domingo, 17 de junio de 2018

743. La noche de un día duro

O si lo prefieren, A hard day’s night. Así se llamaba una canción de los Beatles de 1964, que dio título también a su álbum de ese año y a la primera película (en blanco y negro) del grupo, dirigida por Richard Lester. Yo vivía entonces en La Coruña y escuchaba los éxitos de los Beatles en las rockolas de algunos bares y en los guateques que organizaban los amigos que disponían de tocadiscos, o de uno de los llamados pick-ups. Les pongo un vídeo para que recuerden cómo sonaba esta canción en los inigualables discos de vinilo.


Bien, la canción tenía una letra sencilla, que se limitaba a expresar el gusto que da volver a casa después de un duro día de trabajo, encontrarte a tu chica y sentirte a gusto con ella. Es el mensaje de un currante que añade que trabaja todo el día fuera como un cabrón, para que su mujer tenga dinero y se pueda comprar lo que quiera y en contrapartida lo trate bien, lo trate con cariño. Pero en 1964, en España estábamos en pleno franquismo y teníamos una censura que revisaba cuidadosamente todos los mensajes. Para los que no han vivido nunca bajo una dictadura es difícil imaginar lo que era aquello, incluso más de uno pensará que lo que les cuento es una pura paranoia mía. Pero lo cierto es que los censores vieron aquí una canción de currantes que estaban orgullosos de serlo y eso podía ser peligroso.

Y por eso alteraron la traducción del título, que pasó a llamarse en España Qué noche la de aquel día. No sé si captan el matiz. El mensaje sencillo y sano, de currantes, del título original, se convierte en un asunto de juerguistas pedorros que rememoran una pasada que se dieron: cómo nos lo pasamos aquel día, oyes. Noten que la introducción del determinante demostrativo aquel, aleja la historia para falsear aún más la inmediatez del presente que celebra la letra original. Teniendo en cuenta que entonces nadie sabía inglés, era fácil extender el mensaje falso y transponerlo al grupo: los Beatles eran unos juerguistas pedorros, encima con esas melenas, nada que pudiera contener el germen de una forma nueva de ver la vida. Los de la censura puedo asegurarles que no daban puntada sin hilo. Todo esto me viene a la mente cuando pienso en la noche del viernes 8 de junio, que me dispongo a contarles. Y que, a una semana vista, va más en el sentido que le dieron los censores a los Beatles.

Había sido un día cansado, con una larga caminata iniciática finalizada con un remoje de pies en el Pacífico. Pero era viernes y yo estaba en San Francisco. Así que me vestí de nuevo y salí a la noche de California. En Union Square, una chica tocaba la gaita escocesa con mucha potencia y convicción, subida en un poyete. Llevaba falda escocesa pero, bajo ella, unos sólidos pantys de lana. Doblé por Grant a la izquierda y pasé bajo la Puerta del Dragón, que marca la entrada de Chinatown. Por la noche, el barrio estaba bastante vacío, con las tiendas y la mayor parte de los bares cerrados; el chino no es trasnochador. Recorrí la calle Grant hasta el cruce en diagonal con Columbus Avenue. Mi destino era el bar The Saloon, un antro legendario del blues en directo, en la misma Grant pero al otro lado de Columbus, fuera de Chinatown. Esta ya es una zona llena de bares de topless, antros eróticos y personal equívoco pululando por allí, incluidos los consabidos ganchos que te ofrecen papelitos de anuncios relacionados y entradas con descuento.

Por lo que había leído, en el bar no había más que bebida (y música en directo, por supuesto) pero ni un triste paquete de patatas fritas. Tenía que cenar algo antes, había comido una tosta de salmón hacía una eternidad y tenía hambre. Entre los restaurantes cercanos vistos en Internet, me había llamado la atención uno: The Stinking Rose, la rosa maloliente, consagrado íntegramente al ajo, en la misma avenida Columbus. En la fachada había diversos letreros en los que se ponderaban las ventajas del ajo para la salud, y se hablaba de no sé qué guerreros invencibles de la antigüedad, que se untaban el cuerpo con ajo para la batalla, que seguramente empezaban a ganar por el pestazo. Recordé la historia de cierto delantero del fútbol que mascaba varias cabezas de ajo antes de los partidos, por lo que no había defensa que pudiera marcarlo de cerca. El rollo parecía atractivo, pero era falso: al final el lugar era una pizzería cutre, regentada por mexicanos. Me pedí una pizza garlic & peperoni, que no tenía ni una cosa ni la otra: era una pizza seguramente precocinada, con unas lonchas de una especie de longaniza. Le pregunté al camarero si estaba seguro que esa era la pizza que yo había pedido y me dijo muy serio que claro que sí, señor, garlic and peperoni, la especialidad de la casa. Pero se podía comer y cumplió su función.

Y me acerqué al Saloon. La música ya atronaba afuera en la calle, a todo volumen. Porque el Saloon es un bar más bien pequeño y alargado, con una barra corrida a la izquierda que se come la mitad del espacio, y un ensanchamiento al final con un estrado alto donde tocan los músicos, con los aseos al fondo. Estaban tocando ya y el lugar estaba abarrotado. En la puerta, en una pequeña pizarra se anunciaban los artistas del día. Un letrero enano escrito a mano con tiza rezaba solamente today Shad. Un cancerbero que parecía escapado de un cómic me pidió five dollars. Era un tipo ya mayor, con sombrero de paja y gafas negras, bajo lo cual brotaba una mata de pelo gris en la que no se diferenciaba el pelo de la barba, que parecía llegarle hasta el borde mismo de los ojos. Te pedía la entrada con un gesto de la mano abierta vuelta hacia arriba, de doble significado, puesto que denotaba tanto la petición como la magnitud, señalada por los cinco dedos. Le di un billete de 5, me agarró la mano, me pintó una raya en la muñeca con un rotulador y me franqueó el paso aclarándome que eso me daba derecho a one drink.

Había un hueco al principio de la barra, debido a que la gente se había movido hacia el fondo para acercarse a los músicos. Me abrí camino entre dos señoras mayores sentadas, muy hippys, que se apartaron arrebujándose coquetas y haciéndome ojitos (ya saben que, una de las señas de que uno ha llegado a la vejez es que las mujeres que te hacen ojitos te parecen unos carcamales y las que te gustaría que te lo hicieran, te ignoran). Atendía la barra otra señora bastante veterana, que luego supe que se llama Rose (aunque no stinking, que yo pudiera apreciar). Le mostré la muñeca y le dije que quería una cerveza. ¿De qué marca? Sierra Nevada. Esta es una IPA de botella que se fabrica en Oakland y está bastante buena. Con mi botella en la mano me infiltré como pude entre gente que bailaba, saltaba y daba grandes alaridos jaleando a los músicos. Al rato, estaba en la primera fila, ante el espacio de la banda, donde bailaban como locos unos cuantos tipos.

Era una banda también muy veterana (el público era, digamos, mezclado, había mitad de gente joven, el blues y el rock son un asunto intergeneracional). En el centro, un negro bastante parecido a Morgan Freeman, cantaba y tocaba sentado lo que se llama en el rock un keytar (de keyboard y guitar), es decir, un tecladito portátil, y desde el primer momento observé que usaba la mano izquierda para sujetar el mango, como ciertos futbolistas que tienen una de las piernas sólo para apoyarse en el suelo. Todo lo tocaba con una mano, pero era un auténtico virtuoso, que versioneaba temas conocidos de Stevie Wonder, la Creedence y hasta de Jimmy Smith, el mejor organista de jazz de todos los tiempos. A su derecha un guitarra como de cerca de 70, de aire tosco y aspecto de leñador recién caído de la Montañas Rocosas, acariciaba su Fender con una delicadeza impropia de sus manazas de currante. Completaban la banda bajo y batería también veteranos, que hacían su trabajo con eficacia funcionarial.


Estaban en la traca final del primer pase, con todo el público entregado y yo me sentí muy bien. Me vinieron a la memoria lugares legendarios, como el 42 de Claudio Coello, la MM, el Rockola y el último de todos: el Agapo, en el 22 de la calle de la Madera. Desde el cierre del Agapo no había vuelto a tener sensaciones como estas. Tras una pausa, la banda acometió lo que todo el mundo entendió que era la última canción. En ese momento, cómo decirlo de otra manera, alguien me tocó el culo. A ver. No es la primera vez que me pasa y sé de lo que hablo. Lo que estoy diciendo es que alguien con la mano abierta me agarró una nalga y apretó sin dudarlo. Me liberé del apretón y me volví a ver quién era el/la agresor/agresora y entonces pasó por mi lado una señora muy mayor, con un sombrero de pantera de medio lado, que avanzaba con decisión apoyada en unas muletas y se había abierto camino hasta el espacio libre por el procedimiento de quitarse a los de delante tocándoles el culo. En cuanto pilló la posición, le entregó ambas muletas a alguien que había por allí e inició una danza frenética basada en movimientos rítmicos de hombros y brazos. No movía los pies del suelo pero era sin duda la que mejor bailaba del lugar, con cara de concentración. Y lo más sorprendente de todo: no tenía dientes; seguramente se había quitado la dentadura postiza para bailar más cómodamente. Que sí, que ya sé que les parece increíble, pero hasta le saqué una foto, para que vean que no miento.


La banda cerró entre aplausos y no dio propina, porque volvía después. El personal se precipitó a la barra a reponer bebida y yo aproveché para sentarme en una banqueta que quedó libre al fondo de la barra. Los músicos se secaron con toallas y bajaron del estrado, cumpliendo la máxima de salir del lugar en que estás trabajando para tomarte algo en cualquier otro sitio. Al leñador de la guitarra, que tenía un cierto aire de Unabomber, le costó horrores bajar del alto estrado. Pero es que sólo entonces, me percaté de que el Morgan Freeman tenía medio cuerpo paralizado. Era un músico hemipléjico. He buscado información sobre el líder de esta banda sorprendente. Se trata de Shad Harris, un conocido batería que durante años encabezó la banda de blues The Groovenators. Hasta que, en 2000, sufrió un derrame cerebral y se quedó como yo lo vi. Y, como era un músico cojonudo, se reconvirtió en virtuoso del keytar, un instrumento que se puede tocar sólo con una mano.


Iban volviendo los músicos y todo el personal se preparaba para lo que venía. Rose manejaba el cotarro sin alardes, con gesto serio, ayudada por una empleada que servía cervezas sin cesar. Empezó el show y yo dejé la silla y me metí al mogollón de los bailones. Entre ellos había uno muy tonto, según la definición de la madre de Forrest Gump, o tal vez es que no sabía beber con dignidad según el lema del La Rocca’s Corner. Quiero decir que hacía muchas tonterías, molestaba a los músicos (el bajo lo apartó de un empujón sin miramientos) y más que bailar lo que hacía era moverse dando traspiés, como a punto de caerse. Un tipo con gafas de pasta y yo estábamos pendientes de que no hiciera ninguna trastada y aquí pueden ver al gafapasta sujetándolo por la camisa para que no se cayera.


Pero, a pesar de nuestra diligencia, el tipo acabó dándole una hostia al jarro de las tips, que tienen puesto los músicos en una banqueta para que la gente les eche propinas, desparramando todo su contenido por el suelo. Rápidamente dejé mi cerveza en la barra y me apresuré a recogerlo todo y volverlo a colocar en el frasco. El gafapasta ya venía, pero yo me había adelantado y me hizo una señal con el pulgar arriba. La banda seguía atacando sus temas y hasta el Unabomber se animó a cantar una versión sui géneris del Sitting on the dock of the bay, demostrando que es mejor guitarrista que cantante. Y entonces hizo su entrada en escena un nuevo personaje. Era un gordo vestido con un traje negro con chaleco, seguramente hecho a medida, y tal vez el único que tenía, porque se veía algo gastado. Se tocaba con un sombrero negro y llevaba un estuche muy grande, del que inmediatamente empezó a extraer las piezas de un trombón de varas de tamaño natural. Venía acompañado por su mujer, de hechuras parecidas pero vestida con más discreción. Tomaron posesión de la esquina por donde yo me movía, por lo que opté por quitar de allí mi chamarra de North Face para que no estorbara y cambiarme a la esquina del fondo. Antes le hice un par de fotos y el tipo me respondió con el gesto de Ojo que te he visto.



Con la segunda Sierra Nevada en la mano seguí bailando por la zona del fondo, en compañía del gafapasta y otros (ya nos habíamos quitado de encima al capullo que no sabía beber con dignidad). Por allí pasaba la gente en dirección a los aseos y, con mis bailes, le di un golpecito con el codo a una chica que pasaba por detrás de mí. Me apresuré a decirle sorry y su respuesta fue una palmadita cariñosa en el culo, segunda vez que me lo tocaban en la noche. Pero faltaba lo mejor. Porque al final de una canción en la que todos chillábamos y hacíamos ¡wowuuuu! el gafapasta, que estaba a mi izquierda, me echó el brazo al cuello y apretó hacia abajo, en una especie de llave de judo cariñosa. Cuando ya me tenía completamente reducido y medio asfixiado con aquella suerte de doble Nelson, me dio un beso en la sien y me dijo al oído: –I love you, man. Y me soltó. Tal vez piensen que era gay, pero no lo era, lo había visto antes coquetear con una gorda que se ve en la foto de arriba y con algunas otras. Fue un arrebato de camaradería hacia alguien que llevaba toda la noche bebiendo y bailando al lado.

Una reflexión al paso. Yo me veo ahora mismo capaz de darle un achuchón a un desconocido con el que llevo divirtiéndome un buen rato. Pero tal vez no lo haría con una desconocida. Están las cosas muy jodidas en ese terreno, por una mínima mirada te puede caer un rapapolvo considerable. Yo estoy de acuerdo básicamente con el movimiento Me Too y lo que supone, pero no exageremos. El puritanismo es algo que se cuela en tu vida en cuanto te descuidas. Ahí lo dejo, que todavía falta algo importante por contar. El local tenía anunciado que la música duraba hasta la una de la madrugada y ya faltaba poco cuando un hombre también mayor y con pinta de ser una especie de dueño, se acercó al Morgan Freeman y le habló al oído. Los gestos del músico expresaron algo así como: –Adelante, tío, dilo tú. El tipo cogió el micro y, con tono grave pero tranquilo, anunció que había incidentes en la calle, a la puerta del lugar. Que habían salido a relucir armas y estaba la policía por allí. Que de momento no se podía salir del bar y que los mandos de la policía habían pedido que se parase la música.

Voces de fastidio, pero poco más. Los músicos empezaron a guardar sus instrumentos y todos seguimos bebiendo y conversando tranquilamente. Yo me fui desplazando poco a poco hacia la entrada. Efectivamente, las puertas estaban cerradas y por el cristal se veía a tropecientos policías desplegados que tenían el cruce cortado, algunos moviéndose con la pistola en la mano. Alguien habló de que había habido un tiroteo, pero otro le corrigió: –No se han escuchado tiros, man, es que hoy estaban de celebración por la victoria de los Warriors y tal vez algunos han sacado sus armas, a veces sucede, sobre todo con los mexicanos, pero suele ser de farol. Me acerqué a la puerta. El cancerbero de las barbas seguía impertérrito mirando a través del cristal. Alguien dijo: –Están locos ahí afuera. El cancerbero masculló entre dientes: –A lo mejor es que no les gusta el rock’n roll.

Cada poco, el cancerbero salía un rato y parlamentaba con los policías. Volvía y decía que todo seguía igual. En una de esas, trajo un mensaje diferente: la policía autorizaba a salir de uno en uno, pegados a la pared hacia el callejón de la izquierda. Fui uno de los primeros. Puede que hubiera 50 o 60 policías por allí, todos en alerta. Y unos ocho coches patrulla con las luces a todo trapo. Salí por el callejón y di la vuelta a una manzana para volver por Columbus a ver el follón desde el otro lado. Estuve un rato con los ganchos de los locales de topless y luego me fui. Me interné en Chinatown, ahora ya completamente vacío, pensando que, estos yanquis, con lo majos que son, no necesitan para nada las armas. Es una antigüedad, una rémora, un atavismo de otras épocas. Pero ahí están. Llegué al hotel sin novedad, en torno a las 2 de la mañana y dormí como un bendito. Fue finalmente la noche de un día duro. Les dejo unas fotos más del Saloon. Todas las saqué con mi móvil y son de una calidad regular, espero que me disculpen.






4 comentarios:

  1. Bueno, bueno. Menuda colección de escarallados que se encontró usted. Deberían organizar excursiones del Inserso para ir a ese bar. La nostalgia al poder.

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    1. El rock es una forma de vida, una estructura mental. Da igual que estés hemipléjico, cojo o baldado de distintas formas: si tienes el rock en tu cabeza, lo demás es accesorio.

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  2. ¡Qué recuerdos! Los sitios que nombraste y otros anteriores. De los antiguos el Stones de la calle Villalar.
    Uno de mis favoritos en su momento fue el de la calle Claudio Coello que juraría que era el 42, pues ese creo que era el único nombre que tenía, y no el 43 como pones. Estaba en la acera de la derecha según subes, así que el múmero ha de ser par.
    Gracias por las interesantes crónicas del viaje por la costa oeste. Supongo que a mi sosias taxista le hayas dado una buena propina. Puede que sea descendiente de un pariente de los muchos que optaron por emigrar. Gallegos en todas partes: ahí mismo Jerry García.
    Un abrazo.

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    1. Tienes razón, amigo, ya lo he corregido. Al sosias le di propina, por supuesto, cualquiera se la niega. Y el Stones era cojonudo. Hasta que entré en ese lugar, no había visto nunca a tantos negros juntos.
      Un abrazo.

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