Inicio con ésta una pareja de
entradas dedicadas a unos cuantos músicos de rock cuya trayectoria estuvo marcada
por varias circunstancias comunes: negros, autores de canciones melódicas fantásticas,
que lograron entrar con ellas en las listas de los blancos (algo en ciertas
épocas bastante difícil) y que, sin excepción, vieron brutalmente interrumpidas
sus carreras por sucesos terribles que acabaron de forma violenta con las vidas de casi todos.
En Estados Unidos, los negros son
ahora una raza admitida, integrada y acomodada (el presidente es buen ejemplo
de ello), pero esto es el resultado de una larga lucha, una lucha de siglos
desde los tiempos en que los capturaban en África, los embarcaban como animales
en las sentinas de barcos fletados en Nantes y otras ciudades negreras, y los
dejaban en el nuevo mundo para que trabajaran como bestias de carga sin ningún
derecho, no sólo social, sino meramente humano.
En esa larga historia, los negros
desarrollaron una música extraordinaria a partir del blues de los comienzos.
Pero desde la industria discográfica, se tendió durante muchos años a separar
la música blanca de la negra. La música blanca era sensible, melódica, blandita
y amable. La música negra era primitiva, bronca, enérgica,
reivindicativa y muy rítmica. Artistas como John Lee Hooker, o el propio James
Brown se ajustan a ese estereotipo. La música negra tenía sus propias listas de
éxitos, de las que era difícil dar el salto.
Sin embargo, a lo largo de la
historia del rock, ha habido una serie de artistas negros que han tratado de hacer una
música suave, melódica, sensible, que llegara a un mercado multirracial. A
ellos voy a dedicar esta serie monográfica que empieza hoy. Todos
tuvieron un denominador común, ese afán por salir del encasillamiento a que se les
condenaba por su raza. A ellos se deben algunas de las baladas más hermosas de todos
los tiempos. Y todos tuvieron un final trágico. Como si el destino hubiera
querido castigar su atrevimiento de infiltrarse en el coto cerrado de los
blancos.
El primero es Sam Cooke, a quien
muchos consideran el padre del soul. Sam Cooke era hijo de un pastor metodista
y empezó cantando góspel en la iglesia, como tantos otros. Pero con 25 años, fundó
una compañía discográfica propia y se puso a difundir las canciones que él
mismo componía y que, una tras otra, se convirtieron en grandes éxitos, se
salieron del estrecho marco del rithm’n blues y entraron con fuerza en las
listas pop. En Youtube pueden ustedes buscar las que quieran, todas son
buenísimas.
Pero yo les he seleccionado una,
que tal vez reconozcan. Si han visto la estupenda película Único testigo, tal vez recuerden la escena en que Harrison Ford
está intentando arreglar su coche en un granero de la comunidad Amish,
observado atentamente por la chica protagonista, con su vestido más recatado adaptado
a las costumbres de esa rígida y cerrada comunidad. En un momento dado, la
batería del coche revive, y la radio empieza a emitir precisamente esa canción.
Harrison Ford se pone tan contento, que enlaza a la chica por la cintura e
improvisa con ella unos pasos de baile entre las azadas y las balas de paja. Es
además una canción que utilizan los colegios bilingües españoles para que la
canten en inglés sus alumnos más pequeños. Aquí la tienen.
¡Maravillosa filosofía! Si tú me
quieres, no necesito álgebra, ni trigonometría, me basta con saber que uno más
uno son dos. ¿Qué fue lo que le pasó a este señor tan optimista? Si entran en
Wikipedia, no encontrarán una sola palabra sobre las circunstancias en que se
produjo su muerte prematura, a los 33 (la edad de Cristo), en pleno éxito y
cuando el soul brotaba ya por doquier y todos los músicos de esta nueva
tendencia lo reconocían como su maestro.
Buscando en las hemerotecas,
encontramos noticias confusas. El 11 de diciembre de 1964, la policía de Los
Ángeles recibió una llamada urgente alertando de que, en un mísero motel de las
afueras, se había producido un tiroteo con daños personales. La patrulla que
acudió al lugar se encontró un escenario rodeado de curiosos que tuvieron que
apartar. En el centro, apoyada en el mostrador de recepción, estaba la dueña
del hotel (de raza negra), histérica y sosteniendo todavía un revolver cuyo
cargador había disparado entero. En el suelo, un hombretón de 1,80, también
negro, semidesnudo y agonizando en medio de un charco de sangre. Era Sam Cooke, por supuesto.
La señora declaró que el tipo
había salido de su habitación sin ropa y la había intentado violar. Luego
adornó la cosa con que había atacado previamente a una de sus criadas, que
apoyó su versión. Vamos, algo así como lo de Strauss-Khan en Nueva York, pero a
lo bestia. El hotel era un picadero de muy mala fama, que la gente usaba para
llevar allí a sus conquistas ocasionales. Sam Cooke era por entonces un hombre
acomodado, en la cresta del éxito desde hacía seis o siete años. Y además,
casado y con hijos. La pacata sociedad de la época decidió cubrir el caso
con un púdico manto de silencio. No había ningún blanco implicado, era un
asunto entre negros y ya se sabía que los negros son un poco brutos. Sam fue
enterrado discretamente, el caso no se investigó a fondo y se dio por buena la
versión de la señora, que fue declarada culpable de homicidio justificado.
Ese bloqueo ha llegado hasta la
Wikipedia que, aun hoy, oculta
respetuosamente cualquier comentario sobre el suceso. Un primer dato al
respecto: Sam Cooke era un hombre de 33 años, muy guapo, alto, apuesto y, al
parecer, muy ligón. No es creíble que atacara a una señora mayor, bajita, medio
coja y bastante poco agraciada, como aparece en las fotos de los periódicos de
la época. En este punto, el caso se separa definitivamente del de Strauss-Khan, en el que la mujer atacada tampoco era muy vistosa, pero todo el mundo sabe que DSK es un sapo lúbrico que ya había
demostrado con anterioridad ser un picha brava incontrolado. O sea que, en este
caso, yo si me creo que agredió a la limpiadora, que ahora le ha sacado 6
millones de dólares por tapar el caso.
El boca a boca ha traído hasta
nuestros días la versión que les cuento a continuación. Sam Cooke había venido
a Los Ángeles de gira. Ese día había dado un concierto extraordinario. Estaba
solo en la ciudad y se fue a celebrar su éxito por varios clubs nocturnos. Del
último de ellos se le vio salir muy acarameladamente agarrado a una groupie de 21 años, cuyo nombre ha
llegado a saberse con el tiempo. La chica se cameló a su ídolo y juntos se
fueron al fatídico hotel de las afueras, donde se registraron con un nombre
falso. Subieron a la habitación e hicieron el uso previsible de la cama, tal
como se lo imaginan.
Agotado por los excesos de un día
tan completo, el cantante se quedó profundamente dormido. Entonces, la avispada
buscona se levantó cuidando de no hacer ruido, se vistió sigilosamente y salió
de la habitación de puntillas, llevándose con ella los cinco mil dólares que acababan
de pagarle a Cooke por la gira. La chica se llevó también con ella los zapatos
y la mayor parte de la ropa del cantante, guardada en una bolsa que traía
preparada al efecto, para asegurarse de que no pudiera salir tras ella si se
despertaba antes de tiempo.
Hasta ahora, todo bastante
previsible, según lo que hemos visto en tantas películas. Pero aquí entra en
juego la mala suerte a que me refiero en el título. Cuando Sam Cooke se
despertó, y se percató de la jugada, se pilló un cabreo sordo y empezó a romper
las lámparas y los muebles del cuarto, vociferando como un energúmeno. La dueña
del hotel, que estaba acostada, se levantó, se puso una bata, bajó a recepción,
sacó de su escondrijo la pistola que tenía guardada para defenderse de
atracadores e indeseables y esperó. Enseguida vio aparecer corriendo escaleras
abajo a un negro gigantesco y desnudo que se abalanzaba sobre ella dando voces
destempladas. Disparó instintivamente hasta vaciar el cargador. Y luego se
inventó la versión que dio a la policía. Era una mujer negra, pobre y con un
horizonte vital muy reducido, condicionado por la incultura, la miseria y la
marginación. Tal vez pensó que, si decía la verdad, nadie la creería, como siempre
le sucedía.
Sam Cooke era el rey del mundo en
1964. Pero la mala suerte se cruzó inesperadamente en su camino y le llevó a
terminar sus días en un hotel de mala muerte, nunca mejor dicho. Les dejo de propina otra de sus excelentes composiciones. Como me he extendido tanto en este caso, dejo los demás para una segunda entrega.
Triste e interesante historia..muy amenamente contada. Mis favoritas son las baladas tipo "when I fall in love", "sweet sixteen", "send me". En próximo capítulo tocará Marvin Gaye. ¡¡Grandes estos músicos¡¡
ResponderEliminarNo la des por cierta. Circularon otras versiones. Sólo los protagonistas saben lo que pasó y se lo llevaron a la tumba. Gracias por tu comentario. Las canciones que citas son también extraordinarias.
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