Bueno será ir cerrando temas, que
la realidad nos atropella, el lunes me pasaré todo el día con el señor Rasmus
Frisk un danés virguero (que no birrero, espero), el martes voy al teatro a ver
Serlo o no, con Flotats; un día de
estos abrirán otra vez la Línea 1 de Metro y en nada tenemos las decisivas
elecciones USA, con la posibilidad de que gane el señor Tump y nos vayamos
todos a la mierda. Sería el cierre perfecto para un año nefando a nivel
colectivo. A la espera de tales marejadas, por aquí lleva dos días lloviendo,
lo que es una bendición para Madrid. La lluvia se lleva la contaminación,
limpia los meados del botellón y las cacas de los perros con amo incívico. En
mi primer día madrileño, me he comido un buen plato de lentejas y he subido a
la Casa del Libro de Gran Vía para hacerme con los dos libros que he de leer
para las sesiones de noviembre y diciembre de mi club de lectura.
Lo que pasa es que tengo muchas
cosas que contar, tanto de Japón, como de Marsella y de la actualidad de estos
últimos días. Así que manos a la obra. En Japón nos habíamos quedado en
Kanazawa, ciudad de tamaño medio a orillas del mar de Japón. Aquí visitamos un
pequeño barrio de geishas, un castillo reconstruído y (lo más interesante) el
jardín Kenrokuen, uno de los más famosos del país. Los japoneses son los
mejores diseñadores de jardines del mundo y el otoño es el momento para
observar mejor los juegos de colores que producen el rojo de los arces y el
amarillo de los ginkos. Tal vez la mejor época para visitar el país sea unos
quince días después de nuestro viaje. A mediados de octubre, la sinfonía de
colores estaba sólo amagando con empezar, como ven en esta imagen. Más abajo, una escena de los equipos de mantenimiento del parque.
Después de comer nos fuimos a la
estación del ferrocarril, a coger el tren bala para Kyoto. El sistema de
transporte público de Japón es extraordinario, desde el Metro de las grandes
ciudades, los suburbanos (para visitar la isla de Obaida, en Tokio, tomamos un
monorraíl que circula a toda velocidad sin conductor) y, por supuesto, los
trenes interurbanos, tanto los de velocidad media, como los famosos tren bala,
en realidad no más rápidos que el AVE o el TGV, pero con la cualidad de haber
sido de los primeros trenes de alta velocidad y el acierto del nombre que les
pusieron. En este momento son trenes con un diseño ligeramente anticuado, pero
bien conservados, limpios, puntuales y de funcionamiento impecable. Aquí me
tienen explicando algo junto al morro de un tren bala.
Pero les hablaba de de la
estación de ferrocarril de Kanazawa. Es espectacular. Hasta el punto que
preguntamos quien era el arquitecto que había diseñado esa maravilla. Nos
dijeron que era obra de Hiroshi Hara, pero buscando en Internet no he podido
contrastar el dato. Hiroshi Hara es uno de los grandes arquitectos japoneses
vivos (tiene 80 años) y es desde luego el autor del proyecto de la estación de
tren de Kyoto, que también es muy impresionante (además del estadio de Sapporo
y algunos edificios emblemáticos de Osaka). Pero es que la de Kanazawa tiene un
enorme espacio frontal con una cubierta acristalada altísima que descansa por
el exterior en una especie de torii gigante, que marca la entrada desde la
ciudad. Creo que es una de las estaciones más bonitas que he visto.
El tren bala nos devolvió
plácidamente a las costas del Pacífico, donde duerme la magnífica ciudad de
Kyoto. Teníamos reservado un hotel en el centro, lo que nos permitía salir a
callejear por la cuadrícula de esta ciudad señorial, de millón y medio de
habitantes, antigua capital imperial y centro turístico de primer orden con sus
más de mil quinientos templos y santuarios. Aquí el ambiente es tranquilo y con
un punto mágico, lejos del estruendo de Tokio. No en vano fue la capital de
Japón hasta la revolución Meiji, en 1868, que se la llevó a Tokio (por cierto,
los dos nombres significan lo mismo: ciudad-capital o capital-ciudad). Después,
en todo momento mantuvo ese punto señorial, esa belleza especial. Tal vez por
eso no fue nunca bombardeada en la Segunda Guerra Mundial. Hay ciudades que son
tan hermosas que hay que tener mucho valor para dar la orden de destruirlas. Ya
les conté el caso de Cracovia, respetada tanto por los nazis como por los
soviéticos. Lo mismo sucedió con París (recuerden la película ¿Arde París?).
En el caso de Kyoto, parece que
llegó a ser preseleccionada como objetivo para la bomba atómica, pero el
Secretario de Guerra USA, cuyo nombre he olvidado, la sacó de esa lista, al
parecer porque había pasado allí su luna de miel y nunca se hubiera perdonado
destruir el lugar de sus sueños postnupciales (estos yanquis ya saben que
tienen un punto hortera). Yo tiendo a creer que esta ciudad tiene un aura
especial, que suscita el cuidado de los dioses. Allí nos quedamos cinco noches,
aprovechando para hacer un par de excursiones de un día, a Nara y a
Hiroshima-Miyayima. Y nos fuimos con la sensación de no haber visto ni una
mínima parte de lo que ofrece este lugar único.
A estas alturas del viaje, uno
empieza a ver todos los santuarios y templos como si fueran repeticiones del
mismo, y se imagina que ya nada le va a sorprender. Pero en Kyoto, las cosas
dan un paso más adelante y uno se vuelve
a quedar patidifuso. Porque aquí está el castillo de Nijo-jo, el lugar donde
vivió el gran Tokugawa Ieyasu, el unificador del país, tan desconfiado que
rodeó sus aposentos de unos pasillos con el llamado suelo de ruiseñores, en el
que es imposible caminar sin que sus maderas se quejen de forma tenue pero
significativa. Uno ha de descalzarse para visitarlo, pero eso no evita los
ruiditos. Este hombre es el que recibía a sus visitantes un escalón más alto y
en compañía del niño de la campanita, como ya les conté. El castillo es
precioso, como ven en estas fotos.
Es también interesante el
archifamoso Templo Dorado, junto al estanque kioko-chi (espejo de agua),
patrimonio de la UNESCO como otra veintena de templos y santuarios de la
ciudad. Este edificio, de paredes bañadas en pan de oro, no se visita, sino que
se ve desde el otro lado del estanque, en donde se agolpan las hordas de
turistas para hacerse la foto consabida. Hay que esperar a que quede un hueco
para hacerse la foto de marras, cuyo resultado tienen abajo.
Lejos de la presión del turismo
masivo, Kyoto está llena de pequeños santuarios, tranquilos y recoletos,
algunos espectaculares, como el Fushimi Inari, con su corredor de toriis, o el
Ryoan-ji, con su jardín zen sin plantas, ejemplo de arte conceptual. Abajo unas
imágenes, la del jardín zen bajada de Internet (por eso es primaveral), porque
aquí la máquina de fotos se me quedó sin batería, tal vez impresionada por la
rotundidad de la composición zen.
Por las noches, después de una
intensa jornada de contemplación de la belleza, uno ha de darse una vuelta por
Gion, el barrio de las geishas, con sus pequeñas tabernas y restaurantes de
todos los estilos y precios. A veces basta levantar una de las cortinitas de la
puerta para que te inviten a entrar, te ofrezcan una cerveza Asahi o Kirin, a
cual más rica, y te empiecen a sacar tapas de toda clase. Todo esto se
desarrolla por señas, con ayuda de menús con fotos de los platos. Muchos de
estos pequeños bares tienen también maquetas escala 1:1 de cada uno de los
platos, perfectamente reproducidas en silicona. Lo único es que, como les dije,
los japoneses suelen comer poco y a veces hay que insistirles para que te
saquen más. Las gentes de Kyoto salen mucho por la noche a comer y a beber. Y
luego se pasan media hora a la puerta del restaurante despidiéndose con
innumerables reverencias. Lo dejaremos aquí. Se pueden escribir libros sobre
Kyoto, pero ya me estoy saliendo de formato. Les dejo con una imagen nocturna de Gion. Que sigan pasando un buen fin de
semana pasado por agua.
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