martes, 15 de noviembre de 2016

577. Callejeando por Marsella

El otro día, 9 de noviembre, sucedió lo que les cuento. En el descanso del partido de la NBA entre los Golden State Warriors y los Spurs de San Antonio, pusieron la música a tope y las cámaras del estadio enfocaron al público en busca de algún bailón destacado. Y de pronto dieron con una cincuentona concentrada en el baile y la cámara ya no pudo despegarse de ella. Es uno de los vídeos más vistos en Internet esta semana y con todo merecimiento. Además, cuando se da cuenta de que todo el estadio la está viendo en pantalla grande, la doña no se achanta, sino que se viene arriba. Compruébenlo pinchando AQUÍ.

El 9 de noviembre, además del hecho mostrado arriba y, dando por hecho que otra dama, como siempre sin tarjeta, recibiera una vez más su habitual ramito de violetas, se cumplieron 2 meses desde mi alta médica. En ese tiempo he superado mi síndrome de abstinencia viajera con tres salidas, a San Petersburgo, Japón y Marsella. De las dos primeras he dado buena cuenta en el blog, aunque aún me queda hablar más en detalle de Hiroshima y la terrible experiencia de la bomba atómica. Respecto a Marsella, he escrito dos textos, uno sobre las personas que conocí en el evento, tras convivir tres días con ellos, y otro más específicamente dedicado a los temas que se debatieron en el congreso, que fue bastante interesante. Pero el cuarto día me caí del cartel, porque el cierre del congreso no era nada atractivo.

En efecto, la última actividad programada consistía en una visita técnica al Mercamadrid (digamos) de Montpellier, lo que me suponía darme el madrugón, hacer la maleta a toda prisa, subir a un autobús que tardaba dos horas y media hasta Montpellier (una ciudad, por otra parte, bastante fea), hacer la visita, comer algo por allí y calzarme otras dos horas y media en el bus que me llevaría directamente al aeropuerto con el tiempo justo para pillar el avión de vuelta a Madrid. La tarde antes, el gerente del mercado que íbamos a visitar, nos explicó las 40 clases de tomates que se comercializan allí, entre otros datos absurdos que conformaron la intervención más soporífera del congreso (de hecho se durmieron varios, como ya conté). Así que esa noche ya le anuncié a mi amiga Charlotte que no iría a la visita y me despedí de todos.

El 4 de noviembre me desperté tarde (no había puesto la alarma) y bajé a desayunar sin prisa. Mis compañeros ya se habían ido. Ante mí tenía un día entero para dejarlo correr en una ciudad desconocida, algo que me encanta, como saben. Subí a mi cuarto, encendí el ordenador y escribí un post que llamé El tercer congreso del año. Había pensado visitar la Cité Rádieuse de Le Corbusier, pero en Internet averigüé que los viernes las visitas guiadas empiezan a las 16.30 y yo tenía que estar en el aeropuerto a las 18.00. Así que hice la maleta, la bajé a recepción para que me la guardaran, hice el check-out y salí a la calle. Hacía un día fresco de otoño, el cielo estaba precioso y el aire marino llegaba limpio a mis narices golosas.

Eché a andar a mi izquierda por el Quaie du Lazaret y entré un momento en el centro comercial Les Terrasses du Port, para asomarme a la balconada sobre el puerto. Frente a mí estaba el gran dique que cierra frontalmente el muelle de los cruceros mayores. Tras él, la isla del Conde de Montecristo. Continué por el paseo del puerto, dejé atrás el muelle de los ferrys a Argelia y Túnez y la sede de mi congreso y entré en el museo de Marsella, que se llama el MUCEM. Mi intención no era ver las colecciones y exposiciones temporales, sino el edificio, proyecto del prestigioso arquitecto argelino Rudy Ricciotti, un cubo envuelto en una negra piel calada que deja y no deja ver el interior, por donde sube una rampa que va dando acceso a las salas y oficinas. La rampa termina en una azotea, con una vista magnífica del puerto. Una esbelta pasarela de hormigón pintado de negro comunica con el castillo de Saint Jean.



Otra pasarela cruza sobre la carretera para llegar al barrio de Le Panier. Desde allí una escalera permite bajar al Vieux Port, por donde caminan arriba y abajo los marselleses ociosos. Ya había visitado la zona el primer día, pero esta vez seguí hasta el fondo de la dársena y tomé La Canebière, vía central del ensanche decimonónico de la ciudad. Marsella, como ya he dicho, es una ciudad medio árabe, en la que se pulsa la tensión racial mezclada con el punto portuario, un poco canalla, pero tranquilo. Entre patrullas del ejército, policías y gendarmes, todos vigilando, los marselleses se muestran ruidosos, fumadores, dicharacheros, bromistas, se saludan de lejos, cruzan por donde les daba la gana y componen una abigarrada masa multiétnica. En el cruce de la Rue de Rome, desplegué mi mapa y dudé.

A la derecha tenía la Cité Radieuse a más de 4 kilómetros. Podía verla por fuera y hacer unas fotos. Es una pena ir a Marsella y no visitar la obra emblemática del Corbu. Podía tomar un tranvía, pero 4 kilómetros no es una distancia excesiva para un senderista como yo. Además, después de visitar Japón he interiorizado la enseñanza budista: lo importante es el camino, no la meta a la que se llega. No me lo pensé más y eché a andar por la Rue de Rome a buen paso. Este primer tramo tiene unas aceras amplias y una doble plataforma para el tranvía en el centro, sin espacio para el coche privado. Los bajos están llenos de comercio tradicional y hay mucho bullicio, porque el viernes por la mañana es momento de hacer compra. Caminé por la acera del sol hasta llegar a la plaza de la Castellana. Aún me quedaban dos tercios de caminata, por la Avenue du Prado.

En este segundo tramo, el tejido urbano empieza a ser más abierto y basado en el automóvil. Los edificios están más espaciados y la Avenida tiene un amplio bulevar a un lado, repleto de terracitas de bares, floristerías y mercadillos provisionales. Es un paseo muy agradable, pero de pronto se me vino encima el cansancio acumulado después de tantos días de viaje y decidí descansar un rato en un banco del bulevar, ocupado en un extremo por un clochard de edad mediana, malencarado, pelirrojo, sucio y sin afeitar. Le dije bonjour y ni contestó. Desplegué mi plano y lo consulté. Como no estábamos en Japón, nadie vino enseguida a echarme una mano. El tipo seguía sin inmutarse. Así que decidí tocarle un poco las pelotas (amablemente).

–¿On va bien par là-bas pour la Cité Radieuse?
–(cara de fastidio) C’est très loin pour aller à pied, la Cité Radieuse.
–Mois je suis randonneur (senderista).
Randonneur ou non, c’est trop loin pour arriver à pied.
–Mais c’est le chemin qu’importe, pas le but auquel on arrive.
–(cabreo sordo) ¡Voila an autre bouddha connard!

En fin. A lo mejor era de París. Los marselleses no son tan bordes, dicen. Seguí mi camino. Era cerca de la una y estaban empezando a desmontar los mercadillos, con el consiguiente revuelo de árabes destensando cuerdas, guardando enormes cajas en furgonetas subidas en las aceras y dirigiendo los restos a las alcantarillas con mangueras. Tras  un interminable recorrido por la Avenue du Prado, llegué a la vista de una gran glorieta. Al otro lado se vislumbraba la silueta del Vélodrome, el estadio del Olimpique de Marsella. Si no me daba prisa, me cerrarían todos los restaurantes, así que entré en una terraza acristalada y me senté. La concurrencia se componía mayoritariamente de grupos de señoras mayores que cotorreaban fumando o poniéndose ciegas de mejillones. Me sacaron la carta, pero les dije que quería el menú del día. Señor, el menú es steak-tartar, bebida y postre, 21 euros. Un poco caro, pero pregunté si la bebida podía ser una pinta de bière-pression, contestaron que sí y les dije que adelante.

La verdad es que pedí el steak-tartar con la mente puesta en una especie de carpaccio. Pero era un steak-tartar. Es decir, algo con aspecto de hamburguesa gigante completamente cruda, apenas pasada dos segundos por la sartén vuelta y vuelta, para que no esté tan roja. Recordé entonces que esta delicia magrebí se hace amasando un cuarto de carne picada con diversas hierbas aromáticas y me vino a la cabeza la imagen de un árabe maltratando la carne con sus manazas de uñas negras. En fin, el aspecto era repugnante, pero lo probé y tengo que reconocer que estaba delicioso. Entonces asistí a una escena que no había visto nunca en ninguna parte. Una pareja también mayor se sentó en una mesa al centro, el señor colocó su chaqueta en el respaldo de la silla y al instante se le cayó al suelo. Uno de los camareros lo vio todo perfectamente pero no se acercó a recogérsela. Luego, cada vez que pasaba por allí, saltaba sobre la chaqueta caída, lo mismo que hacía su compañero.

Yo creo que esto no pasaría nunca en España. Ni en Japón. Me tomé un crème caramel, que es como llaman allí a los flanes, pedí la cuenta y me trajeron una nota de 27€. Reclamé y me contestaron: no importa, usted nos paga 21 y ya está. No la cambiaron, la nota. Ya me estaban cayendo gordos por lo de la chaqueta de mi vecino. Me levanté, recogí la chaqueta del suelo, le sacudí el polvo y se la di al señor:

                        Monsieur, c’est vôtre chaquette qui était tombé en terre.
Ah, merci beaucoup.
–Un autre chose: les garçons l’ont vu tous les deux, mais ils s’en foutent.
–Alors doublement merci.
–Une information pour vous, a l’heure du pourboire.
–Au revoir, monsieur.

Un poco más allá del Vélodrome, estaba la magnífica Cité Radieuse. Qué quieren que les diga. Ya saben que tengo una especie de relación freudiana con la arquitectura, una ciencia de la que suelo renegar, y cuyos profesionales despiertan a veces mi instinto primario de matar al padre. Pero Le Corbusier es Le Corbusier. Le Corbusier es la hostia. Y encontrarte, después de caminar 4 kilómetros, con la Cité Radieuse o, como la llamábamos en la Escuela, la Unidad de Habitación, es otro viaje iniciático como el de Miyayima, pero con el añadido de que se trata de una vuelta a los orígenes. Porque allí está el principio de todo.

Tal vez ustedes lo desconozcan, si no son arquitectos, pero el Movimiento Racionalista, sustentado en la Bauhaus y la Carta de Atenas, puso patas arriba la arquitectura ecléctica de comienzos del Siglo XX y sentó los fundamentos de todo lo que se ha hecho desde entonces. Y Le Corbusier fue el producto más depurado de ese movimiento. Estuve un buen rato enredando por allí, haciendo fotos, de las que les he seleccionado unas cuantas (aunque no es lo mismo que verlo en la realidad), y perdí la noción del tiempo, de modo que, para volver, tuve que coger un autobús y luego un tranvía hasta el hotel. Allí me esperaba el conductor  del primer día, para llevarme al aeropuerto.















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