hasta que se me pase la cuatrez y pueda retomar el entrenamiento.

Como tenía alto el colesterol, me han dado una pastilla que debo tomar cada noche. Ahora, con la pastilla, puedo comer lo que me dé la gana. Todo son novedades. No sé si será la primavera, pero yo estoy encantado con la nueva oficina. Cierto que me he esforzado en mentalizarme para que no me afectase mucho, pero es que me siento eufórico y no echo para nada de menos el viejo caserón de Guatemala. Es verdad que tardo un poco más en llegar por las mañanas. Pero subo y me encuentro en una open office con un horizonte interior muy amplio, en el que se hace mucha vida social. Por ejemplo, cada vez que mantengo una conversación telefónica para echarle una bronca a alguien que me anda fastidiando, en cuanto cuelgo, se escucha a un delineante que, desde el fondo, grita: “Ahí has estao tú muy bien, Emilio”. Para cuando necesite un mayor aislamiento, me he comprado unos cascos de los grandes, de los que usaban los músicos de antes en las grabaciones.

En resumen: que he pasado página. Están ustedes ante el Hombre Nuevo, primaveral, optimista, bajo en colesterol, con la ITV superada, con nuevo despacho (es un decir), con la casa llena de las plantas que me he llevado del despacho viejo, con mi Smartphone cargado con la música que más me gusta y mis auriculares a estrenar, listo para continuar la pelea y seguir escribiendo en mi Blog, mientras paso la mañana bailando al son que me toquen. ¿Acaso debería estar amargado? Yo creo que no. Sólo me falta que el Deportivo salga del Domingo de Resurrección con posibilidades de quedarse en Primera. Para eso debe ganar o empatar en casa del Mallorca. Veremos. El Deportivo es también un Equipo Nuevo, desde que ha llegado un entrenador de la tierra, que lo primero que ha hecho es mandar a la grada al negro Evaldo. ¡¡¡Arre Carallo!!! 

lunes, 25 de marzo de 2013

106. La Venencia


–Al Urdangarín ese, tienen que echarlo. El Borbón no puede consentir ese despelote. Ese tío fuera de la familia ya, sin más miramientos. A tomar por culo.
–Estoy de acuerdo. El problema es que la niña le quiere.
–¿Sí? Pues entonces, fuera los dos. Se les compra discretamente una casa en el extranjero, lo más lejos que se pueda, y a esperar a que se calme el cotarro.
–¿Y qué te crees que es lo que han hecho?

Los que así hablan con acento madrileño cerrado son dos tipos de edad, bien maqueados, de aire grave, gorras de chulapo, caída de ojos idéntica, pañuelos de seda al cuello y chaquetas grises entalladas, que apuran sendos manzanillas acodados a la barra de la taberna gaditana La Venencia, sin duda uno de los lugares más singulares de Madrid. La conversación entre estos dos personajes, que parecen escapados de una zarzuela, transcurre entre llamadas que les entran a sus móviles respectivos, por asuntos de negocios. Sus respuestas desvelan que los dos se dedican al lucrativo negocio de la reventa de entradas para el fútbol y los toros.

La Venencia se merece sobradamente un post exclusivo en este Blog, donde ya ha sido mencionada de pasada. Al menos yo, no conozco un bar igual. Para empezar, es un lugar que no atrae por la fachada a los paseantes. El bar vive de clientes fijos, extranjeros que han tomado la referencia de alguna guía de trotamundos y no les da miedo entrar, y gente como yo, que fueron llevados allí por alguien que lo conocía, y ya no han dejado de volver. La taberna toma el nombre del pequeño cacillo plateado al final de una larga guía flexible, que se usaba para escanciar directamente del barril una pequeña muestra en el catavinos, para que la probase el comprador de la barrica. Existe incluso el verbo venenciar, que es lo que hace la joven de esta imagen.
   
Situado en el 7 de la calle Echegaray, en pleno Barrio de las Letras, lo primero que piensa el viandante casual que pasa por delante, es que esa portada de madera envejecida, esa escasa luz interior, delatan un establecimiento cerrado hace años. Pero uno empuja la vieja puerta, que abre a la contra de la actual normativa de seguridad en locales, e inmediatamente ingresa en un mundo que parece sacado de una novela de Baroja. El local es estrecho y alargado, con la barra a la izquierda y, tras ella, una batería de estantes hasta el alto techo, cuajados de viejas botellas de vinos andaluces, uniformadas bajo una gruesa capa de polvo que impide ver las etiquetas.

El bar abrió en 1922, o sea que sólo tiene 90 años, pero el polvo de las botellas parece no haberse limpiado nunca. Tras la barra se alternan los miembros de la familia propietaria, todos de buena planta, rostro serio, un cierto aire de banderilleros, mínimos gestos revestidos de una gravedad casi lúgubre y sin ningún alarde de amabilidad ni propensión a empatizar con el cliente novato. En el espacio del bar, una sola hilera de mesas pegadas a la pared opuesta a la barra, donde se sientan preferentemente los guiris y los que vienen en grupo. Acodados a la barra, los clientes veteranos, a juego con los que atienden, hablan bajo escatimando gestos: una indicación con el pulgar hacia abajo es suficiente para que te rellenen la copa.

En La Venencia se toma exclusivamente vino de Jerez: Manzanilla, Amontillado, Oloroso y Palo Cortado. La palabra “exclusivamente” es literal: no hay cervezas, ni cocacolas, ni café ni otros licores. Si se te ocurre pedir alguna de estas bebidas, te miran con condescendencia y te explican en dos palabras la situación. Como mucho, pueden acceder a ofrecerte un vaso de agua del grifo. La pared opuesta a la barra, como la de la puerta y la del fondo, están decoradas con carteles de las sucesivas Ferias Anuales de la Vendimia de Jerez, los más antiguos ya mimetizados con la pintura de la pared, llena de desconchones medio caídos.

Se pueden picar algunas cosas: aceitunas de Campo Real, mojama, huevas, queso y chorizo, todo acompañado por picos al estilo sevillano, en tapas, medias raciones y raciones completas. También hay cacahuetes, pero nada más. Tanto el vino, como las cosas de comer, son de primera calidad y los precios bastante bajos. La cuenta se apunta con tiza en la barra, a la antigua usanza, añadiendo renglones si repites, sumando al final a mano y borrando tras el cobro con el trapo que los cantineros llevan colgado a la cintura.

Pero las peculiaridades no acaban aquí. Está prohibido sacar fotos del interior. Si haces el simple gesto con un móvil, se ponen bastante nerviosos. Si un grupo habla muy alto, pueden pedirle que baje el tono, en un lugar en el que no se permite cantar. Tampoco se admiten las propinas: si dejas una cantidad que exceda la cuenta que te dicen, aunque sean cinco céntimos, son capaces de salir corriendo detrás de ti hasta la calle para darte la monedita.

La historia del bar habla de que ha ido pasando por sucesivas familias, de diferentes ideologías y criterios, pero todas respetuosas con este tipo de peculiaridades. Durante la guerra, era lugar de cita de los milicianos republicanos, que se reunían a conspirar y a reponer fuerzas tras los combates. De esa época vienen las manías de no permitir las fotos (para no dar información a los espías franquistas) y no admitir propinas. De entonces son también la vieja caja registradora en desuso, o el cartel de latón que reza: No escupir en el piso, referencias de tiempos olvidados.


Al fondo, tres escalones te permiten subir a un pequeño altillo donde hay una mesa grande de la misma madera oscura y unas cuantas sillas desparejadas. Si quieres ocupar esa zona debes pedir la consumición en la barra y subírtela tú mismo. Un viejo gato negro pulula por allí, más pendiente de que le hagan alguna caricia (llega a subirse a tu regazo si le caes bien) que de las sobras que le caen de la mesa, que a menudo se limita a olisquear desdeñosamente. Alguna vez lo he visto reclamar de los clientes más próximos a la puerta que le abrieran, con gestos muy expresivos, para salir a instalarse en el centro de la calzada, a tomar el sol que nunca entra en el bar. Y quitarse del medio sin prisas, si viene un coche por esta calle de preferencia peatonal, para regresar al bar empujando la puerta con gesto displicente.

Hemingway descubrió este bar en sus primeros viajes a España en los años 20, junto con La Cervecería Alemana y El Sobrino de Botín, entre otros, además del Hotel Palace, donde solía hospedarse. Durante la República, frecuentaba la taberna para documentarse y escuchar conversaciones que luego incorporaba a sus novelas. Cuando regresó en los años 50 y 60, solía encontrarse aquí con sus amigos Dominguín y Antonio Ordoñez. El espíritu del autor de Por quién doblan las campanas parece sobrevolar entre los estantes con las botellas barnizadas de polvo centenario, en la penumbra cómplice de este lugar único, de ambiente vetusto, donde viejos taurinos, reventas añejos y chulapos veteranos intercambian opiniones cargados de razón.

sábado, 23 de marzo de 2013

105. Queer. What’s that?

Eso digo yo. ¿Qué significa exactamente queer? Hasta hace unos días desconocía totalmente este término y les cuento cómo llegué a plantearme esa pregunta. Como saben, estoy suscrito desde hace años a una página en la que se informa de la convocatoria de premios literarios en todo el ámbito de Latinoamérica y España. Tengo el vicio de consultarla de vez en cuando, por ver si puedo presentar alguno de los textos que tengo escritos y con los que ya he ganado un premio de novela corta y he estado entre los finalistas de otros dos
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En las Bases, casi siempre hay alguna condición que me inhabilita para presentarme. Por ejemplo: concursos para jóvenes valores, o para nacidos después de 1968, o para estudiantes de una determinada carrera, o de relatos de fantasía, o de terror, o de ciencia ficción, o sobre mujeres, o minusválidos, o de temática de abogados, o premios exclusivos para mexicanos, argentinos o bolivianos, o de microrrelatos (soy incapaz de escribir algo tan corto).

Entre todos estos, durante años he tenido que desechar también el Premio Terenci Moix, de temática gay o lésbica, porque no tengo nada escrito al respecto. Con esa denominación, el premio se convocó y falló puntualmente hasta 2009. En 2010 quedó desierto, circunstancia que no sé si tuvo algo que ver en el cambio de nombre del certamen. A partir de 2011, pasó a llamarse Premio Fundación Arena de Narrativa GLBT. La Fundación Arena es la misma que lo organizaba hasta entonces y las siglas corresponden a gays, lesbianas, bisexuales y transexuales. Nada que objetar hasta aquí.

El problema es que este año el premio se llama igual, pero hace referencia a Narrativa GLBTQ. ¡Joder! Ha aparecido una Q. Y digo yo: ¿qué coño es esa Q? Buceando en las Bases, he averiguado que la q corresponde a queer. Tengo claro lo que es un gay, una lesbiana, un/una bisexual y un/una transexual. Como no sé lo que es queer, lo he mirado en la Wikipedia. Y tengo que confesarles que, después de varios días buscando, sigo sin saber lo que es.

Vamos por partes. Estamos hablando del peliagudo tema de las identidades sexuales, un asunto que lleva a una serie de denominaciones con las que determinadas personas se identifican. Esas identidades a menudo van ligadas a una determinada sexualidad, a unos signos externos con los que se manifiesta, tanto estéticos como de comportamiento, y, en definitiva, a una forma de que las gentes de una determinada tendencia se reconozcan entre ellas con facilidad (aunque los hay que siguen dentro del incómodo armario, obsesionados en disimular su condición). En ese contexto, yo busco queer y encuentro que existe un colectivo que al parecer se identifica con ese calificativo. La Wikipedia incluye una definición que les transcribo:

La teoría queer rechaza la clasificación de los individuos en categorías universales como "homosexual", "heterosexual", "hombre" o "mujer", "transexualidad" o "travestismo", las cuales considera que están sujetas a restricciones conceptuales propias de la cultura heterosexual, y sostiene que éstas realmente esconden un número enorme de variaciones culturales, ninguna de las cuales sería más fundamental o natural que las otras. Contra el concepto clásico de género, que distinguía lo "heterosexual" socialmente aceptado (en inglés straight) de lo "anómalo" (queer), la teoría queer afirma que todas las identidades sociales son igualmente anómalas. Parte, por tanto, del rechazo a la realidad factual que supone el hecho biológico de la homosexualidad/ heterosexualidad, la existencia de individuos "hombre" o "mujer" en la especie humana, para limitar dichos conceptos a la perspectiva que una sociedad y/o cultura concreta tengan de ellos dentro de las relaciones que se establezcan entre sus miembros.

Tal vez yo sea un poco ceporro, pero díganme: ¿han entendido ustedes algo? No pretendo bromear con un tema tan serio, pero yo leo el texto anterior y, como suele decirse, no lo pillo. Un poco más abajo, dice lo siguiente:

La teoría queer parte de la consideración del género como una construcción y no como un hecho natural y establece ante todo la posibilidad de repensar las identidades desde fuera de los cuadros normativos de una sociedad que entiende el hecho sexual como constitutivo de una separación binaria de los seres humanos; dicha separación estaría fundada en la idea de la complementariedad de la pareja heterosexual.

Muy bien, vamos a suponer que estoy de acuerdo. Yo también creo que no hay diferencias naturales entre los géneros y que la división de los humanos en sexos y categorías es una construcción social (obviaremos el hecho indudable de que a unos nos cuelga entre las piernas una parte del cuerpo ciertamente característica, y a otras no, entre otras diferencias no menores; estamos en una mera hipótesis). Como los queer niegan esa división, está claro que no se sienten (y por tanto no son) heterosexuales, ni gays, ni lesbianas, ni bisexuales, ni transexuales, ni travestis, puesto que consideran todas éstas categorías como sociales, inventadas y no naturales. Está claro lo que no son. Pero mi pregunta subsiste: ¿qué coño son? 

Me disculpo por el uso de la palabra coño, no por malsonante, sino porque, en la deriva que estamos tomando, seguramente se entenderá que hace referencia a una caracterización binaria, social, demodé y empobrecedora de la realidad natural de los humanos. Repito que soy un poco lerdo para estas cosas, pero es que sigo sin ver a los queer como una quinta categoría. Entro en sus propias Web y todas reiteran lo mismo: el rechazo a la división de géneros.

Definitivamente perplejo, opto por dejar Internet y preguntar a uno de mis amigos del mundillo gay. Me dice que no hay nada más, que la ideología queer se limita a eso, a rechazar la división por sexos, y es una línea de pensamiento que surge a la contra. Que los gays fueron en su día un movimiento muy combativo e interesante, hasta que se acomodaron y se domesticaron. Y que ahora hay una nueva generación de homosexuales, que rechazan esa integración y pretenden recuperar el viejo espíritu de lucha contra lo establecido. Por eso rechazan la denominación amable gay (alegre) y reivindican el vocablo queer, que en el mundo anglosajón se utilizaba como insulto (como maricón, en español).

Vale, ya lo voy entendiendo. En coherencia con eso, en Argentina existe una Federación GLBT, cuyo periódico digital se llama precisamente Queer. Pero volvamos al premio de la Fundación Arena. Si no he entendido mal el asunto, incluir a los Q como una quinta categoría a sumar a los GLBT, es una verdadera gilipollez. Lo que estos señores/ñoras quieren, es precisamente obviar las categorías, no ser una más. Lo suyo es una ideología transversal, que niega la necesidad de dividir al ser humano en esas categorías. Creo que no se han enterado de nada, estos de la Fundación.

Pero la cosa tiene una última derivada sorprendente. Porque, si se admiten textos de temática Q, a lo mejor yo podría presentarme a ese premio. Precisemos: para concursar no se exige que el autor sea G, L, B, T, ni siquiera Q. Sólo debe serlo su texto. A finales de 2008, cuando yo escribí mi premiada novela La Human Race sin siquiera sospechar que existía una temática queer, esbocé un personaje, Rosa, la chica antagonista, que rechaza que la encasillen como lesbiana o heterosexual. Cuando el protagonista le pide que se defina de una vez en uno u otro sentido, se cabrea hasta tal punto que le lanza la siguiente parrafada:

Si es que la prensa y la televisión tienden a crear categorías excluyentes y eso es falso. Los medios modelan una opinión políticamente correcta que está hecha de definiciones: blanco o negro. Y eso no son más que estereotipos. Las tendencias sexuales no son compartimentos estancos. ¿Tú has estado siempre seguro de tu orientación sexual? 

Así lo escribí y así quedó publicado. ¿No me digan que esta declaración no constituye un alegato queer en toda regla? ¿No creen que mi novela podría concursar al premio de la Fundación Arena? No, si al final va a resultar que soy una especie de protoqueer.
   

jueves, 21 de marzo de 2013

104. Últimos días en el Puesto de Guatemala

Esta mañana he terminado de meter mis enseres más elementales en cajas selladas y etiquetadas con mi nombre y el número del despacho (es un decir) adonde serán llevadas durante el fin de semana que comienza mañana, Viernes de Dolores, santo de lolas y lolitas. Mañana acudiré por última vez al viejo y querido edificio de Guatemala 17, donde he tenido el privilegio de trabajar para la ciudad de Madrid a lo largo de treinta años y donde ya no tendré ordenador ni pertrechos de trabajo. Por última vez tendré la ocasión de observar la ruina de los pasillos helados, las toneladas de papeles y documentos amontonados por las esquinas, los muebles desechados en los despachos abandonados para siempre. 

Como ya he cumplido mi tarea y no sé qué otra cosa podría hacer mañana, me voy a llevar mi cámara de fotos para hacer de notario del desahucio. Haré un reportaje completo, pero no creo que lo cuelgue en el Blog. La cosa no está para bromas y yo no quiero jugarme el bigote por un asunto tan baladí; al fin y al cabo, la desolación de un edificio administrativo vacío y listo para ser demolido es exactamente como ustedes se la imaginan. Sólo para los que allí hemos desarrollado una actividad profesional, podría tener algún valor sentimental. Quién esté en ese caso, que me pida una copia de las fotos. No tendré inconveniente en facilitársela.

A partir del lunes dejaré de tener despacho propio y pasaré a estar en medio de una open office, como la que salía en la película El Apartamento, que supongo que todos habrán visto. Como recordarán, el personaje de Jack Lemmon va ascendiendo en la jerarquía a base de prestar a sus jefes el apartamento del que es arrendatario, para que lleven allí a sus conquistas ocasionales. Precisamente, uno de los síntomas primeros de ese ascenso es que el hombre pasa a tener despacho propio, con ventana a la calle. 

Me cuentan los que allí están instalados desde antes de Navidad, que las coordenadas en las que se desarrolla el día a día son peculiares. Que los que antes se encerraban para concentrarse y rendir más, ahora rinden menos. Y los que lo hacían para escaquearse, ya no pueden echarle el mismo morro, porque todo el mundo los ve. Así que el resultado es que el rendimiento se ha homogeneizado y ahora todo el mundo trabaja “moderadamente”, utilizado este adverbio en el sentido gramatical estricto (Diccionario de la RAE) y no como han dado en usarlo los meteorólogos de la tele, para los que moderado es el grado anterior a fuerte.

El nuevo edificio está en una zona periurbana sin viviendas ni panaderías ni kioscos de prensa. Lo único que hay, aparte de oficinas, son Bancos y algunos bares impersonales y sin sabor alguno. Los compañeros se sienten en cierta forma sitiados, porque no hay adonde ir en la media hora de asueto de que disponemos a media mañana, y nadie se queda tampoco al salir, a tomar una caña con los colegas, como hacíamos en el entorno del viejo caserón de Guatemala. A cambio, parece que se hace mucha vida social en el interior, que es imposible abstraerse, que tienes que participar en las conversaciones y en la actividad común aunque no quieras. Si estás triste, te preguntan qué te pasa y no te queda otra que explicarlo. Y si te ven eufórico, lo mismo.

Confío en que el asunto no me afecte demasiado. Tendré que hacer de la necesidad virtud, y desde ya voy mentalizado para ser feliz caiga quien caiga. Pero soy consciente de que, cuando un grupo cohesionado se ve encerrado en un lugar ajeno y se siente sitiado, las relaciones entre los colegas a menudo se agrietan, los amigos acaban distanciándose y el edificio, percibido desde el principio como un enemigo, puede acabar por destruir al colectivo.

Algo así se cuenta en la novela Últimos días en el Puesto del Este, un libro terrible y a la vez desbordante de ternura, debido a la pluma de la escritora y periodista Cristina Fallarás. La historia de esta mujer es tremenda desde que empezó en 2008 a sufrir en carne propia la crisis que venía, adelantándose a lo que mucha gente está padeciendo ahora. Les pongo una foto para que vean lo guapa que es esta mujer pelirroja, apasionada y de prosa hipnótica. 


Hasta 2008, Cristina se desempeñaba como periodista de éxito con colaboraciones fijas en El Mundo, la Cadena SER, Antena 3 y otros medios de todo tipo. Ese año empezaron sus tribulaciones: fue despedida del diario barcelonés ADN, del que era subdirectora, estando embarazada de 8 meses. Más tarde sufrió un proceso de desahucio de su vivienda, tal como ella misma cuenta en El Mundo, donde sigue colaborando, en un texto del que les pongo el link y les recomiendo que lo lean antes de seguir, para que vean lo claro que escribe esta mujer: http://www.elmundo.es/elmundo/2012/11/14/espana/1352895914.html. En paralelo, su carrera de escritora marchaba viento en popa, con títulos como Así murió el poeta Guadalupe (2009) y Las niñas perdidas, publicada en 2011, después de ser galardonada con el Premio Dashiell Hammett de novela negra, única mujer que lo ha conseguido hasta ahora.

Últimos días en el Puesto del Este es su último libro publicado. Lo presentó hace unos días en una librería de Lavapiés, en un acto emotivo al que acudí puntualmente. Se puso tan contenta de ver que llegaba gente desconocida que nos abrumó a besos y abrazos y puedo jurarles que muchos de mis amigos más íntimos no me abrazan con esa intensidad. En realidad la novela ya había sido publicada en 2011, por la editorial DVD, pero resulta que poco después esta editorial se declaró en quiebra, y eso obliga, según la ley, a recoger todos los ejemplares de sus publicaciones y destruirlos mediante guillotina. Parece que no hay nada que esta mujer pueda hacer con facilidad, que el fantasma de nuestra crisis global la persigue con saña. Por suerte, la editorial Salto de Página se ha aventurado a comprar los derechos y sacarla de nuevo a la luz. 

En la presentación nos contó la forma en que se había gestado la novela. Un día, estando con su compañero en casa, hicieron cuentas del dinero que les quedaba para afrontar los meses siguientes. A la vista de dichas cuentas, Cristina pronunció esta frase: “a partir de mañana, la carne sólo para los niños” (tiene dos, de 10 y 4 años). Al darse cuenta de la brutalidad de lo que acababa de decir, se puso al teclado y escribió en su Blog, de un tirón, lo siguiente:

Arrecia el frío y aquí, en el Puesto del Este, empiezan a escasear las vituallas. Nueve meses de sitio son mucho tiempo. Ellos siguen ahí afuera, ya casi nunca se les oye, pero podemos sentir su tensión y oímos también las patas de sus perros, las uñas contra la piedra. Su silencio es casi peor que lo otro. El capitán partió a buscar algo, sólo eso, algo. Salió sin despedirse para no romper esto que llamamos equilibrio y que sólo es una representación a punto de romperse. Su ausencia resta coraje a la tropa. Afortunadamente, están los niños y eso nos obliga a mantener el ánimo.

Cristina Fallarás releyó el texto y supo que allí estaba el germen de una novela tremenda, cuyo primer párrafo estaba ya listo. Tenía que escribirla para soltar la rabia que la consumía por dentro y tenía que intentar ganar con ella algún premio para poder comer algo más que patatas. Buscó en una página de premios literarios a la que, como yo, está suscrita. El premio de novela corta Ciudad de Barbastro, estaba al alcance, si conseguía escribir su texto en 15 días. Entonces le dijo a su compañero otra de sus típicas frases lapidarias: a partir de esta noche, te ocupas tú de todo, la comida, la compra, los niños, la casa. Nada en esta mujer se matiza en medias tintas. Se encerró en su estudio, se olvidó hasta de dormir durante un tiempo, trabajó día y noche y acabó su libro en plazo. Ganó el premio, por supuesto. 

Un premio merecido para un texto sin tregua, emotivo, febril, apabullante, duro y tierno a la vez. Toda la trama está esbozada ya en ese primer párrafo magistral, la desolación, el enemigo desconocido, los perros que arañan la piedra, la figura ausente del capitán a quien todos echan de menos, los niños siempre presentes. Cómprense el libro, es lo único que puedo decirles, se lo van a leer de un tirón. Vayan a comprarlo ahora. Vayan ya, joder, pónganse los putos zapatos y bajen a la librería más cercana. No sé a qué esperan, coño.  

martes, 19 de marzo de 2013

103. Pozos de nieve y comportamientos endorreicos

De regreso después de una gozosa experiencia recreativo-cultural con el grupo Izquierda Senderista, del que ya les he hablado en ocasiones anteriores (#53 y relacionados), entre el recuento de uñas negras, músculos sobrecargados, rasguños producidos por espinos y moratones por alguna caída inoportuna, me quedo con lo aprendido sobre el entorno de Sierra Espuña, con la simple observación de los paisajes y las explicaciones de los más doctos miembros del grupo, que saben un huevo de geología, historia, fauna y flora de la zona.

El domingo terminamos la caminata en el área de los antiguos pozos de nieve que abastecían de hielo a la ciudad de Murcia. Los pozos de nieve, de los que ahora quedan las ruinas, eran construcciones circulares de piedra de entre seis y doce metros de diámetro interior, cubiertas con unas bóvedas de cañón fabricadas con teja y cañizo sobre arcos de la misma piedra. Los primeros se construyeron a finales del XVI y estuvieron en funcionamiento hasta la última década del XIX, cuando se pusieron en marcha las primeras fábricas de hielo industrial. Existen grupos similares en las umbrías de la Sierra de Alcoy, que abastecían a la ciudad de Alicante, y en las montañas cercanas a los demás grandes núcleos de población del Levante.

Cuando llegaba la temporada de nieve, la actividad en torno a estos pozos concentraba a centenares de jornaleros de los pueblos cercanos, que trabajaban en condiciones muy difíciles, tanto los que operaban en los rasos de la sierra, recogiendo la nieve con pala y acarreándola en capazos de esparto, como los que laboraban dentro de los propios pozos, compactando la nieve con pisones de madera y, en ocasiones, con sus mismas botas como la uva en los lagares, para convertirla en hielo organizado en tongadas separadas con paja y ramaje de enebros. Los jornaleros hacían turnos no superiores a dos horas para evitar congelaciones.

Cuando se acababan las nevadas, el hielo era cortado en barras, que se cargaban en carros de mulas para bajarlas a la ciudad de madrugada. En el transporte, se perdía en torno a un treinta por ciento del hielo, que se derretía. El resto se vendía en los mercados para usos sanitarios (los hospitales tenían cupos fijados de antemano), para conservación de alimentos en los domicilios, y también para fabricación de helados y refrescos para las clases pudientes, lo que explica la tradición heladera de la zona, con marcas como La Jijonenca o La Ibense. La umbría de Sierra Espuña llegó a albergar 38 de estos pozos, que pertenecían a los Ayuntamientos de los pueblos del entorno y al Cabildo Eclesiástico.

Cuando yo era un niño en La Coruña, el hielo de fabricación industrial se vendía todavía en los mercados municipales, como el que había delante de mi casa. Aun conservo el recuerdo de los carros de madera arrastrados por mulas, en los que se apilaban las grandes barras de hielo. El tipo que conducía el carro se cubría con una larga capucha de arpillera y cargaba él mismo cada barra ayudándose de un gancho de hierro que manejaba con soltura. Se cargaba la barra al hombro y te la subía hasta la casa a cambio de unas pesetas, que agradecía con un gruñido.

A mí me daba mucho miedo este trasunto del hombre del saco. A veces me comisionaban para entregarle las monedas y podía sentir un instante el tacto helado de sus manazas húmedas. Era un personaje habitual de nuestras vidas, que desapareció con la llegada de los primeros frigoríficos General Electric y Westinghouse. El domingo recordamos todo esto visitando los restos de los pozos de nieve de Sierra Espuña, bajo la lluvia que nos cayó al final del recorrido, una lluvia que nos caló y nos dejó tan ateridos como los temporeros que se afanaban en esta pequeña industria hace poco más de un siglo. 

Ayer lunes, tras dejar el hotel Los Bartolos, fuimos en coche a visitar la zona de los barrancos de Gebas. Se nos explicó que se trata de una cuenca endorreica, adjetivo que caracteriza a las cuencas fluviales que no llegan al mar, porque tienen un obstáculo que no pueden salvar, lo que hace que el agua se quede embalsada de forma natural. Cuando el terreno es compacto y arcilloso, como en Gebas, el agua de lluvia permanece allí indefinidamente, secándose únicamente por evaporación, lo que genera una concentración de sales importante.

Lo que pasa es que el agua busca siempre avanzar y abrirse camino en la búsqueda de su padre el mar. Poco a poco, las lluvias que caen en estas áreas áridas van erosionando la montaña, abriendo surcos característicos, hasta que el agua alcanza algún río y consigue una salida. A pesar de su aspecto reseco, la zona de los barrancos de Gebas ha conseguido llevar sus aguas al río más  cercano, el Guadalentín, y, a través de él, al Segura, después de siglos y siglos de trabajo. El aporte de estos barrancos hizo que el Guadalentín fuera siempre un río de agua muy terrosa, circunstancia que está precisamente en el origen del nombre que le pusieron los árabes: Oued al Lentin, río de fango.


En las fotos vemos el contraste entre las laderas de sombra y las de sol. Las condiciones de temperatura y humedad que sufren estos barrancos son tan extremas que una simple variación de su inclinación determina que pueda haber o no vida vegetal en ellas. En la zona de sombra crecen unos matorrales redondeados y espesos, llenos de espinas fuertes y punzantes, característicos de las sierras de Murcia. Quien se caiga sobre uno de ellos, tiene garantizadas varias horas de sacarse estas espinas una a una. Esta especie se llama con mucha propiedad cojín de monja. Aquí ven la imagen
 
De regreso en Madrid, a punto de empezar a empaquetar mis enseres para la mudanza que por fin llega, me entero de la noticia de que a la Unión Europea se le ha ocurrido la brillante idea de rescatar a Chipre gravando los depósitos de sus pequeños ahorradores con un porcentaje en torno al diez por ciento, que deberán dar por perdido para que el Banco Central les suelte el dinero del rescate. Como cualquiera con dos dedos de frente podría imaginarse, el resultado de semejante decisión es que los mercados se desploman, la economía se tambalea, sube la prima de riesgo, etcétera.

Y digo yo: ¿tan urgente era rescatar ahora mismo a un país enano, que ocupa la mitad de una isla en el extremo del Mediterráneo (la otra mitad es turca), en el que vive un millón de personas, niños incluidos? ¿A cambio de hacer peligrar un pilar de la confianza global en el sistema como es la seguridad de que los depósitos bancarios son sagrados? Empiezo a vislumbrar un matiz sorprendente de mi teoría de que no somos peores que los alemanes y los demás: la señora Merkel y sus corifeos se empeñan en demostrarnos cada día que son tan tontos como Zapatero, Rajoy y los demás. 

Y, encima, para tranquilizarnos, nuestro gobierno saca al amigo Cañete, el de los viñedos de Jerez, a que diga que aquí no va a pasar lo mismo. Ya lo han oído: el tipo ha salido, ha dicho que el asunto “no es absolutamente contagiable” (sic) y todo el mundo ha echado a correr al Banco a sacar su dinero para guardarlo en un calcetín, que es mucho más seguro. Rajoy no puede perder ni un minuto en hablar al pueblo que lo eligió por mayoría absoluta porque, como siempre, anda con prisa. Debe llegar con puntualidad a la coronación del Papa. Le imagino refunfuñando entre dientes: “y mañana, el coñazo de la coronación”.

¡En manos de qué gente estamos! Políticos de comportamiento totalmente endorreico. Dando vueltas y vueltas para llegar a ninguna parte, como burros en la noria, sin conseguir una vía al mar del liderazgo político. Y el pobre presidente de Chipre (Anastasiades, se llama) haciendo el papelón de dirigirse al país para proclamar que no hay otra salida. Como les decía en mi post #45, para políticos, los de antes: si Europa le hubiera propuesto algo tan indigno al Arzobispo Makarios, no duden de que el tipo habría respondido excomulgándolos a todos, si no agarrando su báculo y emprendiéndola a garrotazos con semejante panda de descerebrados. Ya saben que los ortodoxos no son muy partidarios de poner la otra mejilla.

viernes, 15 de marzo de 2013

102. La fumata no nos deja ver los desahucios

Esta tarde me voy de viaje a pasar el puente de San José haciendo senderismo por el Parque Regional de Sierra Espuña en la provincia de Murcia. Regreso el lunes 18 y es posible que hasta la vuelta no suba más entradas al Blog, posibilidad directamente ligada a las condiciones climatológicas. La base de operaciones la tendremos en el hotel Los Bartolos, en Alhama de Murcia, que tiene WiFi. Si el tiempo es bueno, no creo que escriba nada. Sólo en el caso de que se ponga a diluviar y haya que quedarse un día en el hotel, se me ofrecerá la ocasión de confeccionar alguna entrada en el fin de semana.

No se quejen, que la última vez que me fui de viaje (a Viseu), les dejé colgados cuatro días con una página sobre pedos de las que tanto disfrutan en secreto (lo revela la página de seguimiento del Blog, aunque casi nadie me dice nada al respecto). En esta ocasión les he dejado un buen abanico de asuntos variados, divertidos y polémicos. Algunos más trabajados, como el que explica el origen del nombre de Madrid, otros más gamberros como el de la propuesta de Berlusconi para Papa.

Hablando del Papa, pues estoy encantado de que sea un argentino, vih’te, y encima que se ponga Francisco, Paco para los amigos, Curro para los más íntimos. Tal vez el tipo propicie una mayor relación de la Iglesia con el mundo real. Nadie le pide una gran revolución. Ni siquiera que dejen de ser un Estado con presidente elegido por un sistema medieval, que terminen con la ridiculez de la infalibilidad, o que las mujeres pasen a desempeñar un papel similar al que tienen en el resto del mundo occidental. Sería suficiente, por ahora, con que la Iglesia recuperase la función que desempeñaba en sus inicios y para la que fue creada.

No es algo descabellado. En realidad, todo está ya establecido en las conclusiones del Concilio Vaticano Segundo, el que promovió el mejor Papa de todos los que he conocido en mi vida. Juan XXIII fue elegido como un Papa de transición pero les salió rana a los de la curia. Pensaban que el cardenal Roncalli era un simple anciano de pueblo, simpático y buena gente, pero de poco recorrido. Y el tipo tuvo la sabiduría y la decisión suficientes para dar un volantazo y retomar la senda de la humildad y el servicio a los fieles. El problema fue que sus sucesores pasaron de él, recuperaron todas las prerrogativas de la jerarquía y nunca han aplicado las directrices que el Concilio aprobó.

No es este del Papa un tema que me interese especialmente, pero es difícil sustraerse al circo mediático que se ha montado en torno a la fumata. El País le dedicaba ayer diez o doce páginas y parece que todo el mundo tiene ganas de que la iglesia se democratice. El ruido del cónclave ha impedido prestar la debida atención al fallo del Tribunal de Luxemburgo sobre el tema de los desahucios en España. Qué vergüenza que hayamos tenido que recurrir a Europa para tener un punto de apoyo frente a esa norma abusiva que tantos miles de dramas personales y familiares ha causado (además de un buen número de suicidios).

A lo largo de mis más de cien posts he insistido de forma preferente en unas cuantas líneas que me parece importante que mantengamos, y una de ellas es mi obsesión en demostrar que los españoles no somos peores que los ciudadanos de otros países europeos que nos miran por encima del hombro, como si ellos mearan agua bendita y nosotros fuéramos una especie de apestados. Es una tesis sesgada e interesada, esta de los alemanes y sus corifeos: cuanto más nos desanimemos y nos acomplejemos, más nos van a mangonear y a hundir, en definitiva. Por eso yo me esfuerzo en todo lo que pueda ayudar a promocionar la marca España. Somos cojonudos, coño. Que nadie lo dude.

Lo que pasa es que hay unos cuantos asuntos puntuales en los que de verdad somos diferentes y damos bastante vergüenza. Por ejemplo, que surja el caso Bárcenas y no dimita nadie. O que el juez Garzón destape el Gurtel y la justicia lo condene a él, en vez de a los corruptos. Como ya he dicho en algún post anterior, hacemos también el ridículo internacional cuando nuestro himno se silba masivamente en un estadio, algo que no sucede en ninguna parte y que los extranjeros no entienden. Y, desde luego, nos retratamos internacionalmente con una normativa sobre desahucios que no existe en ningún otro país europeo.

Como no soy un experto en este asunto, ayer llamé a Sagrario Pérez, mi asesora para asuntos económicos a la que tengo un poco abandonada últimamente, para que me explicara la trascendencia de esta decisión de la más alta instancia jurídica europea. Me dio tal cantidad de datos que este semi-post se me queda corto. Además, el tema es tan dramático que se merece que me lo estudie más despacio y prepare un texto exclusivo y bien fundamentado. 

Quedémonos por ahora con unos cuantos flashes. Que la norma que se debe reformar no es tanto la Ley Hipotecaria, como la Ley Reguladora del Procedimiento de Ejecución Hipotecaria, un texto de los tiempos de Franco, que ha sido varias veces revisado a peor, a petición de la gran Banca, tanto por gobiernos del PP, como del PSOE. Que el resultado de esa ley requeterreformada, es un marco totalmente asimétrico para el juego entre el ciudadano y la Banca, que incluye cláusulas abusivas, como la que prohíbe que, en caso de desahucio, el afectado recurra la decisión y el juez pueda siquiera escucharlo (créanselo). Hemos convivido con esa norma durante toda la democracia, sin que alcanzara visibilidad hasta que ha llegado la crisis. El Tribunal de Luxemburgo ha dictaminado que ese marco asimétrico y abusivo es contrario a la normativa europea que protege al consumidor frente a eventuales estafas de quien le vende un producto.

El realidad, todos los países europeos cuentan con una ley que podemos llamar de segunda oportunidad, que, con diferentes condiciones, prevé la contingencia de que un propietario con su casa hipotecada se vea en problemas para pagar las letras de su crédito, por un contratiempo sobrevenido (como paro o enfermedad). En esos casos, la ley faculta a la Administración a designar un árbitro, que se estudia el caso concreto y establece cuánto puede pagar la familia amenazada de desahucio y cuanto puede perdonar razonablemente el Banco. La solución pasa a veces por ofrecer al ciudadano un alquiler social alternativo, lo que permite a los afectados rehacer su vida y su economía.

La solución  que decide el árbitro es buena para todos. El ciudadano no se ve en la calle y el Banco recupera una parte sustancial del dinero, en vez de quedarse con un piso que no le sirve para nada. Esta normativa de los demás países europeos, obvia el debate de la famosa “dación en pago”, que ha sido objeto de una iniciativa legislativa popular suscrita por 1,4 millones de ciudadanos, entre los que me cuento. El asunto es complejo y se merece, como digo, que me tome un largo café con Sagrario para cerrar un texto a la altura de este auténtico drama social.

A las puertas de mi desahucio de la oficina en la que he trabajado los últimos 30 años, estoy especialmente sensible a este tipo de temas (mi drama es infinitesimal, lo reconozco, no es comparable con un desahucio real). La cosa ya tiene fecha programada. Cuando regrese de mi excursión senderista, tendré tres días para empaquetar mis enseres más elementales (del resto, una parte está en mi casa y lo demás irá a la hoguera). El jueves 21, por la tarde se iniciará la mudanza, que se completará al día siguiente. El lunes 25 ya debo ir a mi nuevo lugar de trabajo. De esto también hablaremos en estos días. Que lo pasen bien en el puente. 

miércoles, 13 de marzo de 2013

101. La historia de “My way”

Superada la centena, vuelvo hoy a otra de las líneas esbozadas en entradas anteriores, la de las historias trágicas que afectaron a personajes conocidos del mundo del rock y la canción popular. Mis posts #49 y 61 aludían a la mala suerte de los negros que trataron de entrar en las listas de éxitos de los blancos. Aquí veremos que también algunos blancos tienen mala suerte y otros, incluso, se la buscan. El hilo que enhebra esta historia es la canción My Way (A mi manera), como saben, uno de los mayores éxitos de Frank Sinatra. 

Después de que en estas páginas se haya hablado sin demasiada saña de personajes como Esperanza Aguirre, Urdangarín, Ratzinger o la Duquesa de Alba, no les sorprenderá que diga que Frank Sinatra siempre me cayó fenomenal. Me parece un actor notable (vean, por ejemplo, El hombre del brazo de oro), un cantante dotado de una voz extraordinaria, y un personaje mediático de primer orden. Ya sé que era amigo de gangsters y él mismo un poco gangster también. Pero yo prefiero un gangster prototípico que algunos de los personajes que pululan por nuestro panorama político actual. A este respecto, les recomiendo otra película extraordinaria: Una historia del Bronx, el primer y casi único largometraje dirigido por el actor Robert de Niro. La integridad que transmite el personaje del gangster interpretado por Chazz Palminteri está fuera de toda duda. Escuchen la canción y seguimos.


Bien. Ahora les pregunto: ¿Conocen la historia de esta canción? ¿Saben quién es su autor? ¡¡Hala!! ¡¡Venga, hombre!! No se tiren el rollo. Confiesen que no tienen ni puta idea. Yo tampoco sabía nada al respecto hasta que presencié una actuación del dúo Toubib. Forman este grupo musical amateur dos personas: Raúl de la Torre y una pianista que lo acompaña. Los dos se ganan la vida como médicos (eso es lo que significa, precisamente, la palabra toubib en árabe), pero algunas noches se citan en cualquiera de los viejos cafés del centro de Madrid para cantar canciones en francés, de Brassens, Brel, Boris Vian y otros. Precisamente este viernes, 15 de marzo, pueden ir a verlos al Café La Fídula, en la calle Huertas. Por Raúl de la Torre supe la historia que aquí les cuento.

Para ello hay que remontarse a Claude François, un cantante francés de los años sesenta que llegó a tener un éxito doméstico notable con unas cancioncillas pegadizas y desenfadadas, que volvían locas a las quinceañeras de la época. Tenía una melenita rubia muy cuidada y, cada vez que la movía, sus fans lanzaban agudos chillidos histéricos, a la manera de las inglesas con los Beatles. A partir de 1962, su carrera fue meteórica, inició una relación sentimental con la también exitosa cantante France Gall, la pareja copaba las portadas del Salut les Copains en competencia con Silvie Vartan, Johnny Holliday y Françoise Hardy y la vida les sonreía.

Las cosas empezaron a torcerse en 1967. France Gall se hartó del tipo de la melenita rubia y lo dejó. A nuestro hombre le entró la pena y se encerró durante unos días a componer una canción muy triste, diferente de todo su trabajo anterior. Esta canción se llamaba Comme d’habitude (Como de costumbre), y hablaba de un hombre que repite sus rutinas de cada día, pero las siente vacías y sin contenido, después de que su pareja le ha informado de que se larga. A ver si les suena.


Enternecedor, ¿verdad? La cosa es que esta canción no tuvo apenas éxito en Francia, porque la gente identificaba al tipo de la melenita con otra clase de temas más alegres. Para tristes ya tenían a Charles Aznavour. Pero llegó a los oídos de un artista americano en decadencia, cuya inspiración flaqueaba, pero que siempre fue un águila para los negocios: el gran Paul Anka. Este hombre vio en la melodía algo que nadie más supo captar y le compró a Claude François los derechos para el mercado anglosajón por cuatro duros. Los tristes es lo que tienen: negocio que hacen, negocio que les sale mal. El espabilado de Paul Anka, que no sabía francés, decidió escribir una letra adecuada a la melodía y se le ocurrió ese motivo del hombre al final de su vida que mira atrás viendo sus éxitos y sus fracasos, asumiendo sus errores y proclamando que todo eso lo hizo “a su manera”. 

Cuando la tocó por primera vez al piano, se dio cuenta de que aquello tenía un potencial extraordinario y que pedía una voz más intensa y potente que la suya. Entonces llamó a Frank Sinatra, que se apuntó al asunto de forma entusiasta y consiguió un verdadero bombazo en 1969. En cuanto a Claude François, logró rehacerse anímicamente, retomó su carrera, pero ya no volvió a ser un cantante de éxito y se limitó a hacer galas televisivas en las que repetía sus canciones de siempre, para unas seguidoras que se habían hecho mayores y ya no daban chillidos histéricos.

Pero el destino le reservaba todavía una última faena. El 11 de marzo de 1978, nuestro hombre se levantó comme d’habitude en su casa de París. También comme d’habitude, entró en el baño y se dio una larga ducha. Aunque ya no volvía locas a las jovencitas, su melenita rubia seguía siendo el elemento central de su imagen y tenía que cuidarla. Así que tomó el secador de pelo y lo enchufó. Para su desgracia, ese día no se había puesto comme d’habitude las zapatillas. Acababa de cumplir 39 años. Sus fans no lloraron mucho su muerte y esa misma indiferencia que sintieron fue su forma de constatar que el tiempo de la juventud había pasado y nunca regresaría.

Como ven, también algunos blancos tienen mala suerte. Y otros se la buscan, caso de Syd Vicious, un personaje que me repele poderosamente. Un hooligan sin la menor sensibilidad, que apenas sabía leer y que todo lo solucionaba a bofetada limpia. Lo traigo aquí porque es el responsable de haber perpetrado una versión delirante del My Way, que abajo les ofrezco. No merece la pena perder mucho tiempo hablando de este animal de pezuña. Hijo de una yonky que se arrastraba por Ibiza vendiendo su cuerpo para pagarse el vicio, el nene salió como salió. A los 14 años vendía droga a sus compañeros de colegio. Aquí tienen una imagen suya con el único gesto que sabía hacer.
 
A los 17 se convirtió en fan de los Sex Pistols, los supuestos inventores del punk (yo sostengo que se lo copiaron a Los Ramones). Iba a todos sus conciertos, en donde organizaba peleas con navajas, botellas rotas, etc. Al manager del grupo se le ocurrió la brillante idea de contratarlo como bajo, aunque no sabía tocar. El tipo daba saltos aporreando el bajo, cuyo amplificador le desconectaban al principio de los conciertos (no se sabe si era consciente de ello). Los llevaron de gira por USA y aquello acabó como el rosario de la aurora, porque el angelito Vicious provocaba al público de la América profunda con gritos como “vosotros cowboys sois todos maricones”, de modo que los conciertos acababan en peleas multitudinarias. Llegados a San Francisco, el grupo se disolvió para siempre sin llegar a tocar.

Syd Vicious era ya presa del personaje público lamentable que habían creado con él, a fuerza de reírle la gracia que no tenía. Grabó el My Way en París y se fue a Nueva York con su novia Nancy Spungen, otra yonky como él. Se alojaron en el Chelsea Hotel, un establecimiento mítico, que se merece una entrada exclusiva en este Blog (y la tendrá). Tras una noche de desmadre, los empleados los encontraron por la mañana, ella muerta de una puñalada y él inconsciente y diciendo que no se acordaba de nada. Lo acusaron de homicidio y entró en la cárcel, de donde lo sacó su discográfica pagando una elevada fianza. El día en que recuperó la libertad, lo celebró organizando una fiesta al límite con sus amigotes. A la mañana siguiente lo encontraron muerto por sobredosis de heroína. Tenía 21 años. Aquí tienen la versión de My Way a cargo de este angelito de vida realmente ejemplar. Ya sé que es vomitiva, pero les pido que la vean hasta el final, porque tiene sorpresa. Además, después de verla, querrán más a sus hijos, por no haber salido así.


lunes, 11 de marzo de 2013

100. Los pedos en el Quijote

Hace tiempo que no recaigo en los temas escatológicos, que tanta popularidad dieron a mis posts #2, 5, 33, 52 y 70. Esta línea temática no es algo de mi invención, sino que viene de antiguo, ha tenido notables especialistas y hasta el más grande de los maestros, Miguel de Cervantes, se recrea en el asunto en algunos pasajes, como buen manchego que era. Es un honor para mí celebrar la entrada número 100 de este Blog, transcribiendo un fragmento hilarante del Quijote, del que les pongo en situación.

La escena transcurre en una noche muy oscura, al raso de La Mancha, en la inmensidad de la llanura infinita. Don Quijote ha mostrado su voluntad de seguir su camino para pelear con los follones y malandrines que puedan salirle al paso, a pesar de lo intempestivo de la hora, y Sancho no ha encontrado mejor remedio para evitarlo que atarle fuertemente las patas al caballo Rocinante, dos a dos, para que no pueda avanzar, sin advertirlo su amo y señor. Sancho le ha pedido que baje del caballo y se tiendan ambos en la hierba a descansar, pero don Quijote dice que quiere seguir a lomos del rocín, hasta que éste tenga a bien seguir la marcha.

Empiezan a sonar entonces ruidos sobrecogedores en la lejanía, y Sancho, que es muy miedoso, se agarra con fuerza al caballo, sujetándose con ambas manos a los arzones delantero y trasero, apretando su cuerpo contra el muslo izquierdo de don Quijote y recostando la cabeza en su costado. En esta posición mantienen ambos una larga conversación, tras de la cual, a Sancho le sobreviene un apuro fisiológico, que Cervantes narra con delicadeza, humor y prosa magnífica.

En esto, parece ser, o que el frío de la mañana, que ya venía, o que Sancho hubiese cenado algunas cosas lenitivas, o que fuese cosa natural –que es lo que más se debe creer-, a él le vino en voluntad y deseo de hacer lo que otro no pudiera hacer por él; más era tanto el miedo que había entrado en su corazón, que no osaba apartarse un negro de uña de su amo. Pues pensar de no hacer lo que tenía gana, tampoco era posible; y así, lo que hizo, por bien de paz, fue soltar la mano derecha, que tenía asida al arzón trasero, con la cual, bonitamente y sin rumor alguno, se soltó la lazada corrediza con que los calzones se sostenían, sin ayuda de otra alguna, y, en quitándosela, dieron luego abajo y se le quedaron como grillos. Tras esto, alzó la camisa lo mejor que pudo y echó al aire entrambas posaderas, que no eran muy pequeñas. Hecho esto – que él pensó que era lo más que tenía que hacer para salir de aquel terrible aprieto y angustia-, le sobrevino otra mayor, que fue que le pareció que no podía mudarse sin hacer estrépito y ruido, y comenzó a apretar los dientes y a encoger los hombros, recogiendo en sí el aliento todo cuanto podía; pero, con todas estas diligencias, fue tan desdichado, que al cabo al cabo, vino a hacer un poco de ruido, bien diferente de aquel que a él le ponía tanto miedo. Oyólo don Quijote y dijo:
¿Qué rumor es ese, Sancho?
–No sé, señor –respondió él–. Alguna cosa nueva debe de ser, que las aventuras y desventuras nunca comienzan por poco.
Tornó otra vez a probar ventura, y sucedióle tan bien que, sin más ruido ni alboroto que el pasado, se halló libre de la carga que tanta pesadumbre le había dado. Más como don Quijote tenía el sentido del olfato tan vivo como el de los oídos, y Sancho estaba tan junto y cosido con él que casi por línea recta subían los vapores hacia arriba, no se pudo escusar de que algunos no llegasen a sus narices; y, apenas hubieron llegado, cuando él fue al socorro, apretándolas entre los dos dedos; y, con tono algo gangoso, dijo:
 –Paréceme, Sancho, que tienes mucho miedo.
–Sí tengo –respondió Sancho–; más, ¿en qué lo echa de ver vuestra merced ahora más que nunca?
–En que ahora más que nunca hueles, y no a ámbar –respondió don Quijote.
–Bien podrá ser –dijo Sancho–, más yo no tengo la culpa, sino vuestra merced, que me trae a deshoras y por estos no acostumbrados pasos.
–Retírate tres o cuatro allá, amigo –dijo don Quijote (todo esto sin quitarse los dedos de las narices)–, y desde aquí adelante ten más cuenta con tu persona y con lo que debes a la mía, que la mucha conversación que tengo contigo ha engendrado este menosprecio.
–Apostaré –replicó Sancho– que piensa vuestra merced que yo he hecho de mi persona alguna cosa que no deba.
–Peor es meneallo, amigo Sancho –respondió Don Quijote.

Extraordinario fragmento, de grata lectura, supongo, para aquellos que no lo hubieran leído de antemano. Y ocasión, para los que ya lo conocieran, de maravillarse otra vez con el más grande escritor de todos los tiempos. No podría haber mejor forma de festejar esta efemérides.

Así que, por lo que a mí respecta: adelante. Vamos a por otros cien. Y ustedes que lo vean.