martes, 4 de diciembre de 2012

51. Otra vez en la carretera

Bueno, pues mañana me voy de nuevo de viaje ¡qué estrés, oyes! A la salida del trabajo me recogerán unos amigos en su coche para desplazarnos a la ciudad portuguesa de Viseu, en donde nos reuniremos un grupo de veintitantos senderistas veteranos (de hecho, creo que soy uno de los más jóvenes, fíjense), con el sano propósito de caminar por diversos parques naturales del entorno durante los días jueves, viernes y sábado, reservando el domingo para el regreso.

Hace tiempo que no visito Portugal, el querido país vecino, tan agobiado como el nuestro por la señora Merkel y sus secuaces. La última vez que fui todavía no había llegado la crisis (ya saben: NO ES UNA CRISIS, ES UNA ESTAFA) y tengo en mi memoria las imágenes de los campos vírgenes con sus pinares inmensos, de las coquetas y bien conservadas ciudades amuralladas del interior, como ésta de Viseu, que no estoy seguro de haber visitado; de los habitantes tranquilos, educados y con un punto melancólico, como si la influencia del enorme océano, que los rodea por todos lados, les hiciera relativizar todos los problemas, reducidos a minúsculas contrariedades por comparación con la grandeza de las mareas y el oleaje majestuoso del Atlántico.

Cuando era pequeño, acostumbraba a acompañar a mis padres a visitar el país vecino. Mi padre era también amante de los viajes y durante años tuvo una serie de Seat Seiscientos, que compraba nuevos y revendía a los dos años antes de que empezaran a renquear. Desde La Coruña, Portugal estaba al alcance. Para mí fue la primera experiencia en cruzar una frontera. De pronto, en un paisaje natural continuo, aparecía una raya artificial, creada por los humanos, y rompía esa continuidad. A mí me gustaba mucho la Geografía y me sabía muy bien el dibujo de los estados y el nombre de sus capitales. Pero verlo al natural era diferente.

La desembocadura del Miño es un emplazamiento geográfico único, y la ciudad fronteriza de Tuy un lugar mítico, cargado de historia ancestral. Al otro lado, Valença do Miño, el pueblo amurallado sobre la colina que domina el estuario, perfectamente conservado, con su entramado medieval de callejas tortuosas, cuajadas de pequeños restaurantes en donde uno puede degustar las ameixoas a’cataplana, el bacalao a’bras, o la sopa de pedra. El cruce de la frontera era dificultoso entonces, había que mostrar el pasaporte, que era estudiado detenidamente, antes de que te pusieran un sello muy historiado, que luego te servía para presumir ante los compañeros de cole menos viajeros.

Nada más entrar, un gran cartel rezaba: Portugal non e un país pequenho. Bajo él, un mapamundi en el que se destacaban todas las posesiones coloniales que aún conservaban en su poder: Angola, Mozambique, Cabo Verde, Guinea Portuguesa. Y Macao, Goa, Damao y Diu, en Asia. Inmediatamente cambiaban algunas constantes del paisaje que se abría a mis ojos desde el coche: los letreros y anuncios de carretera en otro idioma, las vacas que eran de una raza diferente, de origen indio, con enormes cuernos curvados, los motoristas con cascos de la segunda guerra mundial, las mujeres con bigote visible y mucha gente descalza, algo que ya no se veía en España.

Portugal se separó de España en un movimiento precursor de los nacionalismos contemporáneos. Y sufrió los consabidos procesos de homogeneización lingüística para convertirse en un estado diferente, con un idioma y unas señas de identidad propias. Tal vez ustedes no lo sepan, pero la lengua portuguesa es un dialecto derivado del gallego que, en el momento de la independencia, sólo se hablaba en la parte norte, la zona vecina a Galicia. En el resto se hablaba el mismo castellano antiguo de las Cantigas de Alfonso X el Sabio. Pero, como había que diferenciarse, se creó una academia de la lengua y se impuso el nuevo idioma a todo el mundo. 

Luego, el esfuerzo por pronunciarlo distinto les llevó a articular las palabras casi sin mover los labios, lo que hace que a día de hoy sea difícil entender lo que nos dicen, cuando su idioma es tan parecido al castellano como el catalán, por ejemplo, que se entiende mucho mejor. Los brasileños hablan de manera más distendida y vocalizan más, por lo que es más fácil entenderlos. Quizá creen que exagero, pero es un hecho cierto que los mudos que saben leer los labios de su interlocutor las pasan canutas en Portugal.

Otra de las muchas formas de subrayar su diferencia con nosotros es el hecho de tener un horario diferente, como el de Canarias. El huso horario es el mismo que en Galicia, pero le hacen un tacón para tener una hora menos. Los nacionalistas gallegos del BNG presentaron hace no mucho una propuesta de que Galicia se cambiara a la hora portuguesa. Cualquier excusa vale a la hora de fabricarse unas señas de identidad diferenciadas.

Los portugueses han sido anglófilos desde siempre, tienen una relación comercial fluida con el Reino Unido y hablan inglés mucho mejor que nosotros (allí las películas no se traducen). Eso les ha hecho ser más avanzados que nosotros en la imposición de determinadas normas de conducta internacionales. Por ejemplo, los motoristas llevaban casco obligatorio mucho antes que en España. Y el uso del cinturón de seguridad en los automóviles se generalizó también primero.

En los ochenta trabé amistad con un joven arquitecto portugués que trabajaba para una empresa inglesa. Vino a pasar una temporada a Madrid y muchos días se acercaba por mi oficina antes de la hora de salir, para ver planos. Luego nos íbamos juntos en mi coche a visitar los barrios del extrarradio por los que se interesaba su empresa. En cuanto subía al coche, se ponía el cinturón de seguridad, con su sempiterna sonrisa. Eso es algo que ahora hacemos todos, incluso para ir a la esquina siguiente. Pero en esos años era una conducta extraña. Mis compañeros de trabajo rápidamente lo catalogaron de homosexual y me advirtieron que tuviera cuidado con ese joven de aspecto atildado que venía tantas veces a verme. Ya saben: el niño que tiene Asunción, en cuanto sube al coche se pone el cinturón. Asunción, Asunción, ese niño va a ser marinero. 

Recuerdo una vez que a mi padre le dijeron que en Portugal era muchísimo más barato cambiar el aceite del coche y allá que nos fuimos. Mi padre no necesitaba excusas mucho más sólidas para agarrar carretera. Pasada la frontera empezamos a parar en todos los talleres, preguntando si nos cambiaban el aceite, pero nadie nos entendía. Cambiar aceite, decíamos, engrasar. Nada. Tratábamos de explicárselo por señas y tampoco. Hasta que un mecánico más avispado que los otros, después de un rato de porfiar con él, puso cara de haber descubierto la pólvora y, con una sonrisa absoluta, dijo “Aaaah: lubrificar”.

Vamos a un hotel del que desconozco si tiene WiFi en las habitaciones y me llevo el ordenador por si acaso. Pero no se hagan muchas ilusiones sobre mi capacidad para escribir nuevas entradas después de caminar todo el día. Es posible que me quede seco hasta el domingo y ya se lo aviso desde ahora. Si tengo WiFi en el cuarto, las noches en que me queden fuerzas, escribiré lo que pueda. Si no, pues hasta la vuelta. Tengo varias series de entradas empezadas y no se crean que me he olvidado del asunto de la deuda de Berlín y cómo se casa ese dato con la política de austeridad que nos están imponiendo por la fuerza. En Portugal, cuando a uno le están forzando de manera injusta a aguantar algo que de ninguna forma quiere, se dice que le están “enfiando o barreto”. O barreto es un gorro alargado de lana, de colores vivos y rematado con una borla, similar a la barretina catalana (todos venimos del mismo tronco). Y enfiarlo es calzárselo a uno hasta abajo, tapándole toda la cara.  

Pues eso, que no les enfíen o barreto más de lo razonable. Sean felices.

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