Mi club de lectura, que se llama
Billar de Letras, está dirigido por mi amigo el escritor cubano Ronaldo Menéndez,
y estamos a punto de debatir sobre el quinto libro propuesto para su lectura. Los
cuatro anteriores fueron centro de otras tantas tertulias muy interesantes, pero
sólo de los dos primeros escribí algo en el Blog (El Pentateuco de Isaac y El
sueño de la Aldea Ding ),
especialmente el segundo, que les he recomendado insistentemente. Tampoco he
dado referencia de las nuevas conferencias en Lhardy, que continúan siendo de interés, lo que pasa es que, de verdad, tengo que seleccionar, para no
sobrecargar más el blog.
Un inciso. En el último Billar de
Letras acudió la autora del libro que debatíamos y contó que ella sigue
escribiendo el adverbio sólo con
acento diacrítico (como yo), aunque la
RAE ha decidido que es innecesario. Mierdera decisión, bajo mi punto de vista. Conocen el viejo chiste: Quiero un café/¿Solo?/Bueno, pues póngame dos.
Este chascarrillo se basa en una insuficiencia del lenguaje hablado, que el
castellano escrito no tenía, pero que ahora sí tiene, gracias a la citada decisión
mierdera de los sesudos académicos. Yo me lo he tomado como una recomendación, que no es obligado seguir
a rajatabla. Por eso sigo escribiendo solo
y sólo, según los casos. Bueno, pues
la escritora nos contó que había entregado al editor el manuscrito de su nueva
novela, y el tipo le había corregido este aspecto. Le había devuelto el texto
después de quitarle minuciosamente los acentos a unos 357 sólos. Un idiota. Si
me hace eso a mí un editor, le arreo semejante galoucazo, que lo mando p’alla pa’l
Ensanche de Vallecas, hombre. Que soy coruñes, carallo.
A lo que íbamos. La quinta sesión
del club estaba prevista para un libro cuyo nombre he olvidado. Pero entonces
llegó la gran noticia de las Navidades: el desbloqueo de las relaciones
USA-Cuba. Ronaldo nos pidió cambiar y estamos leyendo Antes que anochezca, Reinaldo Arenas, Tusquets 1996. Es este un
libro sobrecogedor, que recoge las memorias de este escritor cubano, al que
hicieron la vida imposible en su tierra, a cuenta de su condición de
homosexual, lo que le llevó a exiliarse y penar por diversas tierras lejos de
su patria. Su aventura acabó en Nueva York, donde murió de sida en diciembre de
1990. El libro sirvió de base para el guión de la película del mismo nombre,
con una convincente interpretación de Javier Bardem (película que, por cierto,
no he visto, lo que es casi mejor para la lectura del libro).
El caso es que todo esto me ha traído
a la cabeza mi propia experiencia cubana. Sólo he visitado Cuba una vez, en
noviembre de 1988, con motivo de mi participación en el Maratón de Varadero. El
año anterior había corrido en Nueva York y le pregunté al organizador del viaje
si no conocía alguna otra carrera a la que yo me pudiera apuntar. Me habló de
Cuba y disipó mis dudas iniciales: la carrera era tan bonita, popular, apoteósica
y segura como la de la Gran Manzana.
Me engañó, por supuesto: a NY fuimos unas 300 personas, aquí sólo 20; las
condiciones climáticas eran horrorosas, en la carrera participamos unas 70
personas, 20 cubanos superpreparados y 50 extranjeros que inmediatamente nos
quedamos rezagados y continuamos penosamente el recorrido, entre la
indiferencia (cuando no una cierta irritación) del escaso personal que andaba
por los alrededores del recorrido. Porque, aquí tienen un primer dato: en Cuba
no hay corredores populares. Si haces una marca de la hostia, te dejan
dedicarte al deporte. Si no, a cortar caña, como un cabrón.
Pero no le guardo rencor al
organizador del viaje, mi amigo P., cuya intervención me permitió conocer de
primera mano aquellas tierras y formarme mi propia opinión. He de decir que
acudí a ese viaje sin prejuicios, inclinado incluso a una cierta simpatía por el régimen
cubano. Yo tuve el póster del Che Guevara en mi cuarto de estudiante y, en los
80, empezaba a escuchar opiniones encontradas al respecto, sobre las que no sabía
qué pensar. Había visitado algún país soviético y había palpado la falta de
libertad y la tristeza en la mirada de las gentes, pero tenía la vaga esperanza
de que, en el Caribe, con el Trópico, las mulatas y el son, la cosa sería distinta. Ya en el avión obtuve algunos indicios. Mis compañeros llevaban
varios años acudiendo a esa carrera y viajaban con algunos encargos para los
cubanos: productos de uso corriente en España, bolsas de plástico de El Corte
Inglés, muy valoradas por su escasez en la isla, y hasta un traje de novia. Ni
que decir tiene que, cuando llegamos, la novia del año anterior ya había roto
con su prometido, aunque se quedó con el traje por si acaso.
No sé ahora, pero entonces podías
cambiar dólares oficialmente (1 peso, 1 dólar), o bien comprar pesos en el
mercado negro ilegal, a su precio real, (1 dolar, 40 pesos). Había también
unas tiendas sólo para extranjeros, en donde se podía pagar en dólares, y
donde vendían cosas tan apropiadas para turistas, como frigoríficos, lavadoras
y similares. Yo compré una lavadora para un cubano que me dio el dinero por
detrás, porque él no podía entrar en la tienda. Estas cosas generan muy mala
leche en la población. Nada más llegar a Cuba nos asignaron unos amigos que nos acompañarían a todas
partes, como en la URRS
y como me harían años más tarde en Siria (Post 71).
Nosotros éramos amigos de Cuba y la Revolución (igual que algunos corredores
norteamericanos) y nuestra presencia prestigiaba la carrera. El pueblo de Cuba no
tenía nada contra los otros pueblos. Sus problemas eran con los gobiernos,
nunca con los pueblos.
En La
Bodeguita de Enmedio,
estuvimos tomando rondas con estos amigos. Cada vez pagaba uno. Cuando
me tocó pagar a mí, pregunté cuánto era y me dieron el precio oficial (40 veces
más). Inicié un gesto de protesta pero, entre todos, me calmaron y, entre susurros, me rogaron que no dijera nada. Al salir me lo explicaron: la diferencia entre mi ronda y
las anteriores se debía a que había entrado en el bar el vigilante del barrio: el
tabernero no podía cobrarme a precio de cubano delante de él. Vivimos también
las típicas escenas en la cola de las heladerías Coppelia. Nosotros nos poníamos
a la cola pero, a veces, aparecía por allí alguno de nuestros anfitriones y nos
colaba, diciendo: “estos señores son amigos que han venido a apoyar nuestra
revolución, y tienen que pasar delante”. Nadie de la cola movía un solo músculo
facial.
En el hotel de Varadero, en donde los cubanos no podían entrar, alguien se coló y le robó el equipaje a una
pareja de nuestro grupo. Cuando fueron a la Comisaría , el poli que
tecleaba su denuncia, les regañó al escuchar la palabra robo. En Cuba no hay robos, amigo mío, pondremos que ustedes lo
perdieron el equipaje. Contradictoriamente, el último día de estancia, les
llamaron por teléfono para anunciarles alborozados que habían pillado a los
ladrones y que ya estaban en la cárcel. Mis compañeros preguntaron por sus
ropas y les contestaron que verdes las
han segao, que desde luego los occidentales es que lo queríamos todo y que bastante
triunfo había sido la detención de estos contrarrevolucionarios, como para
encima recuperar lo robado.
Como es natural, visité las
mejores librerías de La Habana. Aparte
de libros de García Marquez y tratados políticos locales, sólo había Historia
de Rusia, Literatura de Rusia, Viajes por Rusia. Por comprarme algo, me llevé
dos libros del Che Guevara, un tratado político y un librito de memorias. En
Madrid, ambos textos me confirmaron en mis impresiones: el tratado era
infumable y, en sus memorias, el tipo se vanagloriaba de cómo en la Sierra Maestra
pillaron a un joven campesino, que se había sumado a la Revolución como voluntario, robando un poco de comida, delito que
estaba castigado con la pena de muerte. Los padres del chico subieron al monte a rogarle
al Che que lo perdonara y el tipo les comió el tarro de tal manera que ellos
mismos fueron llenos de alegría revolucionaria a explicarle a su hijo lo bueno
que era que lo mataran por haber robado un cacho de pan a sus compañeros. El
calificativo que me merece este señor, no lo voy a poner por escrito, porque lo
he soltado en alguna reunión de amigos y he comprobado que muchos se quedaban lívidos,
tragaban saliva y me decían que soy un exagerado.
En aquellos años, las
estadísticas oficiales que publicaba el Granma, diario del régimen y único periódico
tolerado, confirmaban que Cuba era el país que mayores índices de crecimiento y prosperidad
ostentaba, de entre los del Tercer Mundo. Un contertulio circunstancial me
susurró que ellos lo que querían era salir ya del Tercer Mundo e incorporarse
al Primero, aunque empezaran a la cola. Uno de los pocos comentarios negativos
que logré obtener, en un país hermético y blindado, donde las paredes oyen.
Si preguntábamos qué pasaría cuando faltase Fidel, la respuesta inevitable era:
Está Raúl. Y si les inquiríamos por
las causas de tanta penuria económica, echaban la culpa al bloqueo yanqui. Es
lo que les vendía la propaganda oficial, aunque me temo que no se lo creían del todo.
Hoy ya nadie se traga eso (excepto Willy Toledo).
Otra cosa que les sacaba de quicio
era el apoyo cubano a la guerrilla de Angola. Nadie entendía qué pintaban los
soldados cubanos que partían a luchar en tan lejano conflicto y, a menudo,
regresaban en ataúdes cubiertos con la bandera cubana. Con su humor proverbial,
un cubano me dijo que a ellos los
llevaban a la jungla porque eran morenos y se camuflaban mejor en la
espesura, no como los blanquitos rusos, que se les descubría enseguida. Por
cierto que el general que mandaba las tropas en Angola, gran estratega y héroe
nacional de Sierra Maestra, Arnaldo Ochoa, 59 años, sería detenido unos meses más
tarde, acusado de conspirar contra Fidel y fusilado sumariamente. Fue éste un importante
punto de inflexión en el malestar del pueblo cubano.
Termino, que este post ya me ha
salido un poco largo. Pero les emplazo a un próximo texto, para el que he
dejado la anécdota más sabrosa de mi aventura cubana. Igual que hice con el
caso de los chinos. La historia del chino cabreado tenía entidad propia como
para un post exclusivo. Pues la de los cubanos no es de menor calibre. Que
pasen un finde fastuoso.
¿Nos vas a dejar todo el fin de semana con las ganas de leer tu historieta cubana más sabrosa? No sé si vamos a poder dormir algunos... Es broma, tío, que lo pases bien, y a ver si el Dépor le da un buen susto al Real Mierdil. Saludos
ResponderEliminarDeduzco que eres del Aleti. No fue posible el susto. De todas formas hicimos buen papel.
EliminarSí, un papelón. Memorable.
EliminarTú no sabes de fútbol, así que este último comentario no tiene ningún valor. Es un simple "flatus vocis".
EliminarCuando dice que les llevaban a los cubanos "productos de uso corriente en España", ¿a qué se refiere exactamente?
ResponderEliminarCompresas, dodotis, tiritas, camisetas decoradas, pantalones estrechos, latas de melocotón en almíbar, pan de higo, leche condensada y lo que se quiera imaginar.
EliminarLa historia del joven de Sierra Maestra se muestra con todo detalle en una de las dos películas en que Benicio del Toro interpretó magistralmente al Ché. Él nunca lo ocultó. Había que cumplir la Ley, si no aquello se convertiría en un cachondeo. Fue una decisión dolorosa, que no creo que le gustara tomar.
ResponderEliminarEn todo caso, es horrible, es extremadamente cruel aplicar la ley de forma tan inflexible. Don Quijote aconseja a Sancho, cuando éste va a gobernar la ínsula Barataria, que la vara de la justicia se incline del lado de la misericordia; quizá Ernesto no había leído a Cervantes.
EliminarCreo que sobra todo comentario: el hecho en sí se comenta y se califica por sí solo. Pero, aun poniéndome en la mente de este señor (a quien a algunos sorprende que le trate de asesino), puedo entender que en el momento se viera impulsado a tomar una decisión dolorosa y lo hiciera con sufrimiento. Lo que no admito es que, diez años después, escriba un librito de memorias y lo cuente con tono autolaudatorio; que sólo le falte añadir: "huy qué decisión más buena tomé, que tío más grande soy". Alguien capaz de tomar semejante decisión y, diez años después, no tener un atisbo de mala conciencia, para mí es un personaje totalmente desligado de la realidad y bastante poco recomendable. Yo no quiero gente así entre los dirigentes de mi país. Después de leer sus dos libros, yo no le hubiera dejado al cuidado de mis hijos. No tendría nunca la seguridad de que, por una supuesta razón de estado, no los hubiera convertido en hamburguesas.
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