En plena ola de calor, ayer me
tocó recorrer el Madrid Río completo, a las horas centrales del día, bajo un
sol inmisericorde. Como les dije, debía acompañar a un alto cargo peruano, pero
en todo momento tuve la sensación de que tenía mal la información sobre este
señor (durante unos días llegué a creer que era ecuatoriano). El martes fui a
mi oficina para escuchar lo que le contaban sobre las nuevas directrices de
nuestra Área y, como me temía, tenía mal las coordenadas del visitante. Dos de
los datos eran ciertos: era peruano y era alto (más bien grandote, morocho y
con hechuras de oso). El otro era erróneo: no era cargo, sino un simple
estudiante del máster del INAP, el mismo que yo hice allá por la noche de los
tiempos, dos cursos completos de un año (él está en el primero, desde octubre).
Quedamos, pues, para el día de ayer; al salir de mi rehab crucé la plaza de Legazpi y le esperé en la Cantina del
Centro Cultural Matadero. Entre que se retrasó y que yo me extendí luego con mi
presentación power point (cargaba con
mi pesado portátil), pues no echamos a andar hasta la una.
Aunque le había advertido de lo
que nos esperaba, el tipo no tenía gorra ni sombrero. Con sus hechuras y el
calor aplastante, confiaba en cansarlo, pero al final fue él quien me agotó a
mí. Es que ni siquiera sudaba. Ni pedía parar a beber un poco de agua, o a
hacer pis. A las tres y cuarto, a la altura del Puente de Segovia, le invité a
una cerveza doble (yo la necesitaba ya a nivel casi físico) y le expliqué como
llegar al final del parque. Yo debía tomar el Metro en Puerta del Ángel para ir
a mi oficina, en el otro extremo de Madrid, para una reunión de una hora
relacionada con la red ONU-Hábitat. A las 5, comí un sandwich en mi restaurante
favorito de la zona y cogí el Metro para casa. Pero antes de llegar, me llamó
el amigo que me ayuda a hacer la declaración de la renta. O la hacíamos ya, o no
tenía más horas libres hasta final de mes (hay que presentarla antes de que
empiece julio). Así que, a la carrera, acabamos la cosa y hasta pude llegar por
los pelos a mi taller de inglés hasta las diez de la noche. Este es un tipo de
día bastante habitual en mí y supongo que no muy recomendable en una persona de
baja.
Y mañana viernes tengo consulta a
primera hora con el doctor Gárate, a ver qué me dice sobre la consolidación de
mi hueso. El resto del día es más liviano: a las 13.45 he de presentarme con mi
portátil en el restaurante Samarkanda, a cien metros de mi casa, a los postres
de una comida de 14 arquitectos holandeses, a los que daré una charla en inglés
de media hora sobre los nuevos desarrollos urbanos construidos en los años de
la burbuja, a cuya visita me he excusado de acompañarles (llevan un buen
cicerone). Eso pondrá a mis pies la alfombra del fin de semana, en el que
anuncian una suavización de temperaturas. Esta tarde tengo, pues, un
interregno, en el que estoy en mi casa, cómodamente en pijama, y no quiero
pensar en el doctor Gárate y su manía de contarme que Santa Marta tiene tren,
pero no tiene tranvía. Lo que me tenga que decir, a la vista de las nuevas
radiografías, se sabrá mañana. Y, para distraer la mente en esta larga y
calurosa tarde, pues eso: hablemos de literatura.
Un momento, que me pongo una mano
en la oreja, como hacen ciertos futbolistas cuando marcan gol; ¿qué dice el
coro? VALGA LA REDUNDANCIA. Bueno, eso lo han dicho ustedes, no yo. Lo que yo
hago no es literatura en sentido estricto. Yo hago un blog atípico (casi nadie
escribe tantos textos, tan largos y durante tanto tiempo). Es un blog de naturaleza mixta. A veces es
literatura, a veces es periodismo, a veces es rock’n roll, a veces sólo
entretenimiento y a menudo no pasa de ser un simple diario personal. Ni siquiera es
original: mi amiga Judy, de San Diego, escribe cada noche un diario de lo que le
pasó o le interesó a lo largo del día, y lo cuelga en la nube. Mi amigo Mariano,
siempre tan extremo en sus entusiasmos, me dice que he inventado un nuevo
género literario. Es una exageración; existen las novelas por entregas, las
series de TV con sus temporadas y muchas otras modalidades narrativas a plazos.
A mi favor está la definición de Unamuno, que decía que la literatura consiste
en extraer lo universal de las entrañas de lo cotidiano. Tal vez sea ése mi
objetivo. Si lo alcanzo o no, es algo que han de decidir ustedes, mis
seguidores.
Tengo mucho tiempo libre, ahora
que estoy de baja, y lo que pasa es que en este blog sólo hablo de los libros
que me han gustado mucho, a título de recomendación (Intemperies, El Sueño de
la Aldea Ding, Cirkus Columbia). Pero yo leo muchos otros libros. Por ejemplo,
el último de Maylis de Kerangal, joven escritora francesa de éxito. Sus novelas
se venden como churros y ha recibido diversos premios. La última se llama Reparar a los vivos y narra un trasplante
de corazón. El tema me interesa, tengo un buen amigo, colega de senderismo, que
vive con un corazón trasplantado, del que sospecha, medio en serio medio en
broma, que proviene de una donante femenina, porque dice tener sentimientos
cada vez más femeninos. Bien, el libro no está mal, se recrea mucho en las
circunstancias del donante, un joven que se mata en un accidente de tráfico, se
describe al milímetro la desolación de su novia, la difícil papeleta de sus
padres que han de autorizar la donación en medio de su shock.
Pero el texto se organiza en torbellino
hacia el clímax de la propia operación de trasplante, punto final de la novela.
Y no cuenta nada de lo que viene después (que es lo que a mí me interesaba).
Además, carga mucho las tintas en la parte emocional, para que el lector siga
el hilo acongojado, con el alma en un puño. Y, en mi opinión, se le va un poco
la mano. Les transcribo un fragmento, para que vean de qué hablo. Cordelia, una
de las enfermeras que participa en el proceso, joven y bonita, a la que la
historia le pilla en medio de la ruptura de su pareja, hay un momento en que ya no
soporta la tensión y sale a fumarse un cigarrillo al entorno desolado del
hospital, en las afueras de la ciudad, y lo hace con su uniforme liviano, aunque
la temperatura está bajo cero. Así describe De Kerangal su estado de ánimo en
esa circunstancia:
(Cordelia) está sola y decepcionada, es
desdichada, patalea y le castañetean los dientes cuando su desilusión devasta
sus territorios externos e internos, ensombrece los rostros, pudre los gestos,
tuerce las intenciones, hincha, prolifera, poluciona ríos y bosques, contamina
los desiertos, inficiona las capas freáticas, desgarra los pétalos de las
flores y deslustra el pelaje de los animales, macula la banquisa allende el
círculo polar y mancilla el alba griega, embadurna los más hermosos poemas con
una viscosidad doliente, saquea el planeta y todo cuanto lo puebla desde el Big
Bang hasta las astronaves del futuro y sacude el mundo entero, ese mundo que
suena a hueco: ese mundo desencantado.
Tras ese párrafo, la chica tira
la colilla al asfalto y la pisa con el pié. No sé qué les parece a ustedes,
pero a mí la cosa me da un tufillo a Paulo Coelho que echa para atrás (más teniendo en cuenta que no se trata de uno de los personajes centrales del drama). Yo no
les recomendaría este libro en mi blog. Mi amigo Eduardo Waisman, cuyas Calles Alquiladas ya me he terminado, no
necesita tanto desarrollo para expresar sentimientos muy profundos. En su texto
De qué hablamos cuando hablamos de
soledad, diferencia dos tipos de soledad, la soledad física y esa otra más
interior y dolorosa, relacionada con la sensación de abandono. El narrador
acaba de llegar a una ciudad en la que va a vivir solo durante un tiempo y regresa de
vagar por sus calles bajo la lluvia.
Llego a casa, me seco mientras escucho el
ruido atenuado del tráfico. Voy a estar solo un mes, eso es raro para mí. Sé,
como la mayoría de los mortales inteligentes, que una parte de mi soledad es
radical. Solo en mi disparatado viaje de remota posibilidad, solo al tratar de
pensar mis propios pensamientos, solo al luchar por mi integridad, solo por
saber que somos "El olvido que seremos".
Con esta soledad pacto, aparto mi muerte del pensamiento, trato de sentirme
único en el caos. Con la otra soledad no puedo, no puedo.
Por cierto, El olvido que seremos es una excelente novela del colombiano Hector
Abad Falciolince que, si no la han leído, se la añado encarecidamente a mi lista de recomendaciones. La prosa de Waisman es sencilla de leer, pero intensa y emotiva,
resultado de un esfuerzo de abstracción considerable. Pero se puede ser
complejo sin caer en el exceso que les he puesto más arriba. El libro que he
empezado ahora (para el cierre de esta temporada en Billar de Letras) es Lulu, de Mircea Cartarescu, el eterno
candidato a ser el primer Nobel de Literatura rumano. Por lo que llevo hasta
ahora, es un libro de difícil lectura, pero hipnótico, no se puede parar de
leer. El narrador, alter ego de Cartarescu está intentando empezar una novela
para librarse de la locura. Les he seleccionado un fragmento estremecedor, digno
del mejor Kafka.
Lo que intento hacer es precisamente lo
único que puedo hacer. Me aferro ahora, como a una última brizna de esperanza,
a la idea de que tal vez consiga curarme a través de la literatura. Es decir,
desenmarañar, mientras me queden fuerzas, este ovillo, este manojo de
intestinos, este mandala enredado en mi cabeza. Si la escritura es, como dicen,
una terapia, si puede curar, debería poder hacerlo ahora. Voy a emborronar una
página tras otra, voy a utilizar las hojas como vendas impregnadas no de tinta,
sino de lo que mi vieja herida supura. Quizá, finalmente, todo se empape en
ellas y, a medida que se vuelvan más y más purulentas, más burbujeantes, yo
mismo me vaya vaciando de veneno.
En fin, mis preferencias y mis
gustos están claros, aunque no todos los lectores de este blog han de estar de acuerdo con
mis juicios y opiniones. Podría añadir otros libros recientes, pero ya me estoy
pasando de tamaño. He empezado a escribir a eso de las ocho de la noche, cuando
mi hijo ha salido de marcha. Son ahora las once. He cubierto mi objetivo de no
pensar durante un rato en el doctor Gárate. Ya les iré contando. Que pasen un
buen fin de semana, a pesar de los calores.
!Glups! Por la última cita. Y mucho bueno mañana con el doctor que necesita intérprete y tiene indigestión refranera.
ResponderEliminarQuerida, supongo que compartes mis juicios literarios. Cartarescu me tiene fascinado, aunque su lectura es difícil. En cambio, Maylis de Kerangal, pues se excede bastante y alarga demasiado su libro. Aunque el arranque de la novela es espectacular: la narración de una partida de surferos que salen de noche en El Havre, para pillar de madrugada la ola perfecta. A la vuelta es cuando sufren el accidente.
EliminarLo del doctor refranero y colchonero ya lo contaré en algún próximo texto.
Besos.
La literatura es muy curativa. Mira Alfredo Sanzol, cómo se cura del mal de amores con "La respiración"
ResponderEliminarLas capacidades terapéuticas de la literatura están bastante acredidatas, especialmente para las dolencias mentales en las que, por desgracia, no se puede recurrir a los clavos de titanio.
EliminarPues un beso también para ti.
La chica esa Karagunis o como se llame se ha pasado varios pueblos. La verdad es que yo no he leído nada del tal Coelho, ni creo que lo haga, después de lo que usted dice...
ResponderEliminarEn cuestión de gustos literarios no hay reglas universales. A mí, Paulo Coelho me remite a un pseudomisticismo que me resulta muy exasperante. Pero hay gente que devora sus libros, como sucede con Ruiz Zafón y otros que tampoco son santos de mi devoción. Porrom-pom-pon.
Eliminar