O si lo prefieren, A hard day’s night. Así se llamaba una canción de los Beatles de 1964, que dio título también a su álbum de
ese año y a la primera película (en blanco y negro) del grupo, dirigida por
Richard Lester. Yo vivía entonces en La Coruña y escuchaba los éxitos de los
Beatles en las rockolas de algunos bares y en los guateques que organizaban los
amigos que disponían de tocadiscos, o de uno de los llamados pick-ups. Les pongo un
vídeo para que recuerden cómo sonaba esta canción en los inigualables discos de vinilo.
Bien, la canción tenía una letra
sencilla, que se limitaba a expresar el gusto que da volver a casa después de un
duro día de trabajo, encontrarte a tu chica y sentirte a gusto con ella. Es el
mensaje de un currante que añade que trabaja todo el día fuera como un cabrón,
para que su mujer tenga dinero y se pueda comprar lo que quiera y en contrapartida lo trate
bien, lo trate con cariño. Pero en 1964, en España estábamos en pleno
franquismo y teníamos una censura que revisaba cuidadosamente todos los
mensajes. Para los que no han vivido nunca bajo una dictadura es difícil imaginar lo
que era aquello, incluso más de uno pensará que lo que les cuento es una pura
paranoia mía. Pero lo cierto es que los censores vieron aquí una canción de
currantes que estaban orgullosos de serlo y eso podía ser peligroso.
Y por eso alteraron la traducción
del título, que pasó a llamarse en España Qué
noche la de aquel día. No sé si captan el matiz. El mensaje sencillo y
sano, de currantes, del título
original, se convierte en un asunto de juerguistas pedorros que rememoran una pasada que se dieron: cómo nos lo pasamos aquel día, oyes. Noten que la introducción del determinante demostrativo aquel, aleja la historia para falsear aún más la inmediatez del presente que celebra la letra original. Teniendo en cuenta que entonces nadie sabía inglés, era fácil extender el
mensaje falso y transponerlo al grupo: los Beatles eran unos juerguistas
pedorros, encima con esas melenas, nada que pudiera contener el germen de una
forma nueva de ver la vida. Los de la censura puedo asegurarles que no daban
puntada sin hilo. Todo esto me viene a la mente cuando pienso en la noche del
viernes 8 de junio, que me dispongo a contarles. Y que, a una semana vista, va más en el sentido que le dieron los censores a los Beatles.
Había sido un día cansado, con
una larga caminata iniciática finalizada con un remoje de pies en el Pacífico.
Pero era viernes y yo estaba en San Francisco. Así que me vestí de nuevo y salí
a la noche de California. En Union Square, una chica tocaba la gaita escocesa
con mucha potencia y convicción, subida en un poyete. Llevaba falda escocesa pero, bajo
ella, unos sólidos pantys de lana. Doblé por Grant a la izquierda y pasé bajo
la Puerta del Dragón, que marca la entrada de Chinatown. Por la noche, el
barrio estaba bastante vacío, con las tiendas y la mayor parte de los bares
cerrados; el chino no es trasnochador. Recorrí la calle Grant hasta el cruce en
diagonal con Columbus Avenue. Mi destino era el bar The Saloon, un antro legendario del blues en directo, en la misma
Grant pero al otro lado de Columbus, fuera de Chinatown. Esta ya es una zona llena de bares de topless, antros eróticos y personal equívoco pululando por
allí, incluidos los consabidos ganchos que te ofrecen papelitos de anuncios relacionados y entradas
con descuento.
Por lo que había leído, en el bar
no había más que bebida (y música en directo, por supuesto) pero ni un triste paquete de patatas fritas. Tenía que
cenar algo antes, había comido una tosta de salmón hacía una eternidad y tenía
hambre. Entre los restaurantes cercanos vistos en Internet, me había llamado la
atención uno: The Stinking Rose, la rosa maloliente, consagrado íntegramente al
ajo, en la misma avenida Columbus. En la fachada había diversos letreros en los
que se ponderaban las ventajas del ajo para la salud, y se hablaba de no sé qué
guerreros invencibles de la antigüedad, que se untaban el cuerpo con ajo para la
batalla, que seguramente empezaban a ganar por el pestazo. Recordé la historia
de cierto delantero del fútbol que mascaba varias cabezas de ajo antes de los
partidos, por lo que no había defensa que pudiera marcarlo de cerca. El rollo
parecía atractivo, pero era falso: al final el lugar era una pizzería cutre,
regentada por mexicanos. Me pedí una pizza garlic & peperoni, que no tenía
ni una cosa ni la otra: era una pizza seguramente precocinada, con unas lonchas
de una especie de longaniza. Le pregunté al camarero si estaba seguro que esa
era la pizza que yo había pedido y me dijo muy serio que claro que sí, señor,
garlic and peperoni, la especialidad de la casa. Pero se podía comer y cumplió
su función.
Y me acerqué al Saloon. La música
ya atronaba afuera en la calle, a todo volumen. Porque el Saloon es un bar más
bien pequeño y alargado, con una barra corrida a la izquierda que se come la mitad del
espacio, y un ensanchamiento al final con un estrado alto donde tocan los
músicos, con los aseos al fondo. Estaban tocando ya y el lugar estaba abarrotado. En la puerta, en una pequeña pizarra se anunciaban los artistas del día. Un letrero enano escrito a mano con tiza rezaba solamente today Shad. Un cancerbero que parecía escapado
de un cómic me pidió five dollars. Era
un tipo ya mayor, con sombrero de paja y gafas negras, bajo lo cual brotaba una
mata de pelo gris en la que no se diferenciaba el pelo de la barba, que parecía
llegarle hasta el borde mismo de los ojos. Te pedía la entrada con un gesto de
la mano abierta vuelta hacia arriba, de doble significado, puesto que denotaba
tanto la petición como la magnitud, señalada por los cinco dedos. Le di un
billete de 5, me agarró la mano, me pintó una raya en la muñeca con un rotulador y me franqueó el paso aclarándome que eso me daba derecho a one drink.
Había un hueco al principio de la
barra, debido a que la gente se había movido hacia el fondo para acercarse a
los músicos. Me abrí camino entre dos señoras mayores sentadas, muy hippys, que se
apartaron arrebujándose coquetas y haciéndome ojitos (ya
saben que, una de las señas de que uno ha llegado a la vejez es que las mujeres
que te hacen ojitos te parecen unos carcamales y las que te gustaría que te lo
hicieran, te ignoran). Atendía la barra otra señora bastante veterana, que
luego supe que se llama Rose (aunque no stinking, que yo pudiera apreciar). Le
mostré la muñeca y le dije que quería una cerveza. ¿De qué marca? Sierra Nevada. Esta es una IPA de botella que se fabrica en Oakland y está bastante
buena. Con mi botella en la mano me infiltré como pude entre gente que bailaba,
saltaba y daba grandes alaridos jaleando a los músicos. Al rato, estaba en la
primera fila, ante el espacio de la banda, donde bailaban como locos unos cuantos tipos.
Era una banda también muy
veterana (el público era, digamos, mezclado, había mitad de gente joven, el
blues y el rock son un asunto intergeneracional). En el centro, un negro
bastante parecido a Morgan Freeman, cantaba y tocaba sentado lo que se llama en el rock
un keytar (de keyboard y guitar), es
decir, un tecladito portátil, y desde el primer momento observé que usaba la mano
izquierda para sujetar el mango, como ciertos futbolistas que tienen una de las
piernas sólo para apoyarse en el suelo. Todo lo tocaba con una mano, pero era
un auténtico virtuoso, que versioneaba temas conocidos de Stevie Wonder, la Creedence y hasta de Jimmy
Smith, el mejor organista de jazz de todos los tiempos. A su derecha un
guitarra como de cerca de 70, de aire tosco y aspecto de leñador recién caído
de la Montañas Rocosas, acariciaba su Fender con una delicadeza impropia de sus
manazas de currante. Completaban la banda bajo y batería también veteranos, que
hacían su trabajo con eficacia funcionarial.
Estaban en la traca final del
primer pase, con todo el público entregado y yo me sentí muy bien. Me vinieron
a la memoria lugares legendarios, como el 42 de Claudio Coello, la MM, el
Rockola y el último de todos: el Agapo, en el 22 de la calle de la Madera. Desde
el cierre del Agapo no había vuelto a tener sensaciones como estas. Tras una pausa, la
banda acometió lo que todo el mundo entendió que era la última canción. En ese
momento, cómo decirlo de otra manera, alguien me tocó el culo. A ver. No es la
primera vez que me pasa y sé de lo que hablo. Lo que estoy diciendo es que
alguien con la mano abierta me agarró una nalga y apretó sin dudarlo. Me liberé
del apretón y me volví a ver quién era el/la agresor/agresora y entonces pasó
por mi lado una señora muy mayor, con un sombrero de pantera de medio lado, que avanzaba con decisión apoyada en unas muletas y se había abierto camino hasta
el espacio libre por el procedimiento de quitarse a los de delante tocándoles
el culo. En cuanto pilló la posición, le entregó ambas muletas a alguien que
había por allí e inició una danza frenética basada en movimientos rítmicos de
hombros y brazos. No movía los pies del suelo pero era sin duda la que mejor
bailaba del lugar, con cara de concentración. Y lo más sorprendente de todo: no
tenía dientes; seguramente se había quitado la dentadura postiza para bailar
más cómodamente. Que sí, que ya sé que les parece increíble, pero hasta le
saqué una foto, para que vean que no miento.
La banda cerró entre aplausos y
no dio propina, porque volvía después. El personal se precipitó a la barra a
reponer bebida y yo aproveché para sentarme en una banqueta que quedó libre al fondo de la barra. Los músicos se secaron con toallas y bajaron del estrado, cumpliendo la máxima
de salir del lugar en que estás trabajando para tomarte algo en cualquier otro
sitio. Al leñador de la guitarra, que tenía un cierto aire de Unabomber, le
costó horrores bajar del alto estrado. Pero es que sólo entonces, me percaté de
que el Morgan Freeman tenía medio cuerpo paralizado. Era un músico hemipléjico.
He buscado información sobre el líder de esta banda sorprendente. Se
trata de Shad Harris, un conocido batería que durante años encabezó la banda de blues The Groovenators. Hasta que, en 2000, sufrió un derrame cerebral y
se quedó como yo lo vi. Y, como era un músico cojonudo, se reconvirtió en
virtuoso del keytar, un instrumento que se puede tocar sólo con una mano.
Iban volviendo los músicos y todo
el personal se preparaba para lo que venía. Rose manejaba el cotarro sin
alardes, con gesto serio, ayudada por una empleada que servía cervezas sin
cesar. Empezó el show y yo dejé la silla y me metí al mogollón de los bailones.
Entre ellos había uno muy tonto, según la definición de la madre de Forrest
Gump, o tal vez es que no sabía beber con dignidad según el lema del La Rocca’s
Corner. Quiero decir que hacía muchas tonterías, molestaba a los músicos (el
bajo lo apartó de un empujón sin miramientos) y más que bailar lo que hacía era moverse dando traspiés, como a punto de
caerse. Un tipo con gafas de pasta y yo estábamos pendientes de que no hiciera ninguna trastada y aquí pueden
ver al gafapasta sujetándolo por la camisa para que no se cayera.
Pero, a pesar de nuestra
diligencia, el tipo acabó dándole una hostia al jarro de las tips, que tienen puesto los
músicos en una banqueta para que la gente les eche propinas, desparramando todo su contenido por
el suelo. Rápidamente dejé mi cerveza en la barra y me apresuré a recogerlo
todo y volverlo a colocar en el frasco. El gafapasta ya venía, pero yo me había
adelantado y me hizo una señal con el pulgar arriba. La banda seguía atacando
sus temas y hasta el Unabomber se animó a cantar una versión sui géneris del
Sitting on the dock of the bay, demostrando que es mejor guitarrista que
cantante. Y entonces hizo su entrada en escena un nuevo personaje. Era un gordo
vestido con un traje negro con chaleco, seguramente hecho a medida, y tal vez el
único que tenía, porque se veía algo gastado. Se tocaba con un sombrero negro y
llevaba un estuche muy grande, del que inmediatamente empezó a extraer las piezas de un trombón de varas de tamaño natural. Venía acompañado por su mujer, de hechuras
parecidas pero vestida con más discreción. Tomaron posesión de la esquina por
donde yo me movía, por lo que opté por quitar de allí mi chamarra de North Face
para que no estorbara y cambiarme a la esquina del fondo. Antes le hice un par de fotos y el tipo me respondió con el gesto de Ojo que te he visto.
Con la segunda Sierra Nevada en
la mano seguí bailando por la zona del fondo, en compañía del gafapasta y otros
(ya nos habíamos quitado de encima al capullo que no sabía beber con dignidad).
Por allí pasaba la gente en dirección a los aseos y, con mis bailes, le di
un golpecito con el codo a una chica que pasaba por detrás de mí. Me apresuré a
decirle sorry y su respuesta fue una
palmadita cariñosa en el culo, segunda vez que me lo tocaban en la noche. Pero
faltaba lo mejor. Porque al final de una canción en la que todos chillábamos y
hacíamos ¡wowuuuu! el gafapasta, que estaba a mi izquierda, me echó el brazo al
cuello y apretó hacia abajo, en una especie de llave de judo cariñosa. Cuando ya me tenía
completamente reducido y medio asfixiado con aquella suerte de doble
Nelson, me dio un beso en la sien y me dijo al oído: –I love you, man. Y me soltó. Tal vez piensen que era gay, pero no
lo era, lo había visto antes coquetear con una gorda que se ve en la foto de
arriba y con algunas otras. Fue un arrebato de camaradería hacia alguien que
llevaba toda la noche bebiendo y bailando al lado.
Una reflexión al paso. Yo me veo
ahora mismo capaz de darle un achuchón a un desconocido con el que llevo
divirtiéndome un buen rato. Pero tal vez no lo haría con una desconocida. Están
las cosas muy jodidas en ese terreno, por una mínima mirada te puede caer un
rapapolvo considerable. Yo estoy de acuerdo básicamente con el movimiento Me Too y lo que supone, pero no
exageremos. El puritanismo es algo que se cuela en tu vida en cuanto te descuidas.
Ahí lo dejo, que todavía falta algo importante por contar. El local tenía
anunciado que la música duraba hasta la una de la madrugada y ya faltaba poco
cuando un hombre también mayor y con pinta de ser una especie de dueño, se
acercó al Morgan Freeman y le habló al oído. Los gestos del músico expresaron
algo así como: –Adelante, tío, dilo tú. El tipo cogió el micro y, con tono grave pero tranquilo, anunció que
había incidentes en la calle, a la puerta del lugar. Que habían salido a
relucir armas y estaba la policía por allí. Que de momento no se podía salir
del bar y que los mandos de la policía habían pedido que se parase la música.
Voces de fastidio, pero poco más.
Los músicos empezaron a guardar sus instrumentos y todos seguimos bebiendo y
conversando tranquilamente. Yo me fui desplazando poco a poco hacia la entrada.
Efectivamente, las puertas estaban cerradas y por el cristal se veía a
tropecientos policías desplegados que tenían el cruce cortado, algunos moviéndose con la
pistola en la mano. Alguien habló de que había habido un tiroteo, pero otro le
corrigió: –No se han escuchado tiros, man, es que hoy estaban de celebración
por la victoria de los Warriors y tal vez algunos han sacado sus armas, a veces
sucede, sobre todo con los mexicanos, pero suele ser de farol. Me acerqué a la
puerta. El cancerbero de las barbas seguía
impertérrito mirando a través del cristal. Alguien dijo: –Están locos ahí
afuera. El cancerbero masculló entre dientes: –A lo mejor es que no les gusta
el rock’n roll.
Cada poco, el cancerbero salía un
rato y parlamentaba con los policías. Volvía y decía que todo seguía igual. En
una de esas, trajo un mensaje diferente: la policía autorizaba a salir de uno en uno, pegados a la
pared hacia el callejón de la izquierda. Fui uno de los primeros. Puede que
hubiera 50 o 60 policías por allí, todos en alerta. Y unos ocho coches patrulla
con las luces a todo trapo. Salí por el callejón y di la vuelta a una manzana
para volver por Columbus a ver el follón desde el otro lado. Estuve un rato
con los ganchos de los locales de topless y luego me fui. Me interné en
Chinatown, ahora ya completamente vacío, pensando que, estos yanquis, con lo
majos que son, no necesitan para nada las armas. Es una antigüedad, una rémora,
un atavismo de otras épocas. Pero ahí están. Llegué al hotel sin novedad, en torno a las 2 de la mañana y dormí
como un bendito. Fue finalmente la noche de un día duro. Les dejo unas fotos más del Saloon. Todas las saqué con mi móvil y son de una calidad
regular, espero que me disculpen.
Bueno, bueno. Menuda colección de escarallados que se encontró usted. Deberían organizar excursiones del Inserso para ir a ese bar. La nostalgia al poder.
ResponderEliminarEl rock es una forma de vida, una estructura mental. Da igual que estés hemipléjico, cojo o baldado de distintas formas: si tienes el rock en tu cabeza, lo demás es accesorio.
Eliminar¡Qué recuerdos! Los sitios que nombraste y otros anteriores. De los antiguos el Stones de la calle Villalar.
ResponderEliminarUno de mis favoritos en su momento fue el de la calle Claudio Coello que juraría que era el 42, pues ese creo que era el único nombre que tenía, y no el 43 como pones. Estaba en la acera de la derecha según subes, así que el múmero ha de ser par.
Gracias por las interesantes crónicas del viaje por la costa oeste. Supongo que a mi sosias taxista le hayas dado una buena propina. Puede que sea descendiente de un pariente de los muchos que optaron por emigrar. Gallegos en todas partes: ahí mismo Jerry García.
Un abrazo.
Tienes razón, amigo, ya lo he corregido. Al sosias le di propina, por supuesto, cualquiera se la niega. Y el Stones era cojonudo. Hasta que entré en ese lugar, no había visto nunca a tantos negros juntos.
EliminarUn abrazo.