Me hace gracia la gente que se
angustia porque Trump quiere poner un muro en su frontera sur. ¡Pero si el muro
existe ya en un tercio de esa frontera! Y fue Bill Clinton el que ordenó su
construcción. De los 3.000 kilómetros de frontera, algo más de 1.000 cuentan
con su muro, una buena parte de ellos desde Tijuana hacia adentro, y el resto
en los entornos de otras ciudades fronterizas. Ese muro no se completó porque
se les acabó el dinero y por eso pretende Trump que los mexicanos paguen el
resto. Por entre los huecos de esa muralla incompleta entran los emigrantes
ilegales, la mayoría de los países de Centroamérica, semiengañados por los
llamados coyotes, que a menudo los dejan abandonados en medio del desierto,
donde normalmente los atrapa la migra,
la temida patrulla fronteriza. Y a todos los que pillan en un buen tramo de
frontera hacia dentro, los traen a San Diego, que es donde hay juzgados, para el típico
juicio rápido que hemos visto en tantas películas yanquis: entra un juez
malhumorado, da un martillazo y todo el mundo ha de pararse (ponerse de pié).
El destino del tipo se decide en
unos segundos. Inmediatamente los policías lo trasladan al puesto fronterizo
por el que yo crucé a México y lo avientan
al otro lado de la línea (es decir, a Tijuana). La mayoría de estos
guatemaltecos, salvadoreños y nicaragüenses, no tienen dinero para volver a sus
tierras. Y se quedan por allí en shock. Hasta que encuentra algún apoyo, el aventado
vaga como alma en pena por el centro de la ciudad. Mi anfitrión en Tijuana, Diego Moreno, me señaló
algunos de ellos y me hizo ver la diferencia: –Amigo Emilio, acá no tenemos
homeless como en las ciudades gringas. Acá lo que tenemos son recién aventados. No era difícil verles
por las calles. Normalmente, al cabo de un tiempo encuentran la solidaridad de
algún paisano o alguien caritativo. Poco después los contratan para un trabajo
ocasional en condiciones míseras, pero que les permite construirse una
chabola por los barrios infectos de la periferia de Tijuana. Cuando yo fui Gerente de Urbanismo de esta
ciudad caótica –me dijo Diego–, el tejido urbano crecía a razón de cuatro
hectáreas/día. ¿Cómo puedes pretender gobernar eso?
La dupla San Diego-Tijuana no es
la única que existe engarzada en la raya de la frontera entre dos mundos. Hacia
el interior, encontramos otras. Caléxico-Mexicali, un doble intento de mezclar
los toponímicos de California y México. Y luego Nogales/Arizona-Nogales/Sonora.
Y, aun más al este El Paso-Ciudad Juárez. En esta última, la separación no es
una simple línea: aquí tenemos ya el Río Grande. Todas estas parejas de
ciudades corresponden a viejos pasos fronterizos, por los que antiguamente se
pasaba con cierta facilidad (no hace mucho, les puse un vídeo de Cantinflas
cruzando con un burro).
Pero ahora es algo mucho más
difícil, y los que lo intentan se juegan la vida o, en el mejor de los casos,
que los devuelvan al otro lado por el procedimiento exprés del juicio rápido.
Esta peripecia se ha plasmado en cientos de corridos y canciones populares.
Aquí les traigo una bien emblemática: El
bracero fracasado. Les pongo un mínimo glosario. Huarache: sandalia endeble de cuero crudo (especie de alpargata). Hilacho: hatillo o mochila que llevan
los que cruzan. Algo muy gacho es algo feo, de muy mal rollo. Y ya saben que a
los yanquis se les llama gringos, gabachos y güeros (de piel blanca). La versión que les traigo es la de la
simpar Lila Downs. Disfrútenla antes de seguir.
San Diego y Tijuana son las dos
caras de una misma moneda, el yin y el yang, la virtud y el vicio. San Diego es
la ciudad perfecta, ordenada y construida a imagen de Nueva York, con sus
calles impolutas, sus policías puntillosos, su tráfico bien regulado, su puerto
deportivo lleno de veleros estabulados, su zona militar donde se estaciona la
Sexta Flota. Pero uno cruza una simple línea en el territorio y se encuentra al
otro lado el colorido, la mugre, los olores, la música, el cáos circulatorio,
los grupos ruidosos, la juerga, el alcohol barato y la droga libre. La raya de
San Diego-Tijuana es la frontera que registra más movimiento diario de todo el
mundo. Porque estos dos universos antagónicos se necesitan entre sí y se complementan. Para salir de USA no hay
grandes problemas. Los yanquis pasan a menudo a correrse juergas, a vivir un
poco ese mundo más peligroso y excitante, a abastecerse de productos que no
pueden conseguir en su tierra. Por ejemplo, hay cientos de farmacias que venden
nuevos productos no autorizados por la National Health Association. En el pueblo de Los
Algodones, cerca de Mexicali, todos viven del negocio de
las farmacias para gringos.
Para pasar a Estados Unidos hay
tres caminos en Tijuana. Uno es el paso peatonal. Por él cruzan miles de
personas cada día: todos los fontaneros, albañiles, poceros o pintores que trabajan al otro lado. Así como las
señoras de la limpieza, las kellys de los hoteles y las que cuidan a ancianos o
pasean perros. Cruzan con facilidad mostrando unos permisos sencillos de
conseguir, que les obligan a volver cada día. Si alguien se queda a dormir en
USA, ya la ha cagado, porque el sistema lo detecta y le revocan el permiso.
Los mexicanos llegan a la frontera temprano en sus coches viejos y
destartalados, que dejan de cualquier manera en los descampados polvorientos de
la zona. Entonces cruzan andando y toman
el trolley al otro lado, ya integrados en el mundo inmaculado del norte. Y por la
tarde hacen el camino inverso.
El segundo modo para entrar en
USA es mediante una green card. Este es un pase que dan a la clase acomodada,
que ha de entrar en el país con frecuencia para asuntos de negocios. Te cuesta
un tiempo que te la den, te hacen una serie de encuestas y exámenes y averiguan
todo sobre ti. Luego, el permiso incluye un distintivo que te pones en tu coche y te permite
cruzar por un carril rápido. Tiene una validez
de seis meses y es renovable. Diego tiene una de estas. Y queda todavía la
tercera forma de cruzar, la de los que intentan entrar en USA como turistas,
como falsos turistas o como semilegales. Estos han de hacer una cola monumental.
La autovía que viene del sur se abre en un pincel de vías que afronta las 22
casetas fronterizas de la frontera, en donde cada coche es minuciosamente
investigado y no pasa hasta que le llegue un conforme vía satélite. Hace diez
años, Diego me trajo por esta entrada para que pulsara el ambiente.
Bajo un sol matador, cientos de
coches se achicharran en esas 22 hileras durante horas. Y, por en medio de la
caravana inmóvil, circula una población flotante variopinta, de peatones que
ofrecen sus productos a los automovilistas atrapados. Un tipo se monta una
parrilla desmontable con un camping gas y allí mismo te prepara unos tacos o
unas quesadillas. Otro con una nevera portátil te ofrece bebidas frescas. Por
supuesto hay toda clase de bebidas alcohólicas, como cubatas o whiskys en vaso alto
y con hielo. También hay recién aventados que te piden una ayuda, madres
mendigas con niños y vendedoras de ramitos de la suerte. Coyotes o ganchos de
los coyotes ofrecen sus servicios jurídicos o de asesoría laboral para el otro
lado. Médicos reales o falsos te curan toda clase de dolencias o te proponen masajes de hombros. Prostitución de todo tipo: chicas medio desnudas, putos y travestis se te
ofrecen para un servicio rápido allí mismo en el coche y a la vista de todos.
Predicadores diversos se suben a una caja de madera a proclamar el fin del
mundo o decirte que Jesús te ama.
Es una especie de radiografía de
nuestro querido y detestado mundo capitalista. Los poderosos y los pobres. El
mundo ordenado y esterilizado del norte, frente al cáos del sur. Los mexicanos
dicen en broma que los gringos, nada más cruzar al sur, se enferman
de diarrea, sólo con respirar el aire polvoriento del otro mundo. Ese mal es
conocido como la venganza de Moctezuma, el sarape azteca y otros nombres. Y a
ese mundo regresé yo diez años después a ver a mi amigo fronterizo Diego. El viernes 15 de junio amanecí tarde en el cuarto de invitados de su casa.
Era el día de la resaca después del sarao de presentación del libro y mi amigo
pensaba que nos fuéramos los dos a Ensenada a descansar.
Ensenada, a 200 kms. al sur de
Tijuana es la ciudad perfecta mexicana, con su puerto, su universidad y sus
calles limpias y arboladas. Una de las ciudades más vibrantes y seguras de todo
México, en donde está también la histórica cantina Hussong’s, el bar más
antiguo de las dos californias. Ya la había visitado hace diez años, pero esta
vez se nos frustró el plan. En primer lugar, estábamos invitados a un desayuno
mexicano por algunos amigos de Diego que habían venido a la presentación del libro desde ciudades cercanas. El
desayuno mexicano es una auténtica barbaridad dietética, puesto que consiste en
huevos con bacon, frijol, tortillas de trigo, verduras diversas, fruta por un tubo y café con
leche, todo ello en abundancia. La cita era en uno de los hoteles buenos de Tijuana
y acá tienen una foto que nos hicieron los camareros.
A continuación teníamos un
segundo negocio. Yo debía acudir a un cajero del BBVA que ya habíamos
localizado, para sacar dinero suelto, porque la página del Banco me avisaba de que
prácticamente ya me había gastado todo el crédito mensual de la tarjeta. Nos
acercamos y saqué algo de dinero que, por supuesto, me dieron en pesos
mexicanos. Una parte del montón de billetes se la di a Diego, como pago por una
de sus láminas que me llevaría a España. El resto lo cambiaría a dólares cuando
regresara a USA. Entonces, a Diego le vino la idea de enseñarme un poco los
barrios más deteriorados de Tijuana, en una visita rápida, mientras me iba
comentando algunas de las cosas que he contado en
este post. La visita fue interesante para un urbanista como yo, pero nos hizo
sufrir unos atascos monumentales y nos llevó a las horas centrales del día con
Diego muy cansado de conducir, al que de pronto se le vino encima toda la tensión de los días previos y sus 73 años.
Decidimos entonces no ir a Ensenada.
A cambio, acudimos al centro a tomar una cerveza en otro lugar mítico: la
cantina Dandy del Sur. Poco
después de mi primer viaje a Tijuana, yo me presenté al Premio Encina de Plata
de novela corta bajo el seudónimo El
Dandy del Sur y me trajo buena suerte. Allí nos tomamos dos cervezas
Modelo, viendo la repetición de la primera parte del partido del Mundial
España-Portugal, que acababa de terminar. La camarera, que saludó a Diego muy
cariñosa, nos sacó de tapa unos tamales caseros recién horneados, para chuparse
los dedos. Le pedí a Diego que me hiciera una foto delante de este lugar mítico
y acá la tienen.
Culminamos la comida con un
ceviche en un chiringuito vecino y nos volvimos a descansar a la casa de Diego.
Aquella tarde, tras la siesta, nos dedicamos a ordenar nuestras cosas. Yo elegí
la lámina que me iba a llevar y la embalamos cuidadosamente con unos cartones.
Diego ordenó sus libros y me hizo entrega de tres de ellos, dedicados con su firma
grandilocuente a plumilla. Diego tenía muchas tareas que completar y yo tenía
que hacerme las maletas en las que, a pesar de haberme librado de los dos
libros enormes de Ramón López Lucio, no me cabían las cosas. Volvimos a cenar unas fresas con
leche y nos acostamos.
Y el sábado 16 me levanté sin prisas con una sensación difusa de irrealidad: ¿cómo era posible que me despertara en Tijuana, México, cuando al día siguiente estaba previsto que llegase a mi casa de Madrid? Ese día hicimos un
desayuno madrileño: un café con un bollito. Me despedí de Pachilú y me monté en
el coche con Diego. Hicimos una parada para cambiar mis pesos restantes en
dólares y luego me acercó todo lo que pudo a la frontera. Nos dimos un abrazo
apresurado y me incorporé a la masa de braceros no fracasados que se dirigía como cada día al puesto fronterizo. El tipo de la ventanilla yanqui me hizo unas mínimas
preguntas y me franqueó el paso. Al otro lado, la masa se dividía: a unos los
estaban esperando con coches, otro tomaban un autobús. Tuve que preguntar por
la estación de tranvía San Ysidro Station, pero conseguí encontrarla. Pero
tengo pendiente escribir un monográfico sobre los medios de transporte
colectivo en esta región del planeta y ya se lo cuento en el siguiente post.
Antes de cruzar me hice un selfie junto a la entrada en el paraiso yanqui. Se
lo dejo de despedida.