Muy bien, hoy volaré a San
Diego y mañana vendrá San
Diego Moreno a recogerme para pasar la frontera de Tijuana. Entraré entonces en
una nueva circunstancia, porque me voy a alojar en su casa y ya saben que,
cuando estoy con alguien, mi producción bloguera decrece. Para escribir en el
blog yo necesito un poco de intimidad. Un poco de soledad, en suma. En este
viaje en el que me encuentro, hay una primera parte en la que he girado en
torno al planeta Shannon y habrá una última en la que giraré en torno al
planeta Diego. En el centro, una semana en San Francisco, una ciudad que, ya es
hora de decirlo, es maravillosa. San Francisco es lo más. San Francisco es la
hostia. Es que me quedo sin palabras para describirla. Es que yo creo que ni
Nueva York ni nada: San Francisco. El año pasado terminé mi viaje americano
diciéndoles que tanto Portland, como Seattle y Vancouver eran lugares muy
interesantes, pero que no les pasaría nada si se mueren sin conocerlos. Lo
mismo podría decir de Los Ángeles. San Francisco es diferente. Si encuentran
cómo venir, no dejen de hacerlo. Es una ciudad que hay que visitar, al menos
una vez en la vida.
Yo tengo el compromiso de
contarles este viaje tan lleno de historias y situaciones blogueras y lo haré,
no teman, aunque el asunto se alargue lo que se tenga que alargar. Así que sigo. El miércoles
día 6 de junio amanecí por primera vez en San Francisco, me duché y bajé al lobby a preguntar si tenía el desayuno incluido en el precio. No lo tenía;
de hecho, este hotel no tiene restaurante. La china de Recepción me preguntó
en qué planta estaba. En la octava. Pues sólo tenía que subir una más para
encontrarme un mostrador con café y galletitas al servicio de los clientes. Subí y lo
comprobé. Tenía buen aspecto: unos termos gigantes de café expreso italiano con todos
los adminículos para hacer un buen café con leche. Y un frasco lleno de cantucci, los deliciosos bizcochos
secos, con almendras y pistachos, que descubrí en mi viaje a la Toscana. Pero
yo me había acostado sin cenar y necesitaba algo más contundente. Y ¿qué se
creen que hice? Pues naturalmente salir a la calle, doblar la esquina y entrar
en el Sears Fine Food ¡Famoso en el
Mundo Entero!
Una decisión acertada. Estaba
lleno de gente desayunando. Me encantan estos lugares de desayuno de los
yanquis, donde nada más sentarte te ponen un gran vaso de agua con unos hielos
y donde te van rellenando el café todas las veces que quieras. Recuerden que se
trata de café americano; que no basta con una taza para ponerte a tono. Después
te cobran por el concepto “café”, no es como en España y los demás países,
donde te tomas tres cafés y te los cobran. Completé el desayuno con unas
tortitas, con mantequilla y sirope de arce, que es lo típico aquí. Y salí
dispuesto a seguir descubriendo la ciudad. Doblando por la calle Grant hacia el
norte, se dirige uno a Chinatown, el barrio más cercano. Enseguida se atraviesa
la Puerta del Dragón y se entra en ese mundo misterioso, en el que la gente
empieza ya a disponer los puestos y los escaparates de los comercios. Lo mejor,
unas imágenes.
Lo que ven en la última imagen son jacas, la fruta más grande del mundo que puede llegar a pesar 50 kg y es la gran esperanza para acabar con el hambre en lugares como la India y Bangla Desh. Les contaré también que entré en un súper chino a ver si tenían melatonina en dosis mayores que la autorizada en España. Encontré incluso una oferta 2x1, de botes de 90 cápsulas de 5 mgms, y salí de la tienda con cuatro. Tras atravesar Chinatown, entré
en el barrio de North Beach. Es hora ya de hablar de las cuestas de esta
ciudad. ¡Y yo que me quejaba de las de Seattle! Hay que venir y verlo para
saber lo que son estas cuestas. Un coche con un motor no muy potente se caería
para atrás. Y un gordo rodaría como una pelota. Si se te cae una moneda y rueda
ya te puedes despedir de ella. La ciudad de San Francisco se destruyó entera en
el terremoto y subsiguientes incendios de 1906. Y se reconstruyó en los años
20. A pesar de la Ley Seca, la ciudad supo renacer. Pues debe de ser que en
esos años no se gastaban un duro en movimiento de tierras. Porque han trazado
las diferentes cuadrículas sobre el terreno tal cual. En los cerros más altos
han dejado algunos parquecitos. El resto son unas cuestas mortales. En el
centro de North Beach está la Coit Tower, una torre erigida en los años 30 en
homenaje a los bomberos de la ciudad. Para llegar a ella hay que subir las
escaleras de Filbert street, que requieren un esfuerzo grande. Alguna foto de
las que tomé.
La torre se ve desde todas partes
en San Francisco y se puede visitar (tiene unos murales interesantes y una
azotea arriba con una vista panorámica única). Pero había una cola mediana y la
vista desde la base de la torre ya es bastante buena: se ve la isla de
Alcatraz y el Puente de la Bahía, que cruza a Oakland apoyándose en otra isla intermedia. Así que opté por no subir.
Volví a bajar las escaleras y continué mi camino hacia los muelles de Fisherman’s
Wharf. He de aclarar que no me siento obligado a hacer todas las turistadas
posibles. He escuchado diferentes opiniones de gente que ha visitado la ciudad
y según lo que me han contado, hay algunas cosas que me voy a ahorrar, como la visita a la isla de Alcatraz. El lugar tiene mucha historia, pero hay colas
kilométricas para el ferry, que atraviesa aguas muy movidas, total para llegar a
un sitio muy cutre, del que te puedes hacer una idea en cualquier documental.
Les diré que he estado cuatro veces en Nueva York y nunca he visitado la
Estatua de la Libertad por razones similares.
Sin embargo, hay otras turistadas
que sí me interesan. Y entre estas está el muelle de Fisherman’s Wharf, donde
retozan al sol unos 200 leones marinos, sobre unas plataformas de madera. Están
protegidos por ley y empezaron a okupar
la zona en los 90, echando a los pescadores del Muelle 39. Allí te puedes
pasar las horas muertas viendo como se pelean, juguetean, se rascan y se tiran sonoros
eructos y pedos. La técnica de lucha es afirmarse en el suelo con las aletas y
empujar con el pecho al rival, hasta tirarlo al agua. Y vuelta a empezar. Una
técnica parecida a la de los luchadores de sumo. Y naturalmente gana el más
grande. Vi una escena en que uno de los más grandotes se subía a una plataforma y
los demás ya se tiraban directamente al agua, sin esperar a que los fuera
empujando.
Toda la zona del muelle está
llena de lugares para comer, tipo tex-mex, hamburguesas y similares. Fritanga y
comida basura que deseché porque era pronto y había desayunado fuerte. Continué
hacia el oeste por el lado del mar y allí me tocó hacer otra visita turística:
el USS Pampanito, un pequeño submarino de la Segunda Guerra Mundial que se
hartó de hundir barcos japoneses, incluso uno que transportaba más de mil
prisioneros británicos y australianos, según se dice. Se puede ver la zona de
las literas en donde se hacinaban los marineros, más el comedor, los nichos de
los torpedos, la sala de mandos, el lugar donde escuchaban la radio y jugaban a
las cartas durante los tediosos días bajo el agua. Los cagaderos, el puesto del telegrafista
de morse con la vieja máquina de escribir para transcribir los mensajes. Para
pasar de una a otra sala hay que encogerse un montón y tener cuidado de no
darse en la cabeza, qué claustrofobia. De esto no les voy a poner fotos, aunque
las hice, porque se lo pueden imaginar.
Me interné entonces por el barrio
llamado Marina, estructurado en torno a la calle Chestnut, por la que pasa el
autobús y que está llena de bares y comercios. Buscaba un restaurante italiano
muy recomendado: el A-16. Pero llegué y me dijo una señora que andaba por allí
con unos jardineros, que ese día no
abrían hasta las 5 de la tarde. Tenía buena pinta y me quedé con ganas de
volver. Entre el resto de la oferta no acababa de decidirme, porque además
seguía sin mucha hambre. Intenté entonces una cosa que al final resultó bien.
Entré en una charcutería que se llama Lucca Delicatessen y me compré una porción de quiche
de espinacas. Con la cajita, me asomé en un bar de bebedores que había
localizado previamente, uno de esos estrechos, oscuros y un poco sórdidos que
hay en América, donde no suele haber mujeres. Le pregunté al tipo de la barra
si me daba una cerveza y me permitía comerme allí la comida que traía. Aceptó y
yo mismo me llevé la cerveza a una mesa al lado de la puerta, el único lugar un
poco iluminado. Allí comí tranquilamente y por un precio muy barato.
Después tiré adelante por la
calle Chestnut de regreso. Quería bajar por el famoso tramo de la calle Lombard
en que los coches dan curvas y curvas entre flores y plantas para salvar el
desnivel. Como no conseguí una perspectiva adecuada para una buena foto, les
pongo una que me he bajado de Internet.
Iba en busca de una calle que
saliera hacia el sur, pero todas las que encontraba tenían unas cuestas
enormes. Al final acabé bajando por Powell, que está bastante cerca de Grant,
por la que había subido. Hice un alto en un bar donde anunciaban WiFi gratis.
Lo regentaba un tipo violento que estaba discutiendo a voces con un
parroquiano. Se acercó y empezó por decirme que eso del WiFi gratis era un
señuelo, que la red que tenían funcionaba como el culo. Yo necesitaba
descansar un poco, así que me pedí un té y me senté. En cuanto me puso el té se
volvió al otro extremo de la barra, a seguir con la discusión. Había más gente,
que bebía cervezas y de vez en cuando reía incómoda con la bronca. Yo no me
enteraba de mucho, excepto que el tipo abusaba del fuck y el fucking todo el
rato y que había algo que ya se lo había dicho ochenta veces (I told you eighty
times). A cambio de la tensión, la música era excelente. Cuando fui a pagar, el
tipo me dijo que estaba invitado, que el del fondo era un roña pero que a
fuerza de gritarle había conseguido que pagara una ronda para todos. Me
llevé una tarjetita del bar: se trata del La Rocca’s Corner, en Columbus
Avenue, cuyo lema es beban con dignidad.
Tal cual queda consignado.
Logré llegar al hotel para
echarme una siesta y hacer mis habituales gestiones. E-dreams me comunicaba que
mi tarjeta de crédito no había sido aceptada y que, por tanto, no tenía vuelo a
San Diego. Ya les explico otro día este tedioso asunto. Al anochecer tenía otra
vez bastante hambre. Así que busqué restaurantes en el entorno. Elegí el Sam’s
Grill and Seafood, decidido a tomarme un pescadito. Era un lugar con solera y
bastante agradable, aunque de clientela veterana. En la hoja del menú averigüé que se
trata del quinto restaurante más antiguo de USA y que primero fue un bar de
ostras, en los tiempos en que Jack London se dedicaba a piratear las bateas de
los cultivos. Los camareros debían de ser también de los más antiguos de
América, arrastraban penosamente los juanetes, pero eran eficaces y muy amables. Me comí
un grueso filete de atún, cocinado con la técnica del sellado, es decir,
achicharrado por fuera y medio crudo por dentro. Iba acompañado de grelos y
cuscús, con una salsa agridulce de tomates y jalapeños. Para chuparse los
dedos. Y con la consabida cerveza IPA de barril. Ya se imaginan cómo dormí.
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