jueves, 21 de junio de 2018

745. De domingo en Frisco

Ya sé que estoy un poco pesadito con San Francisco pero es que se me está pasando antes el jet lag que la fascinación de haber estado en semejante lugar. Es mucho, San Francisco. Tengo notas tomadas de todo el viaje y les voy a seguir contando mis aventuras por entregas, hasta que termine. Me consta que hay unos cuantos de mis seguidores que están disfrutando mucho con mis historias y eso es suficiente para mí. Y, además, ya saben que, cuando cojo vereda es muy difícil apartarme del linde, que me gusta terminar lo que empiezo. Así que seguiré con mi crónica, a riesgo de que me tachen de pesado. Dice mi amiga África: el Emilio es que es tan pesado que le preguntas qué tal está y te lo dice. Tiene razón: es una buena caracterización.

El domingo 10 de junio me desperté algo revuelto, después de una noche menos plácida. No cabe duda de que un peppered beef brisket tamaño king size no es la cena más adecuada para un sexagenario y que, al estar el Biscuit & Blues al lado del hotel, tampoco tuve la oportunidad de darme un paseo muy largo para bajar la cena. Así que me quedé un rato haciendo el oso Balú en la cama hasta que me fui normalizando, tiempo que aproveché para ir escribiendo en el blog. Volví a desayunar en la novena planta, mi café y mis cantucci y salí en dirección al centro multimodal de transporte público de Powell. Ya saben que los domingos por la mañana me gusta aprovechar mi estancia en las ciudades para visitar sus parques más emblemáticos, me han visto hacerlo en París, Berlín, Hamburgo, Vancouver y algunos otros sitios. Así lo pensaba hacer con el Golden Gate Park. Pero a la vez se cruzaba el reto que me había planteado la dependienta de la tienda de fumadores que ocupa el edificio donde Jimmy Hendrix hacía sus míticas jam sessions. Así que decidí tomar el Street Car 7 y ver a dónde me iba llevando el día.

El tranvía llegó rápido, subí y le planteé al conductor una cuestión. El precio para mayores de 60 es 1,35$, pero las máquinas no dan cambio y yo llevaba pagando 2$ desde que había llegado a la ciudad, cada vez que usaba el transporte público y ya empezaba a estar harto de pagar de más. Así que qué le parecía si le pagaba un solo dólar, para ir compensando. Le hice esta propuesta, estratégicamente situado en medio, con una larga cola de gente esperando a subir detrás de mí, para ver cómo reaccionaba y además porque echarle jeta a la vida es también una forma de practicar inglés y de darle un poco de diversión al día. El tipo me miró con asombro, pero enseguida reaccionó encogiéndose de hombros (por mí como si se opera usted de amígdalas) y dándole a la rueda del maquinillo para expenderme un ticket.

Me fui a mi asiento, para alivio de los de la cola y examiné el billete. Decía claramente: pagado 1$. Pendiente de pago 0,35$. Pensé que, si venía un revisor, tendría que contarle la misma milonga, probablemente con resultado negativo. Pero a lo mejor no subía ninguno. Por cierto, durante el trayecto se iban montando algunos homeless y  sobre todo tipos pintorescos, con sombreros, barbas, piercings, tatuajes y camisetas coloridas (no vi que ninguno de ellos pagara). ¿Adónde iba aquella peña? El street car se había desviado de Market, enfilando Haight en diagonal. Y de pronto se paró y el conductor dijo que todo el mundo abajo. La calle estaba cortada a partir del cruce con Masonic Avenue. Estaba a punto de averiguar a qué se refería la chica de la tienda de fumadores. Y les juro que merecía la pena. 

Entre el cruce con Masonic y la entrada al Golden Gate Park hay algo menos de un kilómetro, según el Google Maps. Pues todo ese tramo estaba lleno de tenderetes de ropa, discos, abalorios, comida, masajes, yoga, etc. En ambos extremos del tramo cortado, había escenarios en los que sendos grupos de rock tocaban a todo volumen temas del hardcore más extremo en un caso y otros más nostálgicos de la era dorada en el otro. Y por medio del paseo circulaba sin prisas una multitud abigarrada, colorista, disfrutona, de todas las edades y condiciones, vestida y arreglada para la ocasión. Es que el movimiento hippy no ha muerto. Es que el verano del amor continúa, sólo que mucha gente se ha hecho mayor y ahora vienen con sus hijos y hasta con sus nietos. Es que todo eso empezó en San Francisco. Y de aquí salieron también los gays y los grafiteros y todo lo demás que les he ido contando estos días. Es hora ya de que veamos algunas imágenes.









Y, de pronto, en medio del mogollón, vi venir hacia mí a un tipo completamente desnudo. Quiero decir, excepto unas sandalias y un bolsito de cuero colgándole del hombro. No pude evitar un gesto de asombro, supongo, porque el tipo me miró con cara de mala leche, como diciendo y tú qué miras, paleto. Les aseguro que no era gay, su pose y su aspecto eran los del hetero orgulloso de serlo, incluso los del macho alfa más agresivo. Eso sí, la tenía bastante grande. Y nadie de los presentes se inmutaba ni le miraba insistentemente, ni le daba la risa, ni nada. Poco después vi a un segundo, este sí, con una pluma fuera de toda duda. Y más allá un tercero de tendencia sexual no identificada, al menos por mí. Pero, nuevas sorpresas: este tercero cubría su sexo con un estuche peniano precioso, no como los toscos que usan los indígenas de Papúa-Nueva Guinea, sino con cristalitos de piedras preciosas engarzados en el cuero.

Joder, si yo tuviera un adminículo como ese, les apuesto lo que quieran a que también salía a la calle en bolas (quiero decir, en San Francisco, por supuesto). Bien, llegué a ver hasta cinco de estos nudistas reivindicativos, a veces hablando tranquilamente con gente vestida. Di varias vueltas a lo largo de la calle y, en uno de esos paseos, observé que tres de ellos estaban reunidos a la puerta de un bar del que salía una chica con sombrero boliviano y se quedaba hablando con ellos. Tenía buen ángulo para unas fotos disimuladas y se las saqué. Aquí las tienen. La secuencia es la siguiente: la chica sale y, con la emoción, se le derrama parte del zumo de naranja. FOTO 1: El del pañuelo rojo en la cabeza le sostiene el vaso mientras ella trata de limpiarse. FOTO 2: Restablecida la normalidad, el del pañuelo procede a limpiarse las gafas, dejando el estuche peniano bien a la vista (ya ven que no les engaño). FOTO 3: el más viejo de los tres nudistas (le delata el culo escurrido) procede a presentarse ante la chica.




Yo dudo que haya muchas ciudades en el mundo en las que un tipo pueda ir al Rastro de los domingos a pasearse en pelota picada. Y que no pase nada. Ya ven, también el nudismo militante surgió aquí y sigue en pleno vigor. Como todo lo demás. En fin, estuve por el mercadillo un buen rato, pero no se me apeteció comerme nada de lo que vendían en las fritangas. Y finalmente salí en dirección al Golden Gate Park. Es un parque precioso, pero yo apenas vi la cuarta parte: me había levantado tarde, había vagueado un buen rato y luego me había entretenido en el mercadillo-fiesta de Haight. Pero aún así tuve margen para disfrutar de los maravillosos meadows y ver algunos grupos de helechos gigantes, auténticos árboles prehistóricos. Un par de imágenes.



Busqué una puerta del parque por el límite norte. A ese lado se sitúa el barrio de Richmond, que no tiene nada de especial, salvo que marcaba el camino de mi plan. Porque yo tenía un plan. Tomé la 6ª Avenida de Richmond y caminé hasta encontrar la calle Balboa. Muy cerca del cruce está la pastelería rusa Cinderella, el centro de referencia de los rusos de San Francisco (aunque en Richmond vi sobre todo orientales). Es un lugar de moda y no hay muchos más sitios para comer en domingo en el barrio, así que había cola. Esperé pacientemente y, cuando me tocó, me pedí un borsch con una birra IPA. Como de costumbre, me dieron una bandeja con la bebida, los cubiertos y un numerito, con lo que me instalé en una mesa de la terraza. El borsch es una deliciosa sopa rusa de verduras que suele incluir algo de remolacha, lo que le da el color rojo característico, y que suele servirse con un pegotón de nata ácida que le da el punto final. Este era el panorama desde mi mesa en la terraza de este centro de reunión de la colonia rusa.



Después del refrigerio, continué hacia el norte. Mi intención era acceder al Presidio Park, para cruzarlo y llegar al puente del Golden Gate. Pero ni la sexta avenida ni las calles siguientes permitían el acceso al parque; terminaban en fondos de saco contra su muro exterior. Encontré por fin la Avenida Argüello que, esta sí, tenía continuidad en una carretera que ascendía empinada por el interior del parque. Eché a andar por el arcén con cuidado porque había coches y ciclistas bajando a toda leche y el margen que quedaba era exiguo y peligroso. Llegué a un mirador desde el que se veía el norte de la ciudad. Hasta aquí había algunos transeúntes. Pero todos se volvían desde el mirador y yo seguí adelante. Según el plano que llevaba fui siguiendo el bulevar Argüello, luego el Whasington y luego el Park. El tráfico era cada vez menor, ya no había caminantes y hubo un momento en que me quedé completamente solo. Hasta el punto de que aproveché para mear en un árbol.

El camino era un sube y baja solitario, en donde también se advertía de la presencia de coyotes. Pero yo llevaba mi plano. Y, en un momento dado, detrás de una loma, apareció ante mí el cementerio militar de San Francisco. Bordeándolo di por fin con un transeúnte, un tipo que fotografiaba plantas y flores de cerca. Lo abordé y le pregunté si por allí podría llegar al Golden Gate Bridge. Su respuesta: claro que sí, tiene que tomar este camino de la izquierda y bajar de frente. Habrá un momento en que se encontrará con toda la gente que va al puente; sólo tiene que seguirlos. Le pregunté entonces si era un camino muy duro y largo. Respuesta: largo no; duro un poco. Ha de subir una cuesta muy empinada, pero tiene usted pinta de estar en buena forma. Seguí las instrucciones de aquel botánico aficionado tan amable, me sumé a la hilera de gente que se dirigía al puente y alcancé mi objetivo. 

El Golden Gate es una maravilla de la ingeniería. Construido en los años 30 y sostenido por cables de acero trenzado, sus torres están armadas por el sistema del roblonado, típico de la época. En los 20 y los 30, los especialistas en ensamblar los roblones eran una especie de élite dentro de los obreros de la construcción. El puente une San Francisco y Sausalito y es de peaje desde que se inauguró. Tiene tres carriles rodados por sentido y dos amplios paseos para peatones a los lados, el de la izquierda reservado ahora para uso exclusivo de ciclistas. Se le dio una capa de pintura carmesí para protegerlo del óxido y, a la vista del resultado estético, se decidió dejarla como definitiva. Un equipo de pintores de plantilla retoca trozos a diario. Atravesarlo a pié es una aventura ruidosa y un poco intimidante, el ruido del tráfico es ensordecedor, hace viento y uno no puede dejar de pensar en los suicidas que lo han utilizado a lo largo de toda su historia. Se tarda en llegar a Sausalito a pie unos 40 minutos, y otros tantos para volver. Aquí las fotos correspondientes.








De vuelta del puente, bajé con el pelotón de turistas hasta la Old Mason Street, un camino que transcurre por una zona verde, en el borde norte de la península. Por ella alcancé el barrio de Marina, el que había visto uno de los primeros días, estructurado en torno a la calle Chestnut. Tenía aquí dos cosas pendientes de visitar. La primera, el Palacio de las Bellas Artes, una construcción totalmente kitsch, que imita a unas ruinas grecorromanas y se erigió para una Exposición Universal. Es una muestra de la capacidad de los yanquis para hacer imitaciones hortera. Está abierto a los paseantes en medio de un parquecito con un lago y creo que sobran las palabras; solamente vean las fotos.






Este engendro está ya muy cerca de la calle Chestnut, en donde tenía mi segunda deuda pendiente: el restaurante italiano A-16. Llegué a la hora del anochecer, a pesar de lo cual encontré sitio; la noche del domingo ya no es hora punta. No tenían birra alla spina, así que me pedí un clarete helado que estaba buenísimo. Y una pizza al funghí porcini a la altura de la fama del lugar. Le dije al camarero que si me podía quedar un rato hasta que necesitaran la mesa. Estaba reventado. Un rato después salí, con la noche ya cerrada, y en la misma puerta tomé el Trolebús 30. Llevaba el plan de pagar sólo un dólar como por la mañana, pero el conductor se me adelantó mostrándome el aparato de los billetes con un gran papel pegado que decía broken, averiado: por esta noche los pasajeros podíamos viajar gratis. Llegué al hotel y me encontré el paquete de la lavandería con toda la ropa limpia y planchada. La aparté a un lado y me tiré de cabeza a la cama. Según mis cuentas, la caminata de ese domingo había sido la más larga de todo el viaje.

3 comentarios:

  1. Sus aventuras en "Frisco" son como el río que no cesa. Qué bárbaro, qué capacidad de abarcar tantos temas diferentes en un solo día.
    Enhorabuena, me alegro de que haya disfrutado tanto. Y lo de los nudistas es de traca; esas cosas no las cuenta ninguna guía.

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  2. Me meo con lo de los tíos en pelotas. Y muy de agradecer los detalles técnicos del Golden Gate. Realmente es una serie de textos impactante la suya sobre Frisco.

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  3. Respondo a ambos. Muchas gracias, por supuesto. Mi abanico de curiosidades es amplio, aunque hay muchos temas en los que soy un verdadero ignorante. Y lo de los nudistas es desde luego uno de los descubrimientos de este viaje.

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