jueves, 7 de junio de 2018

736. En torno al planeta Shannon

Bien, voy a intentar agrupar dos días de viaje en cada post, pero ya les adelanto que no sé si voy a poder: éste está resultando un viaje fascinante y me surgen muchas cosas que contar, que luego por la noche anoto en una libreta antes de caer rendido. Estoy madrugando para salir pronto a ver mundo y suelo hacer una parada a media tarde para descansar en el hotel y salir luego de noche a cenar algo. Más o menos así fueron mis dos días en Los Ángeles, una ciudad que no hubiera seguramente visitado si no estuviera allí mi amiga Shannon Ryan, a la que conocí el año pasado en Portland. Y, desde luego, sin su ayuda, no la hubiera visto igual. Los Ángeles es una ciudad enorme, con unas distancias monstruosas, que en realidad se compone de muchas ciudades interconectadas. Es como un área metropolitana gigantesca, donde viven unos 18 millones de habitantes en un caserío muy expandido, que gravita íntegramente sobre el automóvil.

Antes de venir, contaba con diferentes opiniones sobre la ciudad. Diego Moreno, que desde que lo conozco lleva pronosticando la inminente caída del Imperio americano, dice que ésta es la Alejandría yanqui, el ejemplo de la decadencia de la sociedad americana. Gonzalo López, más positivo, dice que, bajo las grandes arterias por donde todo el tiempo circulan millones de coches, los barrios se están organizando y son núcleos de vida urbana del máximo interés. Mi amigo Juanmi el Guitarrero cuenta que es el lugar de la Tierra donde lo pasó peor en su vida, porque iba justo de gasolina y dejó el coche aparcado al llegar a la calle de su hotel. Y empezó a andar. Y andaba y andaba y andaba y la calle nunca se acababa. Se veía una montaña y, al empezar a subirla, parecía que el hotel estuviera allí detrás, pero luego había otro tramo y otro y otro. Ciertamente, Los Ángeles no es ciudad para caminarla.

Frente a esto, Shannon Ryan ama a la ciudad para la que trabaja. Como me pasa a mí. Entre ambos diseñamos mi programa para el domingo 3 y el lunes 4. El domingo me pateé Santa Mónica y Venice y el lunes el centro de Los Ángeles, el Downtown. Entre estos dos territorios hay una distancia de unos 30 kilómetros. Así que he visto una mínima parte de Los Ángeles. El domingo seguí paso a paso el itinerario que me envió Shannon, una divertida guía que tenía escrita hace tiempo, pero que actualizó para mí. Desde el Hampton Hotel, tomé la Colorado Avenue hasta el océano. Allí mismo se sitúa el muelle de Santa Mónica, que corta en dos la larga playa del mismo nombre. A un lado del muelle, un sector de la playa aparece lleno de cruces, una por cada soldado americano muerto en Irak y Afganistán. Es un Memorial de la Asociación Veteranos por la Paz, presidido por un cartel que advierte que, si se pusiera también una cruz por cada nativo muerto en esas guerras, habría que llenar la playa entera. Vergüenza debería darle a los catalanes su despliegue de cruces amarillas, denunciando la atroz represión (sic) y el problema humanitario (sic) que sufre Cataluña. Vale, vale, ya lo dejo. Un pequeño regalito: son los Stones.


Si, señor. Lo han adivinado. La Route 66 de la canción, la histórica Carretera 66, termina exactamente en el extremo del muelle de Santa Mónica, tras recorrer el país desde Chicago, tal como señala un pequeño monumento en el suelo del muelle, que es de madera. El Santa Monica Pier está ahora lleno de tiendas de ropa, regalos y comida. Compré unos imanes de nevera para regalar y anduve curioseando por la tienda de la cadena Bubba and Gump Shrimp Company, el viejo sueño de Forest Gump, que tiene tiendas por todas las ciudades americanas (yo le compré a mi hijo Lucas una sudadera en la de Nueva York). Abajo les pongo la foto de uno de los modelos de camiseta que tienen, con una de las frases emblemáticas de la película: stupid is as stupid does, tonto es el que hace tonterías, ya comentada en más de una ocasión en el blog. Estas camisetas valen 25$, me parecen muy caras, así que me limité a hacerle una foto cuando no me veían los dependientes.


Continuando por la Ocean Front Walk hacia el sur, hay un momento en que la playa de Santa Mónica se convierte en la playa de Venice. Y allí empieza un mercadillo informal de puta madre, abarrotado de puestos donde te hacen tatuajes y piercings, o falsos tatuajes de henna, con músicos espontáneos, vendedores de estampitas mágicas y protectores aztecas de plumas, lectores del tarot, puestos de quincalla hippy y banderas arco iris al viento. A ambos lados hay tipos medio empanados, barbudos renegridos amaneciendo después de una noche larga, harapientos resacosos llenos de pendientes entre sacos de dormir y carritos de niño repletos de bolsas de plástico, mostrando todos los estadíos intermedios entre el colgado y el homeless. Es un Rastro a lo bestia, donde resuenan ecos de viejas melodías y huele a marihuana y a pachuli. Por allí circula lo que Shannon llama el personal funky-grungy y se hacen continuas transacciones comerciales basadas en el trueque. Hay mendas sentados ante el mísero producto que ofertan al paseante y que no esperan vender: un zapato desparejado, una vieja máquina de escribir medio rota, un paraguas con la tela desprendida de las varillas.

Por el lado interior hay algunas tiendas y bares. Shannon recomienda desayunar en la terraza del Fig Tree Café que suele estar muy concurrida y sirve unos crepes de maíz extraordinarios. Pero yo tengo el desayuno incluido en el precio del hotel y es de bufet, así que solamente me he tomado un segundo café americano. Un poco más allá está la Muscle Beach, un conjunto de instalaciones deportivas, incluyendo el gimnasio al aire libre donde venía Arnold Schwarzenegger antes de ser famoso. Una zona llena de cachas haciendo posturitas. Empieza a hacer mucho sol, así que entro en una tienda a comprarme un tubo de protección solar. Atiende una mexicana que enseguida averigua que hablo español y ella misma me recomienda el producto mejor para protegerse el cartón y la nariz.

El muelle de pesca de Venice, se interna en perpendicular en el océano, pero es muy estrecho y no admite tiendas ni edificio alguno. Hay familias pescando, todos latinos y usando un cebo que huele fatal. Desde el extremo se ve una buena panorámica de la hermosa costa del Pacífico. A un lado, un grupo de surfistas, que incluye a dos mujeres, intenta aprovechar alguna de las olas menos desmañadas que ofrece un día de mar tranquilo. Saliendo del paseo a la altura de ese muelle, abandono la orilla del Pacífico para buscar los restos de la Venecia que da nombre al barrio. Apenas quedan cuatro o seis canales, el resto fueron asfaltados, pero son una preciosidad. A diferencia de Venecia (Italia), Venecia (California) no se está hundiendo. Y los canales sobrevivientes han alcanzado la orilla de las nuevas tendencias de protección del patrimonio arquitectónico y ya no están amenazados. Esta Venecia fue construida a imagen y semejanza de la otra, como ciudad de vacaciones, por el magnate Abbot Kinney. Lo mejor es que vean algunas de las fotos que tomé.







Dejo atrás los canales y enfilo la avenida de Abbott Kinney, la calle principal del barrio. Allí me espera el bar restaurante Gjelina, un lugar informal, con mesas de madera corridas, buena cerveza IPA de barril y público mezclado y muy ruidoso. La recomendación de mi amiga es perfecta. Parece lleno, pero una maître guapísima me abre un hueco entre dos personas que se habían puesto anchas en la mesa corrida. Me instalo y pego la hebra con los de la izquierda, dos mujeres rubias, claramente madre e hija. Me identifico como español y la madre, a mi lado, me dice que este verano va a ir a San Sebastián, que le encanta España. Cuando la madre se va a los aseos le pregunto a la hija si ella también va a San Sebastián. No, su madre se va a llevar a la abuela de viaje, ella tiene otros planes, pero conoce Madrid y Barcelona. Las mujeres al poder, como en el gobierno de Sánchez (por cierto: qué sorpresa más agradable, ya hablaremos de ello. A mí, sólo con que esté Borrell, ya me gusta). Empezamos a comer y la madre me acaba confesando que lo que más le gusta de España es Ibiza, que estuvo allí cuando tenía 28 y pasó la época más loca de su vida. Que regresó a USA a regañadientes y luego nació su hija y su trayectoria derivó por otros derroteros. Como la hija tiene 23, es fácil deducir la edad de la madre. Nos hicimos un selfie que les pongo abajo, y me quedé con su contacto para mandarles la foto. Sus nombres: Kristine, la madre y Loraine, la hija.  

Por cierto, me tomé una caponata exquisita con una cerveza, que quería dejar hambre para la noche. Lo siguiente en el plan de Shannon era visitar a Lamai Thai, un tipo que regenta una casa de masaje tailandés. Según mi amiga, sus masajes son extraordinarios. Pero lo busqué y no lo encontré. Según mi mapa sin conexión del Google Maps, estaba en un portal entre dos tiendas, pero entré en ambas a preguntar y me dijeron que el tailandés se había largado de allí hacía poco y no sabían dónde estaba. Tal vez se había vuelto a su tierra. Seguí por la Avenida Abbott Kinney adelante y luego tomé la Main Street de Santa Mónica, de vuelta hacia mi hotel. Había bastante tráfico y bullicio, a pesar de ser la hora de comer, y a ambos lados hay edificios llamativos, como este que les muestro. Se trata de un estudio de grabaciones musicales. El espacio habitable está detrás, lo que se ve es puro elemento decorativo.


Me había quedado yo con el gusanillo del masaje y, ya bastante cerca del hotel, me saltó a los ojos un letrero que decía masaje tailandés, sueco y no sé cuántas modalidades más. Tenía un aspecto aseado, así que no me lo pensé. En un ambiente en penumbra, con varitas de incienso perfumado y música chil-out, me recibió una señora maciza, no en el sentido impropio con que durante años se ha usado ese adjetivo, sino en el literal. Una especie de Mazinger Z en femenino. Y con autoridad. Me preguntó si tenía problemas de espalda y le dije que no, que sólo estaba un poco cansado después de todo el día caminando arriba y abajo y un poco achicharrado por el sol. Sin dudarlo me dijo que lo que más me convenía era el masaje sueco que daba ella en persona. Insistí con el tailandés, pero era categórica: el tailandés es para gente joven y atlética; a mi edad, lo mejor es el sueco. Las dos o tres asiáticas que había por el lugar se mantenían impertérritas, hieráticas, estaba claro quién mandaba. Así que accedí. Media hora por 35$. Me tendí boca abajo sin quitarme los pantalones, tal como me dijo. Y la verdad es que me dejó como nuevo, con una serie de maniobras que no vi, sólo sentí, usando entre otras cosas los codos y en algunos momentos al borde del dolor, ocasiones en que con un gemido le avisaba de que no siguiera. Cuando terminó con el brazo derecho, le advertí que en el izquierdo tenía una fractura reciente. No las tenía todas conmigo de que el titanio del General De Gaulle resistiera tanta presión.

Feliz como una perdiz, llegué al hotel y descansé un rato, pero no me quedaron ganas de escribir en el blog. Media hora después, ya recuperado entre el masaje y una mínima siesta, salí de nuevo. Ahora concentré mi recorrido en torno al Santa Mónica Bulevar, verdadero centro de la vida del barrio, lleno de tiendas, mercados y bares, repleto de gente a la hora del atardecer. Y también en la calle Tercera, que está peatonalizada y llena de terrazas. Y de músicos callejeros. Pero aquí no hay personal funky grungy. Aquí hay familias de todas las etnias y algunos turistas. Un jamaicano joven con un teclado y una base rítmica enlatada se lanzó a una versión acelerada del Redemption Song de Bob Marley y la gente empezó a dar palmas. Una niña muy rubia de apenas quince años, aunque con muchas horas de step a la espalda, se lanzó al ruedo y empezó a hacer coreografías que seguíamos como podíamos, porque su energía adolescente era difícil de igualar. La madre se tapaba la boca entre avergonzada y orgullosa. Más arriba, un grupo tocaba salsa y varias parejas veteranas bailaban el agarrado, que ya saben que no es mi especialidad y tampoco tenía con quién.

Seguí adelante hasta alcanzar la Montana Avenue, que está súper lejos. Allí buscaba el restaurante Father’s Office, según Shannon el que tiene las mejores hamburguesas de la zona. Está en casa-Dios, pero merece la pena. Es un lugar popular, muy pequeño con mesas de madera barnizada y una decoración mínima, como la luz. Hay que pedir en la barra, donde te dan la bebida y un numerito metálico que sirve para que el único camarero te traiga luego la comida. Tenía hambre así que me obsequié con una Office's Burger, ciertamente extraordinaria, con una IPA beer de presión. También se ahorran los cubiertos, pero te ponen un montón de servilletas de papel para solucionar los churretes de grasa por manos y cara. Y todavía me quedaba el regreso hasta el hotel. Estaba cayendo la noche, pero pronto me di cuenta de que había algo más que caía: la niebla. Una niebla fría muy espesa que le ganó la carrera a la noche y que te mojaba la cara al andar deprisa. Lo que en Castilla la Vieja llaman niebla meona. Llegué al hotel y dormí como un niño. Menos mal, porque la primera noche había dormido muy poco por el jet lag. Ya ven que sólo he contado un día y ya he rebasado mi tamaño habitual. Les dejo de regalo una foto que tomé volviendo del Father’s Office. Esta es la imagen prototípica de Los Ángeles: las palmeras más esbeltas del mundo flanqueando las calles en medio del crepúsculo. Sean felices.    




2 comentarios:

  1. Lo siento por ti pero estoy seguro de que te hubiera gustado más el tailandés. Alfred.

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    1. Tal vez incluso un francés... Bueno, el sueco no estuvo mal.

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