Hace diez años, en 2008, había
visitado a mi amigo Diego Moreno y había conocido esta peculiar dupla de ciudades que
forman San Diego y Tijuana. Mi estancia me sirvió incluso para situar por allí
parte del escenario de una novela que me dio por escribir, cuando aún no sabía
que mi vocación literaria me llevaría a pasar ampliamente de todo el proceso
editorial para dedicarme a escribir un blog, tenazmente mantenido durante más
de cinco años ya. Volver a estas tierras era en parte como cerrar un círculo. Así
que el día 13 de los corrientes, San Antonio, la deriva de mi vida me
había llevado a despertarme pronto en un motel de carretera junto a la Décima Avenida del Downtown de San Diego. Había dormido bien, en aquel pequeño
edificio de dos plantas (mi cuarto estaba en la baja) y, tras una larga ducha,
recogí todas mis cosas y me acerqué a la recepción (un decir). La chica no
tenía ni idea de dónde podía yo desayunar, salvo que tenía a su lado una
máquina con latas de coca-cola, fanta y demás.
Eché a caminar haciendo zigzag
por la cuadrícula de San Diego, hasta que encontré un sitio que me atrajo. Se
llamaba Empanada Kitchen (sic). Lo llevaba un chico argentino, que estaba
abriendo su establecimiento a tan temprana hora. Me preparó su primer café con un par de
empanadillas argentinas de diferentes sabores, que constituyeron un desayuno de
primera. Diego me había mandado la noche anterior un whatsapp contándome que no
me iba a poder recoger con su auto, como era nuestro primer plan, porque tenía
el seguro sin renovar y era una imprudencia circular así por USA (no por
México, primer indicativo de la dualidad de mundos). Pero mantenía la idea de
pasar el día conmigo en San Diego, sólo que luego nos volveríamos en el trolley, como llaman los mexicanos al
tranvía de San Diego. Así que calculé que llegaría ya desayunado. De vuelta en
el Downtown San Diego Lodge, me quedé enredando por el exterior, porque la
mañana estaba fresquita. Entonces lo vi venir.
Diego Moreno es todo un
personaje, como habrán deducido del texto donde conté cómo nos conocimos. Diez
años después, mi amigo, ya con 73 años, estaba, no igual, sino mejor que
entonces. Bebe menos, se cuida y está más delgado. Nos dimos un gran abrazo al
costado de una carretera yanqui sobredimensionada de carriles y medio vacía a
aquella hora. Comprobamos que mi equipaje se podía dejar en recepción y echamos
a andar. Hace diez años, Diego me mostró el Gaslamp, la isla Coronado y otros
lugares, entre ellos el enorme puerto militar, en donde está fondeada la Sexta
Flota, la que sale de vez en cuando a invadir Irak o lo que se tercie.
Esta vez no teníamos coche y Diego quería enseñarme primero el llamado Parque
Balboa, justo lindando por el Norte con mi hotel. Pero para entrar había que
andar hacia el Oeste, girar al Norte en alguna de las avenidas de San Diego y
regresar al Este para poder cruzar el puente que pasa sobre la autopista a la que ya hemos
hecho referencia. Ese puente es la única puerta de entrada al parque desde la ciudad, por
supuesto para coches, aunque por suerte tiene aceras a los lados.
El Parque Balboa es uno de los
mayores parques urbanos de USA, pero está lleno de edificios de museos y
similares, distribuidos en torno a una red
de caminos asfaltados, por los que te lleva una especie de tren de la
bruja, gratuito, eléctrico, que circula sobre ruedas de caucho. En una esquina tiene
también unas instalaciones deportivas que incluyen un campo de golf de los
grandes (en una zona básicamente desértica). Todo muy yanqui, como ven. Diego
quería enseñarme especialmente el Museo de la Aviación, en donde se pueden ver los aviones que se han hecho más famosos a lo largo de la historia de la
aviación. Allí está, por ejemplo el Spirit of St. Louis, con el que Charles Lindberg
cruzó el Atlántico por primera vez en 1927. El avión era cerrado por delante,
sin cristales, por cuestiones aerodinámicas. El tipo se hizo toda la travesía
sacando la cabeza por una tronera lateral para ver por dónde iba, qué huevos.
Vimos también el avión del Barón Rojo y llegamos hasta el Apolo IX, el que
llegó a la luna en 1969. Echamos allí buena parte de la mañana, y aquí tienen
algunas fotos.
Arriba, exterior del museo. Abajo el avión de Lindberg, como ven, sin ventana frontal.
Arriba el avión del Barón Rojo, abajo otro muy bonito y una cazadora de aviador. Lo que daría yo por tener una de esas.
Arriba, exterior del museo. Abajo el avión de Lindberg, como ven, sin ventana frontal.
Arriba el avión del Barón Rojo, abajo otro muy bonito y una cazadora de aviador. Lo que daría yo por tener una de esas.
Dentro del parque vimos también
el pequeño Museo de Historia Natural y el Jardín Botánico, ambos de interés
menor, pero de visita rápida. Y echamos a andar. En estos trayectos matutinos
le puse a Diego al tanto de mi vida y mis últimas andanzas. Eran las horas del
mediodía y mi amigo sobreestimó su capacidad de aguante caminando. Me contó que
sale a caminar dos horas cada día, pero esto era algo más. Atravesamos el
Gaslamp entero y otra autopista por el
otro lado, para llegar hasta Little Italy. Allí está el bar The Waterfront, el
más antiguo de San Diego, en donde se reunían los pescadores que pescaban
atunes con caña, hay que ser animales. Se los atraían a la costa con redes
(como en las almadrabas) y los tipos los jalaban con sus cañas y los lanzaban a
su espalda, donde sus colegas los reducían. Hay fotos en el bar de esta
práctica bárbara. Llegamos muy cansados y nos atendió una rubia muy simpática que se llamaba Shauney y nos ayudó a inmortalizar el momento.
Nos calzamos sendas IPA beers,
como ven, con unas tiras de pescado empanadas con patatas. Y nos acercamos a
tomar el trolley. En la parada Civic
Center nos bajamos para ir a recoger mis maletas al hotel y regresamos con
ellas. Volvimos a tomar el tram, que nos llevó a la San Ysidro Station, la
última parada al lado de la frontera. Hubimos de caminar aún un buen rato,
cruzar los puestos de aduana, en donde nadie nos dijo nada (ya les detallaré las características de esta frontera) y andar aún más por
las destartaladas calles mexicanas hasta llegar a una zona habitada de Tijuana,
en donde nos vino a recoger con el carro la esposa de Diego, por nombre Pachilú,
que también se mantiene muy guapa. Llegamos a la casa, me instalé como la vez
anterior en la habitación de invitados y descansamos un poco de nuestra
caminata. La casa de Diego es preciosa, la proyectó y construyó él mismo y desde
la planta de los dormitorios se ve toda la ciudad de Tijuana y, en los días
claros, hasta la bahía de San Diego y sus edificios. Me acosté después de tomar
unas fresas y un poco de leche.
El 14, jueves, era el día señalado
para la presentación de La Lancha de dos Proas. Nos levantamos pronto y
desayunamos un café fuerte y unas tostadas untadas con frijol (en esa casa el
frijol lo prepara Diego, me precisaron). Después, Diego me contó en qué anda ocupado últimamente y merece la pena contarlo. Hay que decir que
Diego se ha dedicado muchos años a la arquitectura, de hecho él llegó a Tijuana
para encargarse de la obra de dos rascacielos que en su día fueron los más
altos de México. También ha hecho urbanismo; ha sido Gerente de Tijuana y
también de Playas de Rosarito, las playas de Tijuana que, tras sufrir un
desarrollo como el de Benidorm, se constituyeron en municipio independiente (y
ahí es donde yo lo conocí). Pero además ha publicado varias novelas policiacas
(La Lancha de Dos Proas es la sexta), ha sido tertuliano de plantilla de un
programa de Televisa y muchas más
cosas. Es el prototipo del humanista.
Pues bien, hace seis años, cuando
tenía exactamente mi edad, lo dejó todo y se embarcó en el diseño y
construcción de un invento. Es un artilugio que se coloca en cualquier chimenea
y logra mover un molinillo, cuyo giro genera una energía que se acumula en unas
baterías. El aparato se alimenta de tres fuentes, la diferencia de temperatura
interior-exterior, el viento y el sol. El asunto supone, construir un prototipo,
conseguir un informe de una firma prestigiosa de ingenieros de Estados Unidos, luego
fichar a una firma de abogados especializados en patentes y conseguir la
patente. Seis años de esfuerzos, con la única ayuda de su hijo, y unos gastos
descomunales, que le han supuesto consumir todos sus ahorros, hipotecar buena
parte de sus bienes y hasta vender su adorado coche (ahora funcionan con el de
Pachilú). Si cuento todo esto aquí es porque mi amigo YA tiene la patente. Se
la dieron estas navidades y me la enseñó. Una patente americana supone el
reconocimiento universal de que el artilugio no se le había ocurrido a nadie
antes. Ahora sólo queda comercializarlo y en ello están.
Pero Diego, además de todo eso, tiene muchos
amigos, que han seguido inquietos esta última aventura de su admirado líder
espiritual. Y han decidido ayudarle. Entre todos le han pagado la edición de
300 ejemplares de La Lancha de dos Proas (de dónde habrá sacado el tiempo para
escribirla). Todo lo que saque de los libros es beneficio, para sufragar su
invento. No se trata de un comic, como creía yo al principio (ya ha hecho otros
antes), sino de una novela con ilustraciones. Con los originales de estas
ilustraciones ha hecho unos cuadros (unos 30) que se vendían también en la
presentación. Y con ocho de ellos se hacía lo que se llama una subasta
silenciosa, en la que los interesados van pujando apuntándose en un folio e
indicando la cantidad que proponen. Todo esto me contó en los albores del gran
día.
Por la mañana le ayudé a
transportar los cuadros y las cajas de libros al lugar. Luego regresamos a
comernos un mole poblano extraordinario que preparó Pachilú, que me hizo notar
que el polvo para el mole era traído de Puebla de verdad. Nos echamos una
siesta y salimos para el sarao, ya los tres de tiros largos. El acto fue un
éxito, Pachilú ejerció de presentadora, acudió un montón de gente y las ocho
láminas de la subasta se vendieron después de muchas pujas. Allí nos sirvieron un
malbec tinto argentino y un montón de
pinchos buenísimos, incluyendo tortitas con ensalada de aguacate con mucho
cilantro, volovanes de cochinita pibil, cucuruchos de frijol y otras
exquisiteces. En los corrillos que se formaban, todos me preguntaban cómo era
que había venido de tan lejos. Pues nomás para que el evento sea internacional,
m’hija –le dije a una morocha guapísima.
Por allí les fui contando cómo había
conocido a Diego, cómo lo confundí con el alcalde de Playas de Rosarito y cómo
le escribí para decirle que no había entendido nada del libro que me había
regalado. Y todos a coro dijeron: –No se preocupe, nosotros tampoco entendemos ni
madre de sus novelas, lo que pasa es que es muy buena gente y lo queremos a
pesar de las pendejadas indescifrables que escribe. El propio Diego era el que
peor lo estaba pasando; no le gusta ser el protagonista en saraos de este tipo,
aunque reconoce el cariño que se le tiene y lo valora. De vuelta hacia el
coche, me contó que había sido la mejor de sus presentaciones de libros y
añadió una de sus habituales frases demoledoras: Has asistido a uno de los días
importantes de mi vida y tú perteneces a ello. Nos acostamos muy cansados, con
la sensación del deber cumplido.
¿Su amigo sabe que cuenta usted todas estas cosas sobre él?
ResponderEliminarMi amigo sabe que tengo un blog, lo sigue por temporadas y sabe perfectamente qué grado de intimidades desvelo. En el blog he publicado escritos suyos, para lo que le he pedido permiso. Y durante las largas horas que compartimos en Tijuana abordamos muchísimos temas personales, de los que, como es natural, no he escrito nada. ¿Satisfecha su curiosidad?
Eliminar