Pues la verdad es que ayer no
paré en todo el día. Había estudiado la víspera la accesibilidad a los lugares a los que debía acudir
y decidí usar el coche, aprovechando las últimas horas sin restricción de
tráfico, porque en cualquier otro medio habría llegado tarde a todas partes. Mi
primera cita era a las 9.30 con el doctor Gárate en Coslada, y me presenté en
el mostrador con quince minutos de adelanto. Para ello hube de tomar la
prolongación de O’Donnell hasta la M-40, moverme a paso de tortuga por el atasco
de dicha autovía hasta la salida de la M-21 y luego salirme por la Avenida de
San Pablo, en San Fernando de Henares, hasta llegar al hospital de ASEPEYO.
Es curioso, las anteriores veces
que visité este hospital me había sentido como un paciente. Sin embargo, en
esta ocasión, el hecho de llegar en mi coche, dejarlo en el parking frente al
hospital y llegar andando a la puerta con las llaves girando en mi dedo, me
hizo sentirme del otro lado, como si el enfermo fuera otro y yo fuera a
visitarlo. O como si fuera a visitarme a mí mismo. A pesar del adelanto, la
cosa se retrasó mucho, como ya me esperaba: radiografías, el aparato que no
funciona, burocracias diversas. Gárate examinó las placas y escuchó la descripción de mis molestias. Su respuesta: es
posible quitarme los tornillos del codo e incluso el gran clavo de titanio de
25 centímetros, probables causantes de mis dolores. Pero, para ello, es necesario que
haya pasado un año de la primera operación. Y también está condicionado a que
me hagan un TAC, que confirme la posibilidad de dicha operación. Eso me lleva a
pedir hora para el TAC en el mes de marzo de 2017. Mientras tanto a tirar
con las molestias. En fin. Va resultar que el bueno de Konrad Adenauer no va a ser mi compañero para siempre. La vida te da sorpresas
Ya les he contado que mis molestias no son excesivas ni invalidantes. Hago pesas, nado, conduzco mi coche. En
una escala de 1 a 10, yo me pondría un 9. Si me propusieran quedarme con mis
actuales dolores a cambio de no tener ninguna molestia más hasta que me muera,
ahora mismo firmaba. Pero, si con la extracción de Konrad Adenauer, alcanzo el 10, pues bienvenido sea. Por cierto, he de comunicarles que el urdangarín que me extrajeron de las entretelas ha sido absuelto de
todos sus cargos de malignidad, lo que me lleva a una nueva Colón-os-copia dentro de tres años. Pero
ahora les preocupa a los médicos el helicobacter
y su posible relación con mis molestias digestivas recientes. No creo que tenga nada que ver, el helicobacter
está cómodamente instalado en mi estómago y mis problemas han sido de intestino.
Yo lo dejaría tranquilo, somos una simbiosis perfecta. Lo que peor lleva mi
inquilino de renta antigua es que coma o cene con agua. Le gusta la cerveza tanto
como a su casero.
De Coslada salí por M-21 y
M-40 norte hasta mi trabajo en el Campo de las Naciones. 15 minutos en coche, frente a
la hora y cuarto que hubiera tardado en transporte público. Tenía que pasar por
el curre para recoger una serie de documentos para mi siguiente actividad consistente en acudir al Centro Cultural Conde Duque para asistir a la presentación de las conclusiones
de la conferencia Habitat III, celebrada en Quito en octubre. Para ello circulé
por M-40, M-30, Puente de los Franceses, Parque del Oeste, Marqués de Urquijo y
Marcenado, donde dejé el coche en un parking privado. He de decir que el acto me
resultó medianamente interesante, aunque reiterativo respecto a otros
anteriores. El discurso de la casta arquitectónico-urbanística de los últimos
años, se centra en diagnósticos costosos de hacer, conclusiones genéricas,
quejas diversas por la rigidez del sistema de planeamiento y una sensación
nítida de que la realidad va más rápido y nadie tiene soluciones mágicas para
atajarla.
Esta gente, estructurada en torno
a diversos santones de la Escuela, me produce una sensación parecida a la de
los oradores norteafricanos que escuché en el congreso de Marsella. Al final, forman
un lobby que va dando conferencias y más conferencias around the world,
mientras Alepo resulta destruida y las grandes urbes africanas y
latinoamericanas se sobrecargan de chabolas. Estuve a punto de intervenir, pero
mi registro está tan alejado del oficial que opté por callarme. Mi cuestión
hubiera sido la siguiente. Según uno de los oradores, en 2050 puede que haya
7.000 millones de personas viviendo en ciudades. Contrasto esa cifra con los
7.500 millones de la población mundial actual y los 11.000 que dan las proyecciones
de la ONU para ese año. Lo que se nos presenta es un modelo que nos lleva inexorablemente a
un mundo hecho de enormes macrociudades unidas por autopistas y trenes de alta
velocidad, y el resto un desierto.
Y nadie plantea una
alternativa a ese modelo. Todo son medidas remediales para las ciudades, parece
que no hubiera otra cosa que las ciudades. Remedios que, más que nada, son
brindis al sol, expresión de nuestros deseos. Por supuesto que todos queremos
ciudades inclusivas, resilientes, seguras y sostenibles. Faltaría más. Sin
embargo, yo rescataría la idea del planeamiento territorial, que estructure tanto el medio urbano como el rural, de forma que ambos sean lugares gratos para vivir. Porque
estoy convencido de que el gran problema de las ciudades es la superpoblación,
la afluencia de grandes masas rurales que huyen del hambre, la miseria y la
incuria. Estos son los que sobrecargan los barrios, congestionan el tráfico y
superan la capacidad de los servicios públicos y sociales. Estos son los que
hacen la ciudad invivible y también los que más se quejan. Pero no se vuelven a
sus lugares de origen, para no morirse de asco por la falta de oportunidades.
Piensen en Madrid. Qué bien
viviríamos los que realmente amamos el medio urbano, si se marcharan todos los
paletos, todos los cenizos y protestones que van en coche a todos lados
atascando las calles y tocando el claxon todo el rato. En agosto no se vive mal
aquí. El problema es que esa gente no se va porque no tiene alternativa. Por lo
que escuché ayer en la presentación de las conclusiones de Hábitat III (por
cierto, idénticas a las de Hábitat II, Estambul 1996), nadie está pensando en
alternativas al modelo territorial, sólo en remedios para la congestión, la
inseguridad y la violencia urbana, propias del modelo actual. Por eso no abrí
la boca en el acto. Mi discurso es atípico y pondría en cuestión el entramado
disciplinar del que viven estos popes. Diré que desde allí llevé el coche a mi
parking de residentes, para ir luego andando a tomarme unas cañas de Navidad
con unas amigas en El Bocaito de la calle Libertad. Y, tras una corta siesta, me
dirigí también a pié a mi actividad más interesante del día.
A las 8 de la tarde, en la
librería La Buena Vida, propiedad de
los hermanos Trueba cerca de Ópera, se presentaba un libro ilustrado con uno de
los pequeños cuentos que Scott Fitzgerald escribía para sobrevivir (parece que por
cada uno le pagaban 4.000$ de la época, una barbaridad). El texto ha sido
cuidadosamente traducido del inglés por los alumnos del curso de traducción que
coordina mi amiga Maite Fernández, dentro del grupo Billar de Letras, con el
que estoy bastante vinculado, como saben. Allí estaban Maite, los traductores y
el ilustrador y editor para presentarlo. Saludé también a Ronaldo, cuyo libro La Casa y la Isla va como un tiro en
ventas, de lo que me alegro un montón. El libro, cuya portada tienen a la izquierda, lo ha publicado Traspiés, una pequeña editorial bastante
artesanal, radicada en Granada. Las ilustraciones son una preciosidad y me
parece un buen regalo de Navidad para personas que no sean capaces de leerse un
gran tocho.
De Scott Fitzgerald se podrían escribir
varios posts exclusivos. Es uno de los cinco miembros esenciales de lo que
Gertrude Stein llamó la generación
perdida (los otros son Hemingway, Dos Passos, Steinbeck y Faulkner, nada
menos). Es una generación que se vio golpeada por la Primera Guerra Mundial,
tras la cual el mundo no volvió a ser el mismo. Vivieron de forma frenética los
felices veinte, la Ley Seca, el crash del 29 y los prolegómenos de la terrible
nueva guerra que acechaba al mundo. Fitzgerald murió a los 44 años, arrasado
por su alcoholismo y la esquizofrenia de su mujer Zelda, con la que había
formado una pareja muy popular en la época dorada. Dejó sólo cuatro novelas, de
las que he leído dos: El Gran Gatsby
y Suave es la noche, las últimas. Los
cuentos, que para él eran un género menor puramente alimenticio, son también
muy buenos.
Regresé caminando y crucé en diagonal la
Plaza Mayor, en donde estaban recogiendo los puestos de belenes y matasuegras. Los turistas hacían fotos compulsivamente con sus móviles. Otra
cosa curiosa de los nuevos tiempos: yo antes me paraba para no interponerme en
la trayectoria de los objetivos de las cámaras de fotos. Ahora ni me lo
planteo, ni los nuevos fotógrafos compulsivos esperan que lo haga. Bajo una llovizna
tenue, la ciudad estaba preciosa en la noche del viernes. Los otoños son por
aquí cada vez más gallegos. A mí sólo me falta que se vayan todos los que viven
aquí a disgusto y se están quejando todo el día. El problema es que estos
especímenes no tienen a dónde ir. Pero no nos quejemos, peor están en Alepo, según ven en la imagen que les dejo de cierre. Ojalá que nuestros hijos no sean otra generación perdida. La mía ha sido bien aprovechada, no hay queja. Sean felices y disfruten del finde.
El Fitzgerald este debía de usar toneladas de brillantina. ¡Menudo peinado!
ResponderEliminarScott Fitzgerald, como su personaje el gran Gatsby, era una persona de clase media obsesionada con acceder a lo más alto de la pirámide social. Por eso iba siempre impecablemente vestido, con chaqueta y corbata y su raya al medio perfecta. Preguntado al respecto por un periodista, dijo que él no podía descuidar su aspecto, que si a él le iba todo como esperaba, ya sus hijos podrían peinarse y vestirse como les diera la gana. Un tipo muy listo.
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