En la entrada nº 57 está toda la
información que he podido recopilar sobre el dato de la deuda de Berlín, y unas
primeras valoraciones. Creo que queda claro que España no debe tener ningún
complejo de que seamos más chorizos que los demás: en todas partes cuecen
habas, todos los países europeos han contraído deudas (estatales, regionales y
de las ciudades), en todas partes han funcionado como si uno pudiera seguir endeudándose
indefinidamente, que ya vendrían otros detrás a pagar. En todos lados han
empleado los mismos trucos de ingeniería financiera, que no han sido ideados
por “lumbreras” españoles, sino copiados de los utilizados previamente por
espabilados foráneos, entre ellos muchos alemanes, holandeses y finlandeses,
esos que ahora arrugan la nariz cuando hablan de nuestro país.
Así que, si les dicen que somos
una especie de apestados, y que los alemanes mean agua bendita, no se lo crean,
por favor. En algunas cosas sí somos peores (por ejemplo en la legislación que
está generando la ola de desahucios, que no tiene parangón en ningún otro país
de Europa, o cuando condenamos al juez Garzón), pero de esto ya hablaré otro
día. Creo que el hecho de que Berlín-land deba sesenta mil millones de
euros es suficientemente escandaloso, como para que pensemos que la súper-correcta
sociedad alemana también se volvió loca en los años del boom (sólo la ciudad de Berlín se volvió diez veces más loca que la
más despilfarradora de las nuestras: el Madrid de los años de Gallardón).
La reflexión que quiero hacer hoy
es otra: ¿Es correcto que las ciudades se endeuden? ¿Hasta dónde? Muy bien, recurriremos
al ejemplo de una familia (salvando las distancias; ya sé que en un caso el
dinero es privado y en el otro es el dinero de todos). Por ejemplo, la suya,
querido lector anónimo. Digamos que necesita usted cambiar de coche y, a partir
de su estatus actual, ha decidido que se va a comprar uno nuevo. Digamos que su
precio es, por ejemplo, 30.000 €, dinero que usted no tiene en efectivo.
¿Qué hace usted? Imaginemos
que abre una hucha o un calcetín y empieza a guardar lo que le sobra a diario,
apuntándolo cuidadosamente. Y llega el día feliz: según sus cuentas, ya tiene veintinuevemilnovecientosnoventaynueve y
echa usted un euro más. ¡Aleluya! Entonces agarra el calcetín, se va a un
concesionario de venta de automóviles, deposita allí sus ahorros y se lleva su
flamante coche nuevo. ¿Conocen a alguien que actúe así? Díganmelo, que ahora
mismo llamo al manicomio, para que vayan a por él.
No, señor. Usted no hace eso.
Usted va al concesionario y suscribe un acuerdo a tres bandas, con el Banco
como tercera pata. Normalmente da una entrada en efectivo, firma una deuda a cinco
años o a diez y se lleva ya el coche. El Banco paga al concesionario la
diferencia entre el precio total y la entrada, y luego le va cobrando a usted
mensualidades en las que le detalla cuál es la parte del principal y cuáles los
intereses. Así es como se funciona en nuestro mundo actual, para bien o para
mal. El que no vaya por esa vía, será socialmente tildado de gilipollas. El
negocio conviene a las tres partes: el concesionario cobra el total al instante,
usted se lleva el coche y empieza a disfrutarlo, y el Banco arregla las cosas
para ganar con los intereses, siempre por encima de la depreciación del dinero
corriente.
Yo tengo la suerte de que la
crisis me ha pillado sin deudas, pero he comprado muchas cosas a plazos en mi
vida. La última un centro de plancha, ofertón de mi Banco, precisamente. En los
tiempos en que yo contraje deudas mayores por compra de casas o coches, lo
normal era que el propio empleado de la sucursal bancaria que te daba el
crédito te aconsejara y te pusiera unos límites: hasta aquí puedes llegar, si
no, vas a ir muy justo. Por lo que he oído, en los últimos tiempos las cosas
eran muy diferentes: ese mismo empleado te buscaba y te hacía “una oferta que
no podías rechazar”. Si no actuaba de esa forma, lo despedían y contrataban a
otro con menos escrúpulos. Por ahí entró el tema espinoso y dramático de las
participaciones preferentes, del que les supongo bien informados.
Siguiendo con el coche, es
posible que la adquisición de ese vehículo le permita recuperar parte del
dinero que ha empleado en comprarlo. Por ejemplo, valorando la reducción del
tiempo de sus desplazamientos, la seguridad, la comodidad, o la posibilidad de
trasladar a su familia o cargar sus bultos en una mudanza. O ayudándole a
marcar estatus. Entonces la compra del coche se convierte en una inversión.
Cuando yo acabé la carrera de Arquitectura, el primer proyecto que hice fue una
casa rural en un pueblo de Segovia. Como no tenía coche, iba en autobús a las
visitas de obra. Hasta que el aparejador me avisó: si quieres que te salgan más
proyectos en el pueblo, tienes que tener coche propio, no hace falta que sea
muy lujoso, pero la imagen de un arquitecto llegando en el coche de línea es
muy negativa para ti.
Ya ven a dónde voy. Las ciudades
tienen que invertir. Tienen que endeudarse, pidiendo al Banco un dinero que ya
le irán devolviendo, para poder con él hacer obra pública y asumir el mantenimiento
de los servicios públicos, las calles y los jardines. Por opiniones como ésta
que acaban de leer, algunos me llaman keynesiano. En Madrid hemos vivido
posiciones extremas en relación con este tema.
José María Álvarez del Manzano,
no se gastaba un duro de más. Fue nuestro Alcalde durante doce años, cambió
muchas veces de concejales pero mantuvo a uno fijo: Pedro Bujidos, su mano
derecha, el Concejal de Hacienda, que llevaba las cuentas al céntimo (me dicen
que se ha muerto hace poco y desde aquí le rindo mi pequeño homenaje). Manzano
no hacía más obras que sus mini-túneles, siempre acompañados de un parking de
residentes con cuya venta de plazas sufragaba los gastos de obra. Y, el día que
se sentía generoso, se rascaba un poco el bolsillo y colocaba una estatua
enana, como la polémica Violetera.
Manzano era evidentemente un
antiguo y un roña. Se le podría comparar con el hombre del calcetín, del que
hemos hablado al principio. Un caso extremo de esa filosofía fue el dictador
Ceaucescu (mis disculpas a Manzano por compararlo con personaje tan siniestro):
cuando lo mataron, Rumanía no tenía deudas. Pero la población pasaba hambre a
mansalva. En tiempos de Manzano, la ciudad más cuidada de España era también la
más endeudada: Barcelona.
Entonces llegó Gallardón y se fue
al otro extremo: el exceso de deuda. Es como si usted, querido lector anónimo necesitado
de un coche, se compra un Ferrari Testarrosa. Me parece muy bien. Que usted lo
disfrute. Pero sepa que corre dos riesgos: uno, que tenga problemas para pagar
al Banco las mensualidades y dos, que el mantenimiento del coche le resulte
demasiado caro para lo que ingresa al mes. Así estamos en Madrid (y diez veces
más en Berlín). Las ciudades que no pueden afrontar su deuda son una calamidad.
En resumen: deuda sí, pero con
moderación. Endeudarse en exceso perjudica gravemente su salud y la de los que
le rodean. No lo olvide.
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