En estos días, algunos colegas me
han preguntado cómo es que no digo nada positivo de Cuba y los cubanos. ¡Por
Dios! Los cubanos son una gente cojonuda, son mis hermanos. Tienen un sentido innato
para la composición musical, para la danza, un humor característico sustentado en
un habla única, una energía caribeña inagotable y una imaginación desbordante que les ayuda a sobrevivir en una situación de verdadera penuria económica. A esto hay que añadir, como en
cualquier país de la órbita soviética, una educación exquisita: allí no hay analfabetos,
la gente del pueblo es culta, adora la discusión y el debate y te puede
suceder, como a mí, que el vigilante de una reserva de cocodrilos se te ponga a
hablar de Nietzsche con fundamento. Yo adoro al pueblo cubano; otra cosa es el sistema político que sufren, dicha la palabra sufrir en su acepción más extendida.
Vale, no sufran, ya voy con la anécdota
prometida. Empezaré por aclarar que Rancho Boyeros es el nombre con
que los viejos campesinos cubanos siguen denominando al Aeropuerto Internacional José
Martí, de La Habana, igual que muchos de nosotros seguiremos llamando Barajas al Adolfo Suárez. Como
les dije, en el otoño de 1988 me apunté a correr el Maratón de Varadero (ahora
ya no existe tal carrera, sustituida por la de La Habana, en donde es
previsible que haya un mayor calor popular). Ya antes de salir de viaje, averigüé
algunos detalles del invento. El amigo P., que se ganaba la vida con diversas
actividades relacionadas con el deporte, entre ellas la organización de viajes
a los maratones serios como el de New
York, se tomaba lo de Cuba como unas vacaciones. Tenía buenas relaciones con el
Ministerio de Deportes cubano y era bien recibido en la isla, donde tenía amigos y estaba buscando un terreno para construirse una casa.
Formaban el grupo unas 15 personas fijas, que todos los años repetían un viaje que también se tomaban como unas vacaciones, y que les servía para volver a un país donde tenían diferentes negocios deportivos, comerciales,
amorosos o de simple holganza. Además, cada año pillaban a algún incauto como
yo. A cambio de llevar a algunos corredores españoles, cuya presencia
prestigiaba la carrera, a P. le pagaban el viaje. Pero sólo si volaba en
Cubana de Aviación. El problema es que un año llevó a todo el grupo en Cubana
y pasaron un miedo horrible, con un avión viejo que todo el rato parecía a
punto de desintegrarse. Eso había generado protestas que habían desembocado en una solución de compromiso: P.
volaba unos días antes en Cubana, y nos mandaba a los demás en Iberia. Al parecer
P. tenía un miedo irreprimible a los aviones y afrontaba esos vuelos a base de
biodraminas y whisky.
El día de la cita, quedamos en
Barajas con una hora de antelación para conocernos. Nada más llegar a la
terminal, reconocí a varios colegas. La gente que corre maratones tiene un tipo
especial, están súper delgados, tienen un aire ingrávido, un poco felino, y gastan chándales vistosos de las marcas
punteras. Se lo creerán o no, pero en ese tiempo yo pesaba 59 kilos. Nos
presentamos y formamos corro. Éramos un grupo mixto, con unas cuantas parejas,
amigos de años anteriores, etc. Enseguida me percaté de que había un
elemento que se salía de la regla del grupo. Por edad, hechuras y aspecto. Era
un tipo muy mayor, chaparro, regordete, con un puro a medio fumar sostenido entre dos dedos,
pelo rizado canoso y un aire entre Spencer Tracy y una especie de Curro Jimenez bajito. Frente
a las mochilas ergonómicas que cargábamos los demás, aquel abuelo llevaba una
maleta atada con una cuerda, como los viajeros del siglo XIX. Me lo presentaron como Pepe Ortega y, al
saludarnos, no pude evitar preguntarle: ¿Pero tú también vas a correr la
carrera? Con seriedad absoluta, me dijo que por supuesto. Un rato después, un ayudante de P., que andaba por allí organizando el cotarro, me confirmó lo
que imaginaba: el tipo me había tomado el pelo. Pepe Ortega no había corrido
en su vida.
En este blog ha quedado
acreditada mi capacidad de empatizar con frikis y similares, así que no les
sorprenderá que Pepe Ortega y yo hiciéramos buenas migas y nos sentáramos
juntos en el avión (éramos los únicos nones del grupo). Me contó su vida
mientras cruzábamos sobre el Atlántico en un día despejado y luminoso. Era nada
menos que un superviviente de la División Azul, un tipo que había logrado salir
vivo de Stalingrado. Los ayudantes de P. me confirmaron que ese dato era
cierto. Pero Pepe Ortega no era un fascista (ya he dicho que para mí, fascista
no es un insulto, sino un adjetivo descriptivo de un tipo de mentalidad). Yo lo
definiría más bien como un aventurero, un ácrata irredento con un punto
gamberro. Sus padres habían muerto en la guerra española. Me contó que era casi un
adolescente cuando firmó los papeles para alistarse a la aventura en la helada estepa
rusa. Que no sabía cómo había logrado volver de aquel infierno. Que esa experiencia había marcado para siempre su personalidad: después de aquel horror, su forma de abordar cualquier tema partía inevitablemente de un escepticismo básico sobre la condición humana.
De aquellos años conservaba una
aversión visceral a las dictaduras de izquierdas, por lo que no le tenía ningún cariño a Fidel Castro. Sin embargo, cada año volvía a Cuba con un objetivo
preciso: comprar todas las cajas de puros que pudiera. Al volver, todos los del
viaje tendríamos que camuflar en nuestros equipajes cuatro o cinco de esas cajas de puros, para
pasar la frontera con ellas. Le expresé mis reservas, pero me dijo que no había
ningún problema, que con la carga repartida era sencillo salir de Cuba y que,
si me negaba, iba a quedar muy mal con el grupo. Pepe Ortega compraba puros
para todo el año, que vendía luego en un bar de la Plaza Mayor de Jaén, donde
vivía. Era una de sus múltiples fuentes de ingresos, porque no pensaría yo que con las
ayudas oficiales como héroe del franquismo le llegaba para vivir decentemente. Como a otros compañeros, le habían ofrecido regentar un estanco o un kiosco de prensa, pero nunca había aceptado estas fórmulas y se ganaba la vida como podía.
Durante el vuelo, se formaban de vez en
cuando corrillos entre los miembros del grupo. Así me enteré de que, en el
Aeropuerto de Rancho Boyeros, nos esperaba P., en compañía del mismísimo Alberto
Juantorena, el mítico atleta cubano retirado, doble medallista olímpico en
Montreal-76 (400 y 800 ms.), por entonces Adjunto al Ministro de Deportes, que quería
saludarnos personalmente. Al menos dos veces le advirtieron a Pepe Ortega que a ver
si iba a hacer alguna pirula de las suyas, que el año anterior casi los devuelven a todos a Madrid por su culpa. Al final conseguí que me lo contasen. Al parecer, en la
aduana, le habían dicho que no podía entrar en la isla con un paquete gigante en
el que llevaba un teclado Hammond encargado el año anterior por un músico local
amigo suyo. En el tira y afloja, Ortega se puso farruco y pidió que le dejaran usar algún teléfono (no había móviles entonces), para llamar directamente a Fidel Castro,
de quien dijo tener el número. El jefe de aduanas se agarró tal mosqueo que, en un momento dado, se llegó a plantear la posibilidad de meterlos a todos en el primer avión de vuelta. Al final, P. logró
reconducir la situación.
Pepe Ortega prometió portarse
bien, aunque se pasó todo el viaje despotricando contra el régimen cubano. Aterrizamos
finalmente y bajamos por la escalerilla, sintiendo por primera vez el aire tórrido del Trópico. P. nos esperaba abajo y nos contó que
esta vez iba a ser todo muy sencillo y no íbamos a tener ni que pasar la aduana,
porque nos iban a dar tratamiento de diplomáticos. Así lo había dejado dispuesto Juantorena, que finalmente no podía venir a darnos la bienvenida, porque había sido
convocado a una reunión urgente. En su lugar lo haría Danilo, otro
alto funcionario castrista, que nos saludaría allí mismo en la pista y luego
nos sacaría directamente por una puerta lateral. Apareció por fin el tal
Danilo, un tipo retaco, chuleta y de aire insolente, vestido de verde oliva, tocado con
gorra de campaña y con dos cartucheras de balas auténticas cruzadas sobre el pecho. Nos
alineamos para el saludo, formando una hilera, con nuestras mochilas y pertrechos,
Danilo inició entonces una
especie de pase de revista, empezando por el extremo izquierdo de la hilera, en compañía
de P., que le iba contando quién era cada uno, según una lista impresa que
llevaba. La escena parecía directamente sacada de Bananas, la delirante
película de Woody Allen. La mayoría de los miembros del grupo, delgados y relucientes, con
nuestros coloridos chándales de última generación, aguardábamos la revista muy tiesos en posición de firmes, incluso el que sostenía en alto la percha con el traje de novia a que me referí en el post anterior. A mi derecha, Pepe Ortega, rechoncho, rollizo y cetrino, con su vieja maleta decimonónica a un costado, destacaba como un
garbanzo negro en un cocido madrileño. La revista llegaba a mi altura y P. iba
diciendo: este es Menganito, que trabaja en la Diputación de Almería y fue
recordman de España de 5.000. Aquí Zutanito, director de sucursal del BBV en
Cáceres. Aquí Emilio, que es urbanista del Ayuntamiento de Madrid.
Danilo miraba a todos desde su estatura más baja, extendía la mano y daba sucesivos apretones diciendo “bienvenido a Cuba”.
Me rebasaron y P. anunció: –Este
es Pepe Ortega, que no viene a la carrera, pero es como el padre espiritual del
grupo. Danilo no le ofreció la mano de primeras. Por el contrario, levantó la
barbilla, achicó los ojos y, con cara de Sherlock Holmes, preguntó: –¿Usted y
yo no nos hemos visto antes? Pepe Ortega se encogió de hombros, torció la
cabeza y compuso una especie de puchero de duda: –No sé. Como no haya sido en la
proclamación de mi sobrino… ¿Cómo dice? –preguntó Danilo con desconfianza. Sí,
en la proclamación de mi sobrino Daniel Ortega, como presidente de Nicaragua.
Pepe Ortega sostenía la mirada del otro sin sombra de ironía. Los presentes
no sabíamos a dónde mirar, deseando que el asfalto de la pista se nos tragara
para siempre. La cara de P. era un auténtico poema.
Danilo engarfió los pulgares en
las cartucheras que le cruzaban el pecho y entrecerró aun más los ojos sin
perder de vista a su adversario, cabeceando imperceptiblemente mientras decidía
si aquel tipo iba de farol o decía la verdad. Pasaron unos segundos
interminables, en los que el cabeceo parecía acentuarse poco a poco. Danilo asintió
finalmente, dijo: "pues allí habrá sido",
extendió la mano, estrechó la de Pepe Ortega y continuó con la revista de la
tropa. Tal como lo viví, así se lo he contado. Sucedió en la pista central del aeródromo de Rancho Boyeros, más conocido como Aeropuerto Internacional José Martí, de La Habana.
Pasamos por la puerta de
diplomáticos sin sufrir escrutinio aduanero alguno y abordamos la guagua que
nos trasladaría a Varadero. Más tarde, ya pasado el apuro, P. le echó una bronca
monumental, le dijo que era un gamberro incontrolable, que siempre tenía que montarla y que no sabía cómo lo
aguantaba. El último día del viaje, Pepe Ortega nos abarrotó los equipajes con una cantidad desmesurada de cajas de puros, pero
llegamos sin problemas a la escalerilla del avión de vuelta. En Barajas abrimos las mochilas y le hicimos entrega de la mercancía. Un crack, este Pepe
Ortega. Un personaje bizarro, faltón, valleinclanesco, tan de vuelta de todo como un veterano de Corea. Yo le calculo que entonces rondaría los 70 años. Así que seguramente se
habrá muerto hace tiempo. Valga esta historia como un pequeño homenaje a su memoria.
Una historia muy buena. De traca. Sólo un detalle: no sé por qué dices que tu compañero no era un fascista. Yo creo que sí lo era y de ahí su anticastrismo y su crítica continua al régimen de Cuba. Saludos.
ResponderEliminarNo estoy de acuerdo con este comentarista. A la División Azul se apuntó mucha gente que no era franquista, como un simple modo de supervivencia. El padre de un amigo mío, había empezado Derecho cuando fue movilizado por la República. Pasó la guerra como conductor de vehículos de todo tipo. Al acabar la contienda, no podía volver a la Universidad y se apuntó a la División Azul, también como conductor, para quitarse de encima la etiqueta de rojo y poder ganarse de alguna manera el cocido. Él también regresó, montó un taller de reparación de automóviles, se casó y formó una familia. Y te puedo asegurar que educó a sus hijos para que fueran demócratas.
EliminarMe encanta que se respondan entre ustedes. Respecto al primero, yo creo que Pepe Ortega criticaba el castrismo desde su izquierda, pero respeto la opinión de quien le cree más a la derecha. En relación con lo segundo, la División Azul debió de ser una amalgama variopinta de personajes, desde los anticomunistas furibundos y los pronazis, hasta gente más centrada, que se sumaban al proyecto por necesidad, o por afán de aventura.
EliminarEn conclusión de sus dos textos sobre mi tierra: Usted pensaba que el estalinismo, cocinado en salsa caribeña, se suavizaría y se volvería más humano, pero se encontró con lo contrario.
ResponderEliminarSi, con "lo contrario", quiere decir algo peor, o más duro, no estoy de acuerdo, aunque, siendo usted de allí, sin duda tendrá mejor información que la mía. Si quiere saber mi opinión al respecto, le diré que no creo que el régimen castrista sea peor que el de Stalin. Como mucho, quizá podríamos decir que tiene un punto bananero, dicho esto sin ánimo de ofenderle. Los intelectuales pueden sentirse más acogotados por la férrea censura, pero el pueblo llano no está disconforme, en general, con el régimen, aunque agradecerían que se mitigara la penuria económica que sufren y que la burocracia no fuera tan lenta y tan inútil. Yo creo que les encantaría vivir una transición del estilo de la española, modernizadora, paulatina y sin violencia. Esa es la impresión que yo me traje de vuelta en 1988, y no tengo información de primera mano más reciente.
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