Empiezo a escribir en el
aeropuerto de San Francisco después de pasar la seguridad, mientras hago tiempo
para embarcar hacia San Diego. Hay aquí unos desktops (cómo traducir la palabra, ¿escritorios?) con silla cómoda
y enchufe a red, pero sin WiFi. Tengo una hora hasta el embarque, así que es un
buen momento para continuar el relato de mis aventuras. El jueves 7 de junio
fue un día atípico en el discurrir de mi viaje, puesto que tenía dos asuntos
prioritarios que me impedían continuar con mi trayectoria de turista accidental.
En segundo lugar (en el tiempo) tenía una doble cita a partir de las 14.30 en
las oficinas de la SF Environment, la unidad que se ocupa del cuidado del medio
ambiente en el Ayuntamiento de San Francisco. Y antes tenía que ocuparme del
asunto de mi billete a San Diego, imposible de obtener por Internet, por el
problema que les cuento a continuación.
Les adelanto que la culpa del
asunto era íntegramente mía: ya me pasó lo mismo el año pasado cuando intenté
sacar un billete de tren de Seattle a
Portland. Así que he tenido un año entero para arreglarlo y no lo he hecho. Mi
problema es que en la base de datos del BBVA, donde tengo mi cuenta y mis
tarjetas, el número de teléfono que figura es el de mi móvil corporativo, el
del Ayuntamiento. Y ese móvil se muere
en cuanto traspaso cualquier frontera. Si yo quiero hacer una operación por
Internet pagando con mi VISA, al final me envían una clave de confirmación, que
nunca me llega, al estar inhabilitado el número al que la mandan. He tenido un
año entero para ponerme en contacto con mi sucursal y cambiar el número por el
de mi móvil personal, y no lo he hecho, por pereza y por la vorágine en la que
ha entrado mi vida desde mi anterior viaje a USA. Y quizá también porque en
Seattle pude pagar con la tarjeta monedero Global Card, que esta vez no me ha
funcionado.
Así que, por resumir, el día de
autos me comuniqué por mail con el banco, para pedir que me cambiaran el
número. Respuesta: esa gestión hay que hacerla de forma presencial. Sí, pero es
que yo estoy en USA y no puedo volver. En ese caso, hay un sistema alternativo:
nosotros le llamamos por teléfono, le hacemos determinadas preguntas
personales, para asegurarnos de que es usted, y luego cambiamos el número. Esto
es por su seguridad. Muy bien, adelante. Ya, pero es que esa gestión sólo se
puede hacer llamando a algún número de los que tiene registrados (el de casa y
el del móvil de trabajo). Cojonudo: la única forma de cambiar mi número de
contacto en la base de datos (porque no me funciona), es que me llamen al
número que quiero cambiar. El círculo vicioso perfecto. ¿Recuerdan aquella
canción cuyo estribillo decía: eso mismo fue lo que yo le pregunté? Aquí pueden
rememorarla.
Bien, desistí de seguir peleando
con la pobre chica del banco, que hacía lo que podía (todo ello agravado con la
diferencia horaria, etc.) No le ahorré, eso sí, un comentario agrio en el
último correo que le mandé. Le dije exactamente: Soy un viajero experto, con recursos, pero este mismo problema les
puede pasar con alguien más frágil y hacerle pasar una angustia absurda e
innecesaria. Tal vez deberían revisar ese sistema y se lo digo como una crítica
constructiva. En la era de la información en red hay otras formas de garantizar
la seguridad del cliente. Me contestó con mil disculpas. ¿Y cuáles son esos
recursos de los que alardeé con la chica? Pues muy fácil: buscar una agencia de
viajes y sacarme el billete con ellos. Lo que pasa es que, desde que funciona
Internet, encontrar una agencia de viajes es casi tan difícil como hallar un
videoclub. Como una aguja en un pajar.
Tras el rifirrafe bajé al lobby
de mi hotel. Allí, los empleados llevan un letrerito con su nombre y ese día
había uno con aire importante, cuyo letrerito decía Mario. Hablaba español, por supuesto. Le conté mi problema, buscó
en Google y enseguida me dio un par de direcciones de agencias cercanas: las
dos en la misma dirección de la calle Sutter, paralela a Post. Le dije que
primero me iba a desayunar, y luego haría la gestión. Pero el tipo ya había
intimado y empezó a contarme cosas. Mario es un hombre mayor, pelo blanco,
rasgos aindiados y muy pagado de sí mismo. El marqués de los porteros. Si
conocen la serie Breaking Bad, Mario es clavadito al propietario del negocio Los Pollos Hermanos, personaje central
de la trama. A partir de ese día, cada mañana hube de pararme un rato donde
Súper Mario, para que me contara otro fragmento de la historia del hotel, que ya les desvelaré en textos posteriores.
Volví al Sears Fine Food, Famoso
en el Mundo Entero, y me obsequié con unos huevos Benedict, el plato estrella
del breakfast. Sobre sendas tortitas redondas te ponen unos círculos de pavo, como
de un centímetro de espesor, encima unos huevos escalfados y sobre todo ello
una beshamel muy fina y líquida, espolvoreada con nuez moscada roja. Y con un
empedrado de patatas paja al horno, de guarnición. Un verdadero almuerzo, que
pedí adrede, pensando en no comer ya nada hasta la noche. Y me fui en busca de
mis agencias. Estaban en diferentes pisos del mismo rascacielos. Entré en la
primera: Lassen Tour & Travel Inc. Era una oficina amplia, toda llena de
chinos. Mejor dicho, toda llena de chinas, con excepción del tipo del fondo: el
jefe. En cuanto dije que quería un billete de avión, todas me señalaron al
gallo que gobernaba el corral. Me senté con él y les ahorraré todos los pasos que
hubo que dar en su ordenador.
El precio era algo más de 100$,
que no está mal, teniendo en cuenta la inminencia de la fecha. Más o menos eran
los precios que yo había visto. Lo que pasa es que, además, me cobrarían otros
25$ por el equipaje de mano, cuando sacara la tarjeta de embarque. Cuando ya
estaba todo, lo revisamos y le dije que adelante. Le dio a la tecla de Enviar y ahí se atascó el sistema. La
cosa no iba. El tipo se disculpó, su equipo estaba un poco anticuado y el
Internet que tenía no era muy potente. Entre excusa y excusa, me imprimió y firmó un
recibo que me entregó en un sobre de la empresa, junto con una tarjeta suya: se
llamaba Raymond Hsue. Y me dijo que, si no tenía prisa, me fuera a dar un paseo
y volviera en media hora. Según lo están leyendo, seguro que piensan en algún
tipo de estafa. Pero yo tengo una máxima que aprendí en Marruecos, el reino de
los estafadores y timadores: te puedes fiar de alguien a quien tienes
localizado en su negocio o en su casa; no te puedes fiar de nadie que te aborde
por la calle y no esté localizado.
Con esa idea, me acerqué a Market
y estuve un rato viendo cómo daba la vuelta el Cable Car, el tranvía más famoso
de San Francisco. Y volví. Y la cosa seguía igual. Entonces me dijo que, si le
daba mi dirección de correo, podía mandarme el documento en pdf, en cuanto
estuviera listo. Me pareció perfecto. Le advertí de que me iba al hotel a esperar
su envío y que, como no llegara en un tiempo prudencial, volvería a cantarle
las cuarenta. Le di mi dirección de mail y también el número del fijo del
hotel, para que me confirmara el envío. Y me fui al hotel, en donde tenía que terminar de preparar mi encuentro con los colegas de San Francisco.
En torno a la una, me entró la
llamada de Raymond el chino. Ya tenía el documento en mi correo. Un rato
después, salí y eché a andar por Powell, hasta pillar la Market street. La
oficina de mis colegas está en el piso doce de una torre cuya mayor ocupación
corresponde a la empresa UBER, en el 1455 de la calle. Pero eso ya se va a
quedar para el siguiente post. Porque me voy acercando al tamaño crítico y no
quiero resultarles pesado. Ya ven: yo que soñaba con comprimir dos días en cada
post, me encuentro ahora con que necesito uno para una sola mañana. Pero es que
estamos entrando en la parte crucial del viaje. Sean pacientes. Una última reflexión. En el mundo actual, quitando las súper agencias, como la de El Corte Inglés, las únicas que quedan son las de los chinos, los sudamericanos y otros colectivos sin acceso fácil a Internet, o bien cultural o generacionalmente incapaces de usarlo.
Esta última
parte del post ya la estoy escribiendo desde mi hotel en San Diego. Me he
desvelado (vaya por Dios) y me he puesto a escribir. El jet lag revive a veces
cuando ya te crees que lo has vencido. Sean buenos.
Pues lo primero que tiene que hacer en cuanto vuelva es cambiar ese número, hombre, que usted tal vez no se angustie con estas cosas, pero a los lectores nos genera inquietud verle por ahí peleando por estas puñetas.
ResponderEliminarUn abrazo.
No se apure, hombre. Si no pasara algunas situaciones de incertidumbre, ¿de qué les iba yo a hablar? Esa es la salsa del blog.
EliminarEn chance.org, campaña de firmas para q Emilio cambie el número de teléfono
ResponderEliminarSe agradece la coña, tío ganso.
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