Hoy, 13 de mayo de 2015, se
cumplen 27 años de la muerte de Chet Baker, un personaje verdaderamente
singular en el mundo del jazz. Trompetista extraordinario, considerado durante
años como la gran esperanza blanca de un mundo, el del jazz norteamericano,
dominado por los negros, unía a su dominio, versatilidad y sensibilidad como
instrumentista, una capacidad como cantante de baladas que junto con su belleza
natural volvía locas a las mujeres de su época. En sus conciertos intercalaba
la trompeta con estrofas cantadas como un auténtico crooner y sus composiciones pusieron el fondo sonoro a innumerables
películas, la última que me viene a la memoria, la excepcional L.A. Confidential.
Les intercalo algunos de sus temas más conocidos. No hay mejor homenaje a un músico
que escuchar sus grabaciones.
Su fallecimiento fue trágico,
como toda su vida. Tal día como hoy, Chet Baker apareció muerto al pie de la ventana de su hotel en Ámsterdam, por donde parecía haber caído. Tenía 58 años. Se especuló con
diversas versiones: estaba drogado y se había caído; lo habían empujado unos traficantes; un marido burlado lo había sacado a hostias por la ventana,
tras sorprenderlo con su mujer en el hotel de marras. Al final les contaré la
versión que finalmente se da por buena, no menos sórdida que las anteriores.
Porque este hombre de aire angelical, que cantaba con un lirismo exacerbado y
tocaba como los ángeles, llevó casi desde su juventud una vida arrastrada,
dominada por las pasiones, su afición a la heroína, las mujeres guapas, los
coches de alta gama y las juergas de varios días. Todo eso, curiosamente,
convivía con una especie de inocencia primigenia; era un bendito, incapaz de
dominar sus vicios. Al menos al
principio. A partir de cierto punto, era simplemente un yonqui, y ese es un
calificativo que caracteriza a un tipo de gente de la que no te puedes fiar. Las imágenes de abajo dan cuenta de una vida de excesos, antes y después, y son significativas.
Pero vayamos por partes. Chet nació
en Oklahoma en 1929. Su padre, alcohólico guitarrista frustrado, le
compró su primera trompeta con 11 años. En los 40, la familia se trasladó a
California y allí el chico empezó a cantar en concursos radiofónicos, mientras
estudiaba algo de música. Pero, a los 16 años, dejo el colegio en el que
estudiaba y se enroló en el ejército. A partir de ahí su formación musical fue
totalmente autodidacta. Era 1946 y la Guerra Mundial había terminado. Tras dos
años en Berlín, dejó el ejército, empezó a tocar en clubes de jazz de Los
Ángeles, y se matriculó otra vez en una escuela de música. Pero dejó
los estudios enseguida, se enroló por otros dos años y, sólo tras
este segundo período de servicio a la patria, decidió dedicarse a la música como
profesional. Su vida era ya caótica y vertiginosa.
Hizo algunas audiciones en
estudios de grabación, y no tardaron en contratarle. Poco después era ya miembro
del cuarteto del saxofonista Gerry Mulligan, que completaban un bajo y un
batería. Pero este grupo, que dejó grabaciones históricas y conciertos
memorables, se disolvió abruptamente en 1953 por una circunstancia reveladora:
su líder ingresó en la cárcel por posesión y consumo de drogas. Se desconoce si
el bueno de Chet había empezado ya a consumir, pero es bastante probable. En el
cuarteto de Mulligan, Chet se había revelado como un trompetista especial, y
también le habían animado a cantar. En las actuaciones en directo, las mujeres
iban casi en exclusiva para escucharle cantar y gritaban histéricas con sus
solos. Tras la disolución del grupo, Chet decidió explotar su vena lírica y
formó su propio grupo, con el pianista Russ Freeman y, por supuesto, bajo y batería.
Creo que todos los temas que les voy poniendo en este post corresponden a esa época.
Se hablaba de Chet Baker como del
James Dean del jazz. Con la vida que llevaba, todo el mundo esperaba que
muriera joven como Dean, pero logró sobrevivir, casi como un muerto viviente. Lo
sorprendente es que, en medio de la sordidez de su existencia, cuando salía a
un escenario y tomaba su trompeta o cantaba con su voz suave, se transfiguraba
y conseguía transmutar toda su penuria en una forma innegable de belleza. Su
música transmitía serenidad, dulzura, paz. A finales de los cincuenta, Chet
Baker era un músico apreciado en la cresta de la ola. Era guapo, famoso,
tenía las mujeres y la droga que quería y su vida discurría con rapidez. Era
un jazzman de primera línea, hasta el punto que saltó el charco y empezó a hacer giras por Europa.
En julio de 1960, fue detenido en
Italia. Conducía por una carretera y paró a poner gasolina. No sólo al coche.
Como no salía del baño, el gasolinero fue a ver qué le pasaba y lo encontró
desmayado, con una jeringuilla en el brazo. Se armó un escándalo considerable,
fue detenido y acusado de posesión y consumo de heroína. No era la primera vez
que pasaba un par de días a la sombra, pero esta vez hubo juicio y condena. Era
un tipo famoso y su caso se convirtió en ejemplarizante. No salió de la cárcel
hasta las navidades de 1961. En el pueblo toscano de Lucca, donde está el
presidio en el que pasó año y medio, había un pequeño club de jazz y muchos
aficionados. Aunque estaba prohibido que los presos tuvieran instrumentos
musicales, los forofos locales consiguieron convencer al director de la prisión
de que se trataba de un caso excepcional, un artista del primer nivel al que no
se le podía reprimir su arte.
Le suministraron una trompeta y
se le concedió permiso para tocar dos horas al día. Los viejos del pueblo
todavía se acuerdan. Chet Baker tocaba en su celda y toda la cárcel se paraba;
presos y guardianes escuchaban arrobados sus fraseos. Y los vecinos acudían al
pie de la muralla a disfrutar de dos horas de música maravillosa. Año y medio más
tarde, Baker salió de la cárcel, más gordo (milagros de la pasta local),
regenerado, desintoxicado y en plena forma. Grabó en Roma un disco que se llamó
Chet is back, en agradecimiento de lo
bien que le habían tratado. Y parece que hasta pensó en quedarse en Italia y
abrió un club de jazz en Milán. Pero un yonqui siempre recae. Le detuvieron de
nuevo en Alemania, donde decidieron deportarlo. Pero ya no le dejaron entrar en Italia. Así que lo mandaron a
su tierra. Y allí su vida se precipitó al sumidero.
En 1966 desapareció. Algunas
enciclopedias del jazz llegaron a darlo por muerto. Pero no estaba muerto. En
un callejón de San Francisco, unos traficantes se habían cobrado una deuda no
satisfecha dándole una brutal paliza. Le rompieron todos los dientes. Y un
trompetista sin dientes no puede tocar. A partir de ahí, la autodestrucción.
Tres años después, un músico de jazz reconoció a Chet en el gasolinero
desdentado y lamentable que llenaba el depósito de su coche y dio el aviso. Sus
colegas se movilizaron y le ayudaron, liderados por el gran Dizzie Gillespie.
Le pagaron una nueva dentadura completa y un tratamiento con metadona. Un tiempo
después tuvo una reaparición apoteósica en el Carneige Hall de New York. Su
sonido ya no era el mismo, porque su boca tampoco era la misma, pero pudo
seguir con una carrera aceptable, ayudado por su aura de malditismo.
Y se fue de los Estados Unidos.
Europa era el lugar en donde se había sentido más a gusto, donde la sociedad,
menos puritana, perdonaba sus excesos y entendía mejor su música. Vivía en
hoteles, estaba casi siempre de gira, grababa de vez en cuando y sobrevivía como
podía, de la misma forma vertiginosa. Era ya un artista de culto. Volvió a tocar en Italia, en Alemania y
hasta en España (en el San Juan Evangelista dio su último concierto español dos
meses antes de morir). Sobre lo que sucedió el día de su fallecimiento, existe una
versión que se da por buena en los medios musicales y que yo me creo (como me
creo la que conté sobre la muerte de Sam Cooke en el Post #49).
El día de autos, Chet Baker había
dado un buen concierto en un club de Ámsterdam. Estaba hasta arriba de heroína.
Y, tras recorrer varios garitos, volvió al hotel de madrugada, acompañado de unos amigos y unas cuantas groupies, todos tan colocados como él. Subieron a su habitación y montaron un escándalo considerable.
La dirección del establecimiento intentó en vano que se calmaran. Y al final le
dijeron que dejara el hotel, que lo expulsaban. Entonces, como suele suceder,
el tipo se puso digno y dijo: ustedes no me echan, soy yo el que se va de este hotel
de mierda. Salieron a la calle en comitiva, en busca de un lugar donde no les dieran el
coñazo. Chet había dejado sus cosas arriba, algo que le importaba una mierda, pero entonces cayó en la cuenta de que también se había dejado su trompeta, y eso era serio. Tenía que volver a por ella. Pero entrar por la puerta, disculparse y pedírsela a los de recepción era una forma de indignidad. Y a su mente nublada acudió la idea de
trepar por la fachada hasta su ventana abierta. A la altura del segundo piso,
perdió pie y cayó. Los amigos salieron por piernas. Una vez más, el gran Chet había tomado la decisión equivocada. Murió como había vivido.
Una placa recuerda hoy el lugar del suceso. Se la dejo de propina. La inscripción es conmovedora: El trompetista y cantante Chet Baker murió aquí el 13 de mayo de 1988. Él vivirá en su música para cualquiera que esté dispuesto a escuchar y sentir...
Cuando ya creía que no me iba a sorprender con sus textos, de pronto se nos descuelga con un relato emotivo y preciso sobre un personaje del que no había oído apenas nada. Pero es que oigo su música y me suena tan conocida, tan a Hollywood, que posiblemente la haya escuchado en decenas de melodramas y películas de gangsters sin fijarme y sin sentir curiosidad sobre quién era su autor.
ResponderEliminarGracias y enhorabuena.
No soy un especialista en jazz, pero la figura de Chet Baker siempre me ha fascinado. Su música sonaba en muchas películas y me temo que no tenía discípulos ni imitadores. Es muy difícil que salga alguien capaz de cantar y tocar la trompeta tan bien.
EliminarSaludos.