Bien, continúo con el relato de
mi viaje. Ya sé que algunos están deseando que empiece a hablar de Pedro Sánchez
y otros temas de actualidad, pero yo tengo que seguir a lo mío. El martes 12 de junio, me levanté
sin prisas. Mi vuelo a San Diego era a las 11.00. Así que salí y di la vuelta a
la esquina para desayunar en el Sears ¡famoso en el mundo entero! y despedirme adecuadamente de San Francisco. El camarero Rodrigo se alegró de verme y me dijo que me había
echado de menos. Y todavía se puso más contento cuando le dije que venía dispuesto a zamparme unos Eggs Benedict. Diré en mi descargo que
no había cenado, salvo un poco de fruta, y que tampoco tenía planeado comer
nada a mediodía por el vuelo y la llegada a San Diego. Tras el desayuno, volví
al hotel, hice las maletas y hasta tuve tiempo de escribir un poco en el blog.
A primera hora había hecho el check-out en recepción y había reservado un taxi.
Súper Mario me esperaba abajo para darme un abrazo e informarme de que el
taxista era un paisano suyo, así como medio de plantilla del hotel. Los costarricenses
debían de tener su propia mafia al servicio de los clientes.
El día era otra vez caluroso y el
taxista, que se llamaba Javier, fue charlando conmigo de temas diversos hasta
el aeropuerto. Allí, me dirigí a los mostradores de United Airlines, donde me
saqué la tarjeta de embarque en una máquina, ayudado por una señora de la
compañía. Nadie me dijo nada de pagar 25$ por el equipaje de mano, como
me había anunciado el chino Raymond Hsue, y yo naturalmente tampoco dije nada. Empecé
a escribir un post sobre círculos viciosos, pero lo tuve que dejar porque el
vuelo salía puntual. En el avión, me senté al lado de una chica inequívocamente mexicana, muy
atareada repasando sus apuntes en inglés, así que la dejé tranquila. El vuelo
es corto, unas dos horas y, a medio trayecto, nos trajeron unos saladitos.
El azafato, veterano y con una pluma notoria, me preguntó qué quería beber. Una cerveza. ¿Dinero o tarjeta?
¡Ah! No, no. Si no es gratis, no la quiero, tráigame un vaso de agua. El tipo dijo que eran tres dólares y abrió
los brazos, como diciendo: ¡hombre! alguien de su categoría, se puede permitir
el gasto. Le expliqué que era una cuestión de principios y un tema generacional, que yo ya era muy viejo y toda
mi vida había volado sin tener que pagar por las consumiciones y no iba a
cambiar ahora. El hombre me preguntó entonces qué marca de cerveza quería y pensé
que no había entendido mi perorata entre el ruido del avión y mi inglés
deficiente, por lo que insistí en que quería un vaso de agua. Que no, que qué marca de cerveza quiere. Que un vaso de agua. La mexicana entró
al quite en mi ayuda: –Señor, creo que lo que está tratando de decirle es que le invita a
la cerveza; por eso le pregunta la marca. ¡Ah! Pues dile que me da igual la
marca. Dirigiéndome al tipo, añadí: thank
you very much! A veces tirarse el rollo resulta bastante rentable.
Con motivo de eso pegué un poco
la hebra con la mexicana. Se llamaba Natalia y estudiaba Negocios en Portland.
Volvía a su tierra (había hecho escala en San Francisco), pero tenía pendiente el
examen de fin de curso, que debía hacer por Internet. Me contó que, para el año siguiente, había pedido
plaza en una Escuela de Negocios en Marbella (ni idea que hubiera una). Le dije que se preparase para pasar mucho calor y me contestó
que eso era precisamente lo que quería, que estaba harta del frío, el viento y la nieve de Portland. Le hablé algo de mi vida y mi viaje, pero sin enrollarme: la chica
estaba agobiada con la preparación de su examen y no era cosa de entretenerla.
Llegamos al aeropuerto, me despedí de ella y busqué el muelle de taxis. Y allí me
tocó un negro veterano que era un auténtico borrico. Creo que hacía años que no
me encontraba a alguien tan burro. Con decirles que hasta consideré seriamente la posibilidad de
volverme racista… Les aconsejo que se sienten cómodamente para leer lo que
sigue, porque están a punto de asistir a una de las escenas más surrealistas
del viaje.
El tipo me ayudó a colocar el
equipaje en el maletero trasero y arrancamos. Después de mi malentendido con el
azafato estaba un poco bajo de autoconfianza en mi nivel de inglés, así que
busqué la confirmación de reserva en el móvil y se la mostré al negro, al tiempo
que le decía: –Como ve, voy al Downtown San Diego
Lodge. El tipo me escuchó, miró el móvil sin dejar de conducir, e inició una
extraña serie de resoplidos, encogimientos de hombros y gestos con las manos. Le pregunté que qué pasaba, que si
no conocía el hotel. No, es que yo con eso no sé lo que me quiere decir. Oiga,
oiga, ¿quiere parar aquí un momento? (el tipo iba despacio, como coqueteando con
el arcén, pero no se paró). Dígame una cosa: ¿es usted capaz de llevarme al hotel
que tengo reservado? Porque, en caso contrario, me bajo aquí mismo y me busco
otro taxi.
El negro siguió manoteando, sin
detenerse, como si nadie en el mundo le entendiera: es que usted no me dice claramente a dónde quiere ir.
¡Joder! Lo pone aquí bien claro: Downtown San Diego Lodge. Sí, pero eso para mí
no es nada, eso es que usted va a un hotel barato (lodge) en el Downtown de San Diego, pero en el Downtown de San
Diego puede haber más de cien hoteles baratos, así de hoteles hay (juntaba los dedos de ambas manos hacia arriba, descuidando el volante). Por Dios, Downtown San Diego Lodge ES EL NOMBRE DEL HOTEL. Y haga el favor de mirar a la carretera, que nos vamos a dar un golpe.
Pero, ¿cómo va a haber en el Downtown de San Diego un hotel que se llame el
hotel del Downtown de San Diego? Y yo qué sé, ya lo ha visto en mi móvil. Y, en
ese móvil que me ha enseñado, ¿no tendrá usted un GPS para buscarlo? Pues no, no
tengo conectados los datos, porque el roaming
es carísimo. Pareció entonces adoptar una decisión: –Muy bien, entonces vamos a
mirarlo en el mío.
Se puso a teclear el nombre del
hotel sin dejar de conducir; yo estaba tan alucinado que el miedo a
que nos diéramos un golpe había pasado a segundo plano. Dio ostentosamente un Intro,
miró el resultado y se volvió hacia mí, satisfecho y cargado de razón: –¿Lo ve usted? Lo que yo le
decía. Aquí salen cuarenta hoteles en el Downtown de San Diego. A ver, déjemelo
ver. Mire, mire; mire usted todo lo que quiera, casi no caben en el mapa todas las
pelotillas que han salido. Me dio su móvil y miré. Efectivamente, el plano de
San Diego aparecía lleno de pelotillas, pero debajo había un listado de hoteles.
Entre ellos, el que yo buscaba, el quinto de la lista. Lo seleccioné y le devolví
el móvil. Ahí lo tiene. ¿Dónde, dónde? yo sigo viendo el mapa lleno de
pelotillas. Mírelo bien, ahora hay una más gorda que las demás. Miró y dio un
respingo, perplejo. Entonces pinchó en la pelotilla grande y el móvil estableció inmediatamente la ruta y le empezó a hablar: –En la primera glorieta tome la
segunda salida.
No le volví a dirigir la palabra
hasta que se detuvo a la puerta del hotel. Le pregunté cuánto era y me dijo que
45$. Saqué exactamente 45$ y se los di. Se quedó mirándolos y dijo: –Jefe, ¿qué
hay de la propina? Hombre, desde luego, estoy al tanto de que en este país es habitual dar propina,
excepto que uno no esté contento con el servicio. Y yo no lo estoy, después del
show que me ha montado. El show ha sido culpa suya, jefe, por ponerse
nervioso mientras buscábamos la dirección; y yo le he traído a su destino sin
perder apenas tiempo. Pensé que tenía parte de razón, saqué un dólar (bastante
menos de lo que le correspondía según el porcentaje habitual) y se lo di. ¿Le
parece bien así? No. Pues no le voy a dar más. Muy bien, entonces bájese del taxi y
coja usted mismo su equipaje. Mientras decía esto último, accionó una palanca
y abrió desde dentro el capó trasero. Inaudito. En mi vida me había pasado nada parecido.
Me bajé y cogí mis cosas con parsimonia. Me tomé mi tiempo para extraer el trolley de la maleta y colocar mi maletín enganchado encima, para tener un solo bulto rodante. Entonces, me acerqué a su ventanilla y le dije: –¿Sabe una cosa? Que, si quiere continuar con el maletero cerrado, tendrá que bajarse y cerrar usted mismo el capó. Me creerán o no, pero esto último se lo dije mirándole a los ojos desde arriba y con una sonrisa de oreja a oreja. En ese momento, al negro le entró una risa contagiosa incontenible, en la que le acompañé recostado contra el taxi, a punto de mearme. El tipo casi lloraba con la cabeza apoyada en las dos manos que tenía sobre el volante y no conseguía detener su risa estentórea de negro. Cuando paramos de reírnos, le dije que daba igual, que ya le cerraba yo el capó, que fuera con Dios. Cerré y le di una palmada en el lateral para indicarle que ya podía irse.
Me bajé y cogí mis cosas con parsimonia. Me tomé mi tiempo para extraer el trolley de la maleta y colocar mi maletín enganchado encima, para tener un solo bulto rodante. Entonces, me acerqué a su ventanilla y le dije: –¿Sabe una cosa? Que, si quiere continuar con el maletero cerrado, tendrá que bajarse y cerrar usted mismo el capó. Me creerán o no, pero esto último se lo dije mirándole a los ojos desde arriba y con una sonrisa de oreja a oreja. En ese momento, al negro le entró una risa contagiosa incontenible, en la que le acompañé recostado contra el taxi, a punto de mearme. El tipo casi lloraba con la cabeza apoyada en las dos manos que tenía sobre el volante y no conseguía detener su risa estentórea de negro. Cuando paramos de reírnos, le dije que daba igual, que ya le cerraba yo el capó, que fuera con Dios. Cerré y le di una palmada en el lateral para indicarle que ya podía irse.
Esto es lo que sucedió y ahora vamos con las reflexiones. A lo mejor ustedes se preguntan el porqué de mi cambio de actitud en la parte final del incidente. Yo también. Porque lo cierto es que no lo sé con seguridad. Tal vez el hecho de tener un blog es clave para explicarlo. Porque, en varios momentos de tan surrealista episodio, se me cruzó por la mente un pensamiento: lo que me iba a divertir escribiendo esta historia y lo que se iban a reír ustedes con ella… Lo que puedo asegurarles es que, mientras sacaba los bultos del maletero, me sentí extrañamente en paz y sin tensión alguna: ya estaba en el hotel, podía continuar plácidamente mi viaje y, encima, tenía una nueva historia que contar. Eso hizo que me diera la risa cuando me acerqué a su ventanilla. Además, yo no soy de esos tipos picajosos, que prolongan las pendencias indefinidamente y acaban a bofetadas. Yo no me he pegado con nadie desde los quince años. Al fin y al cabo, el tipo no era mala persona. Sólo era un inútil; un borrico veterano, que ya tendría que haberse jubilado.
No hay mucho más que contar de
ese día. El hotel era exactamente un motel americano de carretera, pero barato,
limpio y muy cerca del centro de San Diego, porque ya les he contado que los
yanquis atraviesan las ciudades con sus autopistas, incluso con puentes
elevados. Contacté con Diego, me eché una pequeña siesta y salí a dar una
vuelta. No tenía ni que deshacer el equipaje. En la recepción me habían dado un
plano de San Diego y muy pronto llegué
al barrio del Gaslamp, el más famoso
del Downtown. San Diego no es San Francisco ni de lejos, pero tal vez se merece que les
muestre algunas de las fotos que saqué aquella tarde.
Cuando cayó la noche, me quedé
por el Gaslamp, que estaba muy animado. Allí todos los restaurantes son de los
que enfían o barreto aos turistas, que
dicen en Portugal. Te ponen unos platos desmesurados, imposibles de terminar, y te cobran como si te hubieras comido dos. Pero encontré un
italiano simpático: el Panevino. Los
camareros hablaban un italiano elemental y así nos entendimos. Me pedí una burrata di bufala, soporté que me
preguntaran veinte veces si no quería nada más y me regalé un par de copas de
rosado. Después de pagar, el chef me preguntó: É stato tutto a posto? A lo cual respondí: tutto a posto e niente in ordine. Grandes risas de nuevo. Con la
noche cerrada caminé de nuevo en busca del Downtown San Diego Lodge pensando en el negro borrico y
casi me pierdo, porque en algún lugar se me había caído el plano de la ciudad y por
la noche las percepciones son muy diferentes. Pero al final lo encontré y dormí bastante
bien, acunado por el ruido de la carretera.
Dentro de lo increíble que es lo del taxista borrico, le diré que menos mal que le dijo usted que se bajara su propio capó con una sonrisa en la boca, porque si no, tal vez se hubiera bajado del coche y la hubiera emprendido a trompadas con usted. Eso sin contar con que podía haber llevado una pistola. Al decírselo de buen rollo, el tipo se lo tomó a broma y hasta le hizo gracia. Ya vemos sus lectores que le gusta andar un poco sobre el filo de la navaja, siempre con educación y fina ironía, lo que le salva de situaciones desagradables.
ResponderEliminarDe todas formas, como ya sabemos que está de vuelta en Madrid, la tensión no es tanta, y sus textos se siguen de forma distendida y divertida.
Así es como yo lo veo.
Pues desde luego que no pretendía provocarle. No me pareció que mereciera propina alguna. Aun así le añadí un dolar. Supongo que el tipo tiene su rutina: al que no me dé propina no le ayudo con las maletas. Como les digo, en ese momento me sentí en paz y se me ocurrió lo de decirle que se cerrara él la puerta. Una travesura al fin y al cabo. Al decírselo fui consciente de que era una travesura y me dio la risa. Pero yo no pretendo provocar con mis ocurrencias traviesas, sino divertirme sin faltar, o faltando muy poco. El tipo lo entendió y su risa me indicó que aceptaba el empate. Comportamiento deportivo por ambas partes. Si se me llega a rebotar le habría pedido disculpas. Y respecto a lo de que llevara una pistola, me parece que ha visto usted demasiadas películas.
EliminarEn cualquier caso le agradezco su ayuda a la hora de interpretar este incidente.
Pues a mí lo que me llama la atención es esa vena roña tan contradictoria con su generosidad en otros terrenos. Después de gastarse un dineral en un viaje a un lugar tan caro como California, nos lo encontramos rebañando tres dólares al azafato con un rollo patatero, ufano de no haber pagado recargo por su maleta en vuelo y peleando por no añadirle al taxista ese (ciertamente cerril) otros tres o cuatro dólares de propina. Para hacérselo mirar, ¿no cree?
ResponderEliminarMás que generosidad lo mío es prodigalidad. Que compagino con una cierta roña para no arruinarme. Lo del azafato no es un rollo patatero. Realmente me cabrea tener que pagar por una bebida en un avión. Tampoco me gusta pagar por ver la tele. Es asunto de mi generación. A los de mi quinta nos acostumbraron a ver la tele gratis y a no pagar nada en los aviones y ya nos cuesta pagar por ello. Al taxista ya he dicho que no me sentí obligado a darle propina. Se portó conmigo como un mastuerzo (siento haber descubierto esta palabra al contestarle, tal vez hubiera sido un título más exacto: Un mastuerzo en San Diego). Y lo de la maleta pues también me parece una mierda que me cobren cargos adicionales. Ahora a las compañías aéreas les ha dado por cobrarte sólo el billete. Si quieres facturar, a pagar. Si quieres una cerveza, a pagar. Es un coñazo. Si a mí me dan un precio global, como hacían antes, yo lo pagaría sin rechistar. Cosas de viejo, supongo.
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