Después de presumir de regularidad
en la producción de posts, hoy me ha
pillado el toro y aquí me tienen, con la noche cerrada y sin haber empezado mi
texto del miércoles. Estaba cantao. Es que, con esta vida de locos que llevo,
no sé si puedo aspirar a mantener esa regularidad que pretendo. Así que aprovecharé
para contarles mi última aventura de corredor, que hace mucho que no les
deleito con lo que algún comentarista ha bautizado acertadamente como hazañas bélicas. Además, me consta que a
muchos de ustedes son éstas las batallitas que más les divierten.
Les cuento lo que me pasó el
viernes por la tarde. Llegué a casa, descansé un poco (mi hijo Kike andaba por
allí) y me fui a correr. Salí pronto, porque tenía el plan de ver luego el partido
del Dépor en un bar, había mucha luz en el parque del Retiro y no puedo echarle
la culpa a la mala visibilidad, pero lo cierto es que me caí. Me he tropezado muchas
veces corriendo pero, cuando era más joven, me hacía menos daño y a veces conseguía no llegar a caerme del todo. Pero la vejez tiene sus servidumbres. El caso es
que había hecho bien el calentamiento, había completado mi tanda de
estiramientos y subía a buena velocidad por el interior de la valla de Alcalá,
cuando debí de pillar alguna discontinuidad del pavimento empedrado que hay en la
puerta junto al túnel que comunica con el Metro. Literalmente salí volando.
Hice un esfuerzo enorme por no aterrizar en el empedrado, pero fue en vano. Por
decirlo con precisión, me caí con todo el equipo, como un saco de patatas, a los pies de una señora enfundada
en un chándal de Tactel, de esas que caminan deprisa dándose ritmo con un
braceo tan exagerado como innecesario.
La señora (pelo blanco rizado de
peluquería, gafas de pasta, aire maternal), se echó las manos a la cabeza e
inició un canto plañidero conmovedor. ¡¡Ay, ay, ay!! –decía absurdamente (al
que le dolía en todo caso era a mí, no a ella). Ay, señor, que usted y yo ya no
tenemos edad para andar corriendo por ahí, que eso de correr es para la gente
joven, coñe. Caído boca abajo, mi cerebro procuraba abstraerse de la regañina y
completar una primera evaluación de daños: dolor muy intenso en rodilla
derecha, un poco menos en codo izquierdo, golpe también en el otro codo y la
otra rodilla, manos y cara intactos. Me di la vuelta y me senté. El chándal estaba
lleno de polvo, pero no se veían agujeros ni costurones. La señora seguía: –¿pero
cómo se le ocurre a usted salir a correr, con el frío que hace, en vez de sentarse en un sillón a ver la tele? Andandito, andandito, como yo, eso es lo
que tenemos que hacer los mayores –insistía la doña, cargada de razón, como si la escuchara un auditorio invisible.
Pasaron un par de corredores que
preguntaron sin pararse: –¿está bien, jefe? Sí, sí, tranquilos –me apresuré a contestarles.
La señora seguía a lo suyo, diciendo ahora que si me acompañaba a una casa de
socorro (¿existen todavía las casas de socorro? –me pregunto), que si llamaba a
la policía municipal. Negué con la cabeza, mientras recuperaba el resuello. A la
pregunta siguiente (¿qué puedo hacer por usted, entonces?), le respondí que me
ayudara a ponerme en pie, que yo solo no podía. Agarró mi mano tendida y tiró
hacia arriba con fuerza. Ya de pié, di unos pasos. La rodilla me dolía
bastante, pero no parecía tener nada serio, nada que afectara a la
funcionalidad. Le di las gracias a la doña, que todavía insistió: –Lo que tiene
usted que hacer es irse a casa y tomarse una tila calentita, se acaba de caer y
se ha hecho mucho daño y le tienen que atender, no sea terco, hágame caso.
Seguí mi recorrido andando, por
precaución, cojeando visiblemente y entonces me acordé de una escena de una novelita de
aventuras de las que leía de niño. Eran unos libros pequeños y cuadraditos, de
tapa dura. En una esquina tenían unos dibujos que, al hojearlo, cobraban
movimiento. Un héroe americano que acaba de tener un accidente de coche, está
en una cama de hospital y, en un momento dado, lo entiende todo, descifra las claves de lo que le acaba de pasar, quién es el malo y lo demás. Y cae
en la cuenta de que tiene que salir de allí urgentemente, para salvar a la
chica. Se pone de pié, se arranca el suero y echa a andar por el pasillo. Una
enfermera que lo ve, le dice: –Señor,
usted no se puede ir, usted está muy enfermo. Y el tipo la aparta de su camino,
mientras piensa: –¿Enfermo? Jamás me había encontrado tan sano, excepto un
fuerte dolor aquí y allá.
Pues así estaba yo: jamás me
había encontrado tan bien, excepto un fuerte dolor aquí y allá. Tan bien
estaba, que un poco más allá volví a correr y todo parecía estar en orden (a
pesar del fuerte dolor aquí y allá). Los codos se me pegaban por dentro al chándal,
señal inequívoca de sangre. Llegué a casa y me apliqué hielo en la rodilla más
dañada. Por cierto, en mi casa no suele haber hielo, porque yo ya no bebo
gin-tonics, pero esta vez había varias bolsas de gasolinera, resultado del último
botellón casero de mi hijo, que aprovecha cada noche que salgo para traer a sus
amigos. Dice que, si le pillan en la calle, le ponen 600€ de multa, que habré
de pagar yo. El hielo es clave en los primeros momentos, ya saben: frío en
caliente, y calor en frío. Durante el finde tuve la rodilla un poco hinchada, me
calcé algún ibuprofeno, pero, la cosa iba mejorando.
Este lunes no corrí, pero no
porque no pudiera, sino porque a mediodía participé en la fiesta del Año Nuevo
chino que organiza cada año la Delegación de Hong Kong en Europa. Creo que es
la cuarta o quinta vez que voy. El sarao era en el Casino de Madrid, a la una y
media y salimos de allí a las cinco y pico cantando el Shanghai patria querida, después de ponernos ciegos de cerveza,
champán y otros licores con los que nos obsequiaron los chinos, como complemento
de un catering fastuoso. Como para irse a correr. De allí a la cama a dormir la
mona (Supongo que recuerdan la casilla del Palé: a dormir la mona a la cárcel. Te quedabas sin tirar tres veces,
creo recordar). Ayer martes, fui a nadar y la rodilla me tiraba un poco para la
braza, pero nada serio. Todos los golpes iban tomando tonalidades amarillentas,
y no es algo muy pertinente aparecer por una piscina pública como un ecce homo.
Esta mañana he debido acompañar en
su visita a la ciudad a un concejal de Tel Aviv, que venía con un ingeniero a
sus órdenes. Con mi traje impecable he ido a encontrarme con ellos en el hall
de su hotel, a las 9 de la mañana. Cuando nos hemos presentado, he visto a un
hombre mayor, acompañado de un tipo musculoso de no muchos más de 30. Como
cualquiera de ustedes hubiera hecho, le he extendido la mano al viejo y le he
dicho buenos días señor concejal. Le ha dado la risa: el jefe era el otro. El
concejal, completamente rapado, vestía una camiseta rockera, sobre ella un jersey fino, un chándal
gris claro con capucha calada y aun por encima un chaleco térmico de esos de
cuarterones morados de nylon. Look
Varoufakis. O sea que era de los míos. En realidad, el que iba disfrazado era yo, por razón
de mi oficio de anfitrión.
Un compañero de Relaciones
Internacionales esperaba con un coche fuera. Así que, con el conductor, éramos
cinco para un coche no muy grande. Hemos dejado al ingeniero delante, por edad
y volumen, y nos hemos apretado atrás con el Concejal en el centro. Un poco
después, el tipo estaba medio asfixiado y se ha empezado a quitar la ropa por
la cabeza, por el procedimiento de coger puñados a su espalda y tirar enérgicamente hacia arriba, como lo hacen mis hijos y
la gente joven. Hasta quedarse en camiseta. Ha dicho entonces que le habían informado de que en Madrid hacía mucho
frío. Eso era la semana pasada, le hemos contestado. El Concejal era listo como
el hambre, simpático y le han interesado mucho los proyectos que le hemos mostrado.
Nos hemos despedido cerca de las 2 de la tarde y entonces me he ido a tomar una
caña con un bocata, antes de volver al curre hasta las 4.
Durante toda la mañana he llevado
en la cabeza la musiquilla de la canción Israelites,
el gran tema de Desmond Dekker, cuyo vídeo les pongo abajo. La gente se cree
que el reggae es un invento de Bob Marley y resulta que, mucho antes, ciertos
músicos jamaicanos ya preparaban el terreno para la irrupción de este estilo de
música. Desmond Dekker es uno de los mayores exponentes del movimiento de los rude boys, a los que me referí de pasada
cuando hablé de las diferentes tribus de seguidores del Sankt Pauli, el equipo
de fútbol de Hamburgo, similar al Rayo Vallecano. Los rude boys, eran obreros y gente pobre, que hacían una música
reivindicativa en la Jamaica de los 60. El tema Israelites es de 1968 y su éxito permitió a Dekker, antiguo mecánico de automóviles, irse a vivir
a Londres, donde se quedó hasta su muerte, hace unos años.
Desmond Dekker tuvo que aclarar
que su canción no era antisemita, sino al contrario. Dekker abrazaba la
ideología rastafari, que sostiene que los jamaicanos fueron llevados fuera de
África a la fuerza y tienen que volver a su tierra. Llaman a occidente
Babylon, y veneraban a Haile Selassie, el emperador de Etiopía. Incluso
conectaron con él para organizar un regreso masivo de su éxodo (La respuesta
del tipo fue que, como se les ocurriera aparecer por Etiopía, se les recibiría
a tiros). En ese sentido, ellos se identifican con los israelitas que también
tuvieron su propio éxodo. La letra va explicando las penalidades diarias del
jamaicano pobre, punteadas por el pegadizo estribillo que dice: “pobre de mí,
el israelita”. Aquí la tienen.
Terminaré contando que esta tarde he
vuelto a correr, que el amarillo de mis rodillas y codos va virando a morado,
que mi rodilla derecha (la de la condromalacia) me ha dolido en el calentamiento
y me ha impedido hacer correctamente el estiramiento de cuádriceps y que luego
me ha dejado de molestar al entrar en calor. He hecho todo el recorrido (6,5
kms) y, al llegar, me he aplicado de nuevo el hielo del botellón. Tras una lesión de esquí en un gemelo, hace unos seis o siete años, estuve más de
dos meses poniéndome hielo en el músculo afectado, antes y después de correr. Ya
ven que, finalmente, soy un auténtico rude
boy. Aunque feliz de vivir en Babylon. Una vida de locos, pero muy divertida. Duerman bien.
Esta vez, lo más increíble es la escena del héroe americano. Uno no se puede marchar de un hospital, suenan las alarmas, aparecen los de seguridad y al momento te hacen la doble Nelson y te reducen.
ResponderEliminarHombre, pues muchas gracias: eso quiere decir que te parece creíble todo lo demás que cuento sobre mi persona. En realidad me sorprende mucho que algunos lectores piensen que les estoy colando unas bolas monumentales, pero no puedo hacer nada al respecto.
EliminarEn cuanto a lo del hospital, pues así es como estaba contado. No te olvides que estamos hablando de una novelita que leía yo hace unos 50 años. Por entonces supongo que era más fácil escaparse de un hospital (por otro lado es una escena que hemos visto en decenas de películas). Yo recuerdo que a veces venía a mi casa un personaje ciertamente curioso: el practicante. Era éste un señor que te ponía inyecciones en el culo, con una jeringa de cristal que luego lavaba en el grifo del baño, para usarla de nuevo con los siguientes niños del barrio. Eso ahora sería directamente de cárcel.
Los jóvenes no sabéis lo que ha cambiado el mundo en estos últimos años.
Y, por cierto, la doble Nelson hay que saberla hacer sin poner en peligro la integridad del "reducido". Si no, te puede pasar como a los mossos d'esquadra.
EliminarNo sabía yo lo de Haile Selassie. Para mí los rastafaris eran unos tipos con unas trenzas monumentales, conseguidas a base de amasar sus pelos con barro, y que se la pasaban fumando marihuana jamaicana de la mañana a la noche.
ResponderEliminarTodas esas son las señas de identidad de los rastafaris. Lo que no te puedo decir es si fue primero el huevo o la gallina. Quiero decir, que no sé si el que estos señores se crean que Haile Selassie es la tercera reencarnación de Yaveh, después de Melquisedec y Jesús, es el resultado de fumar tanta marihuana, o si sus creencias son primero, y luego se ayudan con la droga para sus ceremonias. Lo que sí te puedo decir es que a Selassie el asunto no le hacía ni pizca de gracia. Y que la marihuana jamaicana, la mítica ganja, es la mejor del mundo.
EliminarNo vendría mal que nos explicara un poco eso del frío con calor y calor con frío. Y, ya puestos, ¿qué tiene usted contra la marca de chándales Tactel?
ResponderEliminarBueno, eso es de primero de primaria. Cuando uno se lesiona o se da un golpe en mitad de un ejercicio deportivo, y sigue practicando dicho ejercicio, porque la lesión no es invalidante, en el momento de parar hay que ponerse hielo, con el músculo en caliente. En este momento también es recomendable darse Trombocid, lo que pasa es que yo no tengo en casa.
EliminarUna vez en reposo, después de ducharse, y con el músculo ya en frío (que es cuando, a veces empieza a doler en serio), entonces es mejor el calor, y alguna pomada anti inflamatoria, como el Traumeel, el Airtal Difucrem, o el Voltarem pomada. También hay anti inflamatorios por boca, pero deben tomarse con cuidado, bajo prescripción médica, y sin mezclar con el alcohol. Bueno, excepto el ibuprofeno, que es más de andar por casa.
¿Lo del Tactel? Más que una marca es un material. Es el tipo de chándal que utilizan las señoras de barrio, los frikis y ciertos músicos callejeros. No conozco un solo deportista que los use. Espero que no tengas ninguno. Pero no te preocupes: yo no se lo digo a nadie.