El cine es una de las
manifestaciones culturales que más ha cambiado a lo largo de estos sesenta años
que me ha tocado vivir hasta ahora. Yo no puedo imaginar mi vida de niño y
luego de joven sin el cine: de barrio, de estreno, al aire libre. Los cines,
como los bares, eran los auténticos centros de relación durante mi infancia, los
verdaderos equipamientos sociales. Podría dedicar este post a la fascinación
que me transmite el llamado Séptimo Arte, a lo que suponen para mí figuras como
John Wayne, Marlon Brando, Paul Newman, Audrey Hepburn o Marylin Monroe, entre otros.
Pero me voy a centrar en mis recuerdos y experiencias a lo largo de
los años. Hace poco asistí a la conferencia
“Lhardy y el cine”, la última de las organizadas para celebrar el
175 aniversario del emblemático restaurante.
Allí se hizo hincapié en algo que
yo había olvidado: tras el invento de los hermanos Lumière, las exhibiciones de
cine se extendieron por España, igual que por toda Europa, en sesiones en las
que se proyectaban películas de tres a cinco minutos, por supuesto, mudas.
Mostraban, por ejemplo, la salida de los obreros de una fábrica, o un tren que
venía de frente y provocaba el soponcio de las señoras sentadas en las primeras
filas de sillas. Estas sesiones se organizaban en teatros y circos, pero
también en barracas de feria, patios, sótanos o descampados. El invento era
ambulante, sin sedes fijas y rotaba por los pueblos, transportado en carros de
mulas. A partir de 1910 aparecen las primeras salas de cine en París y muy
pronto en Madrid y las demás ciudades españolas.
Se lo creerán o no, pero recuerdo
perfectamente la primera vez que mi madre me llevó al cine en La Coruña, en los
primeros 50. Fuimos al cine Goya, cercano a la playa del Orzán, y vimos Mi mula Francis, una ingenua película en
blanco y negro, que giraba en torno a una mula que hablaba. No he vuelto a
verla nunca, pero no he olvidado la impresión que me causó y mi pregunta
insistente: Mamá, pero ¿es de verdad? Años más tarde, yo me trabajaba los cines
de sesión continua, como el Equitativa, que estaba cerca de mi casa, o el Kiosco, en la explanada de El Relleno. El Kiosco era un antiguo café en el
que habilitaron la sala principal para cine, con la pantalla en el centro, de
forma que los de un lado veían la película al derecho y los del otro al revés.
Eso es algo que me contaron: cuando yo empecé a ir, habían
subido la proyección a la planta primera, con la pantalla en un lado.
A mí me gustaban mucho los cines
del centro, como el París y el Savoy, que estaban en la calle Real. En el
Savoy, la pantalla estaba a mucha altura, encima de la puerta principal a la calle y el
suelo caía en cuesta desde dicha puerta, de modo que uno entraba bajo las
imágenes e iniciaba el descenso hasta derrumbarse en una silla clavada al suelo en posición oblicua. En ocasiones, acompañaba a mi anciana tía Lola, muy aficionada a las
películas policiacas. Nos arrellanábamos en las butacas y seguíamos el
desarrollo de la historia. A mi tía siempre le pillaba de sorpresa el desenlace
y el descubrimiento de quién era el malo, sorpresa que exteriorizaba ruidosamente
con comentarios del tenor: ¡Mira el médico, que sinvergüenza, con lo bueno que
parecía!, lo que suscitaba un coro de gente que chistaba molesta a nuestro
alrededor.
Años más tarde, ya de
adolescente, iba con los amigos al cine Alfonso Molina, muy alejado de los
barrios centrales, donde se decía que te dejaban pasar a las películas de
mayores. A veces era un bluff, pillabas a un portero que tenía un mal día y te
pedía el carnet, y tenías que volverte con el rabo entre las piernas (nunca
mejor dicho). Otras veces la cosa daba resultado y todavía recuerdo el impacto
de ver Cleopatra, o más bien los
restos de la escabechina perpetrada por la censura para que no le viéramos a
Liz Taylor mucho más que la nariz. Porque las películas eran minuciosamente
recortadas con tijeras y pegadas luego con acetato, cuidando que no quedara un
solo fotograma indecente. Además, antes de la propia película te pasaban el
NoDo, y tenías que ver a Franco inaugurando pantanos y otras delicatessen.
Ya en Madrid, desde el primer día
me hice un asiduo de los cines de sesión continua. En mis años de Colegio
Mayor, acudía sobre todo a los de Argüelles, el Emperador, el Españoleto y
tantos otros. Las tardes de diario, el cine estaba lleno. Uno entraba a la
mitad de una película, luego se tragaba el NoDo, a continuación la segunda película
entera y por último la mitad que faltaba de la primera. De modo que a lo largo
de la tarde había un trasiego continuo de gente entrando, saliendo o yendo al
baño. Uno de los que más me trabajaba yo era el Pelayo, en Fernández de los
Ríos, donde daban películas del Oeste. En el segundo descanso, el aire estaba
ya bien cargado (creo recordar que todavía se fumaba en el cine). Entonces,
para contrarrestar el olor a humanidad, salía un niño gordo muy colorado que recorría el pasillo central sosteniendo
en alto un frasco gigante de vaporizante, con el que echaba sobre el personal nubes
visibles de ozonopino, entre la rechifla de la peña que le decían gordo-cabrón, échatelo tú por los huevos y cosas aun peores. El pobre pasaba el trago como podía, con los mofletes cárdenos por el papelón.
Ya viviendo en la ciudad, amplié
mi radio de acción a los cines del entorno de Sol (a mí siempre me ha tirado el
centro). La reprimida sociedad franquista se iba poco a poco liberando, a la
espera del destape. Los cines eran un lugar donde se intentaba ligar, las
parejas iban a darse el lote y
empezaban a salir del armario los primeros homosexuales. En el cine Montera y
otros, la fila de atrás era escenario de esforzados combates amorosos, hasta el
punto de que se la llamaba la fila de los
mancos, por el poco uso que se hacía de los reposabrazos. Se dice que había
pajilleras, pero a mí nunca se me ofreció ninguna. Si que hube de sufrir a un gay que me abordó de forma que no dejaba
lugar a dudas en el cine Pleyel, a dónde en mi ingenuidad había acudido solo.
El tipo se me echaba encima, yo me cambiaba de butaca y el tipo se cambiaba
también. Harto del acoso me fui al baño y allí caí en la cuenta de en qué clase
de muladar estaba. Hasta tipos con la minga en la mano se paseaban entre los reflejos pálidos de los azulejos.
Más tarde llegaron los cines de
Arte y Ensayo, donde yo me acostumbré a ver las películas con subtítulos, como
el California, el Alphaville o el Pequeño Cinestudio Magallanes. Allí íbamos a
ver El acorazado Potemkin, Ivan el
Terrible, Los 400 golpes o Repulsión, que eran cojonudas. A cambio
nos tragábamos una serie de bodrios de Antonioni y hasta de Bergman (por no
hablar de una brasileña insufrible llamada Antonio
das Mortes), que nadie se atrevía a decir que eran un peñazo para no quedar de poco engagé. Los que
íbamos de intelectuales no podíamos caer en semejante descuido. Recuerdo
también las colas para ver Helga, un documental
de divulgación médica, en la que el personal se tragaba más de una hora de tediosas
enseñanzas conductistas, sólo por ver al final un parto en primer plano. En concreto, lo que se quería ver era los dos segundos iniciales de dicha escena. Así de
mal estábamos en aquellos años. Era el tiempo de las excursiones a Perpignan
para ver fugazmente algún desnudo hurtado por la censura en películas ya
vistas.
Yo que era más fino, me hice
socio del Istituto Italiano di Cultura,
al final de la calle Mayor, lo que me dio ocasión de ver películas de
Rosellini, Fellini, Pasolini y otros sin los cortes de la censura pero, eso sí,
en italiano y sin subtítulos. Pasaron los años, llegó la democracia y se
normalizaron una serie de conductas. Yo empecé a trabajar y me aboné a los
cines de estreno, mientras los de sesión continua de los barrios iban
languideciendo. Una vez que uno se iba haciendo mayor ya no se veía en la
obligación de fingir que le gustaba lo que no le gustaba y, a la vez, se empezó
a reivindicar el cine de personajes que yo adoraba, como John Ford o Sam Peckinpah.
Otros como Kubrick o Hitchckok, no admitían discusión. Recuerdo algunas
películas que me impactaron tanto que volví a verlas en el mismo cine de su
estreno: American Graffitti, Pat Garret and Billy the Kid o, más
recientemente, Una Historia del Bronx.
Y una por encima de todas: Blade Runner,
la película que más veces he visto en mi vida. No me canso de repetirla.
Pero los tiempos estaban
cambiando. El primer indicativo fue la apertura de los Minicines de Fuencarral.
Donde antes había una sola sala surgieron tres. Los cines de barrio fueron
cerrando y aparecieron las multinacionales con los complejos de 24 salas y la
estúpida costumbre de comer palomitas y beber coca cola de
garrafón. Yo no comía palomitas en el cine cuando era chico: comía pipas de
girasol y me fumaba algún celtas. Pero los chavales creen homenajear a sus mayores con semejante gilipollez. Para acabar de joderla ha
venido el tio Wert con la rebaja. O, más bien, con la subida del IVA. Los
empresarios de cine están con el agua al cuello y tienen que inventarse cosas
como la Fiesta del Cine. Es un indudable éxito. La gente, si le bajasen el
precio, volvería masivamente al cine. Por el contrario, si pusieran el Metro a
10 euros, iríamos todos andando. Pero no les demos ideas…
Además del Pleyel y el Montera, debes añadir el Postas, donde dice la leyenda que se cosechaban pulgas como conejos, valga la exageración. Yo no creo haber ido nunca al Pelayo, pero después de leer tu post, ya es como si lo conociera: imagino perfectamente al niño gordo pasando una vergüenza de la leche. Posiblemente sea ahora un señor mayor que repasa sus recuerdos con añoranza de unos tiempos que no volverán. ¿Has pensado en la posibilidad de que entre en tu blog? Sería genial.
ResponderEliminarTeniendo en cuenta que yo estaba ya en la Universidad y el chaval tendría unos 8 o 10 años, pues puede que, si vive, tenga ahora en torno a cincuenta. Es muy raro que lea este blog, pero nunca se sabe. Es una idea muy literaria la tuya.
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