Después de mi post del otro día,
he creado una nueva etiqueta específica para China, con los textos del blog que
hacen referencia a ese gran territorio, hasta ahora alojados en el epígrafe Países lejanos. La verdad es que los
chinos nos entran por todos lados y tenemos que conocerlos. Y no sólo las grandes cifras
macroeconómicas, los datos de puertos y trenes superlargos. Hay también una cultura, una literatura, una larga y compleja historia, cuyas raíces se hunden en la noche de los tiempos. Y los chinos, lo mismo que los vascos, los escoceses, los catalanes o los japoneses, tienen unos rasgos de carácter típicos, una idiosincrasia propia reconocible. La forma de ser de los chinos, labrada a lo
largo de milenios, aúna paciencia, cabezonería, capacidad de sufrir y resistir,
laboriosidad, disciplina y sentido comercial.
Los chinos son en general gente
pacífica y afable, pero tienen su orgullo. Aguantan carros y carretas y
procuran no pelear. Ahora bien, si se les acorrala o se les pisa ese callo especialmente
sensible que todos los humanos tenemos, entonces sí: entonces arremeten con
todo y no es fácil detenerlos. En una novela negra de Dasiell Hammet (no
recuerdo cuál de ellas), el detective protagonista llega a la conclusión de que
el que ha disparado es un chino, por el detalle de que ha vaciado el cargador.
Un chino procura no tener que disparar su arma. Pero, si finalmente ha de hacerlo, no
para de apretar el gatillo hasta que se queda sin balas. En la novela El Chino, de Henning Mankell
(Tusquets-2008), el comisario llega a idéntica conclusión a partir del
ensañamiento y las heridas que presenta el cadáver que encuentran al comienzo del libro.
Valgan estos párrafos de prólogo
de la historia que les cuento a continuación y que me sucedió allá por 2008 o
2009. Estaba yo por entonces inmerso en otro juicio, del que no les voy a dar
mayores detalles (era un asunto menor), y había concertado una cita con mi
abogada en una notaría de Argüelles para firmar unos poderes. Mi abogada se
llamaba Patricia, acababa de sustituir a un colega y no la conocía; sólo había
tratado con ella por teléfono. Así que la mañana de autos, cogí
mi coche de matrícula de Barcelona, llegué con tiempo suficiente, aparqué en una plaza de residentes y me
dirigí andando a la notaría. Hacía un día soleado y luminoso, de principios de primavera.
Patricia resultó ser una rubia
menudita muy joven, de ojos claros y expresivos y larga melena lisa. Por decirlo claro: estaba
como un yogur griego de Danone. Acabada la gestión, bajamos a la calle y le
propuse tomar un café juntos, no por lo que están pensando, sino porque teníamos
que concretar la estrategia del asunto que nos traíamos entre manos. Ante mi oferta,
puso cara de duda. Es que tengo el coche mal aparcado –dijo. Bueno, eso no era
problema, podíamos montarnos en su coche (el mío estaba bien aparcado), buscar un sitio libre por el barrio y dejarlo allí. Seguro
que habría algún bar cerca. Luego ella podía acercarme hasta mi coche. Mantuvo su aire dubitativo. Es que soy una
conductora muy novata –arguyó–, me acabo de sacar el carnet y me cuesta mucho
aparcar, salvo que sea en batería. No te preocupes, mujer, yo te ayudo.
Su coche, un Opel Astra, estaba efectivamente en un paso de peatones, y tenía una enorme Ele pegada al cristal trasero. Nos montamos y dimos unas vueltas despacio, sin éxito: no parecía haber sitios libres. De pronto le grité: ¡PARA! Estábamos cerca del
final de un tramo largo de calle. Un solo carril útil. A nuestra izquierda, una fila
de coches aparcados en línea. A la derecha, más vehículos aparcados, éstos en
batería. Entre ellos, una furgoneta acababa de encender las luces de frenos.
Esperamos unos instantes, pero la furgoneta no se movía. Detrás de nosotros se
iba formando una fila de coches cada vez más larga. Decidí bajar a preguntarle al
conductor si se iba. Por señas me dijo que sí, pero que tardaba un poco todavía. Me subí otra vez al Opel y seguimos esperando. Empezaban a sonar bocinazos iracundos de los primeros impacientes.
Volví a bajarme y le pedí al conductor que bajara su ventanilla. Sólo quería saber si iba a tardar mucho más, porque en ese caso nos íbamos. Mire, acabo de dejar un pedido enorme en el almacén de los chinos y tengo que rellenar ahora los albaranes, si no luego me lío. Es un segundo. El tipo tenía efectivamente una carpeta apoyada en el volante, un montón de papeles, un bolígrafo y unas gafas de cerca puestas. El coro de bocinas incrementaba su intensidad. Le indiqué a Patricia que esperara, pero esta vez no me subí al coche, sino que me fui a la parte de atrás, les hice a los impacientes un gesto de esperar, con una mano abierta, y marqué con dos deditos de la otra el intervalo minúsculo de tiempo que les pedía. En el primer coche había dos chinos, pero estos no tocaban la bocina. Eran los demás los que hacían sonar sus cláxones a coro, montando ya un escándalo considerable.
Entonces observé que a la izquierda del Opel, un poco más adelante, había una plaza libre de parking en línea, amplia y flanqueada por dos señales de reservado para minusválidos. A la vista de la que se estaba formando (al menos dos conductores se habían bajado de sus coches a ver qué era lo que pasaba), le dije a Patricia que intentara meter el coche allí un momento, para esperar a que el de la furgoneta se fuera, y luego ocupar su plaza. La chica intentó meterlo de frente, se apresuró, maniobró torpemente y se quedó con medio culo fuera. Les hice una seña a los chinos, para que no avanzaran. Pero era innecesario: no se habían movido un milímetro. Esperaban imperturbables, entre el estruendo bocinero de los demás conductores.
Lo mejor era que sacara el coche otra vez para atrás y lo intentara de la forma ortodoxa: adelantándose unos metros y metiéndolo de culo. Así lo hizo, pero mal, a pesar de mis indicaciones. Seguía sobresaliendo medio ancho y no dejaba paso libre. Se estaba poniendo nerviosa y parecía al borde del llanto. Le dije que no pasaba nada, que saliera otra vez y repitiera la maniobra. El coro de bocinas debía de oírse ya en Moncloa. En esas estábamos, cuando el chino copiloto del primer coche abrió la puerta y se bajó. De la parte de atrás sacó un montón de bolsas de plástico bien cargadas y vino en nuestra dirección. Era un chino mayor, canoso, chaparro, de piernas arqueadas y gesto enfurruñado. Caminaba con dificultad por el peso que cargaba en ambas manos, bamboleándose como los bebés que han aprendido a andar hace poco.
Al llegar a mi lado, se paró y dijo: –Muy tolpe, muy tolpe, no hace falta tanta ayuda, es sitio muy glande. Le expliqué que sólo queríamos parar un momento allí para dejar pasar a los coches de la fila, mientras quedaba libre el sitio de enfrente. –No, muy tolpe, sitio glande, no hace falta ayuda– insistía. Intenté explicárselo por segunda vez, pero seguía negando con la cabeza y repitiendo muy tolpe, muy tolpe. Era un coñazo, me estaba distrayendo y no me dejaba ayudar a mi amiga a aparcar su coche. Entonces, le hice el gesto de John Wayne, como si apartara el humo delante de mí: –Déjeme en paz, váyase a la mierda–, antes de seguir con las indicaciones a Patricia (vas bien, vas bien, tuerce todo ahora). El chino se alejó con sus pasitos cortos, pero, a dos metros, se paró. Dio la vuelta, regresó balanceándose por el doble peso, se plantó ante mí, infló el pecho y se puso de puntillas para acercar su nariz a la mía. Con calma y mirándome muy serio a los ojos, dijo: –Tú, a la mielda.
Volví a bajarme y le pedí al conductor que bajara su ventanilla. Sólo quería saber si iba a tardar mucho más, porque en ese caso nos íbamos. Mire, acabo de dejar un pedido enorme en el almacén de los chinos y tengo que rellenar ahora los albaranes, si no luego me lío. Es un segundo. El tipo tenía efectivamente una carpeta apoyada en el volante, un montón de papeles, un bolígrafo y unas gafas de cerca puestas. El coro de bocinas incrementaba su intensidad. Le indiqué a Patricia que esperara, pero esta vez no me subí al coche, sino que me fui a la parte de atrás, les hice a los impacientes un gesto de esperar, con una mano abierta, y marqué con dos deditos de la otra el intervalo minúsculo de tiempo que les pedía. En el primer coche había dos chinos, pero estos no tocaban la bocina. Eran los demás los que hacían sonar sus cláxones a coro, montando ya un escándalo considerable.
Entonces observé que a la izquierda del Opel, un poco más adelante, había una plaza libre de parking en línea, amplia y flanqueada por dos señales de reservado para minusválidos. A la vista de la que se estaba formando (al menos dos conductores se habían bajado de sus coches a ver qué era lo que pasaba), le dije a Patricia que intentara meter el coche allí un momento, para esperar a que el de la furgoneta se fuera, y luego ocupar su plaza. La chica intentó meterlo de frente, se apresuró, maniobró torpemente y se quedó con medio culo fuera. Les hice una seña a los chinos, para que no avanzaran. Pero era innecesario: no se habían movido un milímetro. Esperaban imperturbables, entre el estruendo bocinero de los demás conductores.
Lo mejor era que sacara el coche otra vez para atrás y lo intentara de la forma ortodoxa: adelantándose unos metros y metiéndolo de culo. Así lo hizo, pero mal, a pesar de mis indicaciones. Seguía sobresaliendo medio ancho y no dejaba paso libre. Se estaba poniendo nerviosa y parecía al borde del llanto. Le dije que no pasaba nada, que saliera otra vez y repitiera la maniobra. El coro de bocinas debía de oírse ya en Moncloa. En esas estábamos, cuando el chino copiloto del primer coche abrió la puerta y se bajó. De la parte de atrás sacó un montón de bolsas de plástico bien cargadas y vino en nuestra dirección. Era un chino mayor, canoso, chaparro, de piernas arqueadas y gesto enfurruñado. Caminaba con dificultad por el peso que cargaba en ambas manos, bamboleándose como los bebés que han aprendido a andar hace poco.
Al llegar a mi lado, se paró y dijo: –Muy tolpe, muy tolpe, no hace falta tanta ayuda, es sitio muy glande. Le expliqué que sólo queríamos parar un momento allí para dejar pasar a los coches de la fila, mientras quedaba libre el sitio de enfrente. –No, muy tolpe, sitio glande, no hace falta ayuda– insistía. Intenté explicárselo por segunda vez, pero seguía negando con la cabeza y repitiendo muy tolpe, muy tolpe. Era un coñazo, me estaba distrayendo y no me dejaba ayudar a mi amiga a aparcar su coche. Entonces, le hice el gesto de John Wayne, como si apartara el humo delante de mí: –Déjeme en paz, váyase a la mierda–, antes de seguir con las indicaciones a Patricia (vas bien, vas bien, tuerce todo ahora). El chino se alejó con sus pasitos cortos, pero, a dos metros, se paró. Dio la vuelta, regresó balanceándose por el doble peso, se plantó ante mí, infló el pecho y se puso de puntillas para acercar su nariz a la mía. Con calma y mirándome muy serio a los ojos, dijo: –Tú, a la mielda.
No estaba yo para tonterías, así
que contesté rápido: –Muy bien. Y tú
también. Los dos a la mierda–, mientras me giraba para seguir con mis indicaciones (dale, dale, muy
bien, ahora destuerce del todo). Por el rabillo del ojo le vi alejarse con sus pasitos de
escarabajo, pero otra vez se paró. Regresó basculando con sus bultos compensados, sacó pecho de nuevo y volvió a acercar su nariz a unos milímetros de la mía. Con la misma
seriedad, me espetó: –No. Tú, a la mielda. Yo
no.
En ese momento, caí en la cuenta de lo cómico de la situación. Patricia tenía ya el coche casi encajado en la plaza de minusválidos. Si alguien estaba viendo la escena desde la acera, se estaría tronchando de la risa. Por encima del hombro del chino recalcitrante, intuí un grupo de mirones. Enfoqué la vista y entonces los vi. Eran seis o siete. Todos chinos. El personal al completo del gran almacén de alimentación Súper Wenzhou estaba en la acera. Se habían abierto en arco y observaban la escena serios, impasibles, muy tiesos, listos para actuar si la cosa se ponía fea. Con una vaga inquietud miré detrás de mí, en busca de alguien que me apoyase o alguna vía de escape. Pero lo que vi era todavía peor.
Imperturbable al acoso de los cláxones, el compañero del chino cabreado, se había bajado también del coche y, sin cerrar su portezuela, venía caminando hacia mí. Era un tipo joven, grandote, musculoso, de cuello recio. Me pasaba la cabeza dos cuartas. Llevaba en una mano las llaves del coche y las hacía girar alrededor de su dedo índice. Llegando a nuestro lado, aquel coloso habló también con calma: –Qué pasa, señor, ¿hay algún problema? –No, no, no– me apresuré a contestar– yo no tengo ningún problema, estábamos hablando aquí unas cosas, pero yo ya no tengo nada más que decir. Entonces el gigante chino se dirigió a su compañero veterano y le largó una parrafada perentoria en su idioma, subiendo mucho la voz, frunciendo el ceño y enrojeciendo visiblemente. Ante la bronca, el otro dio media vuelta y se fue, esta vez de verdad. El coloso se volvió también hacia su coche, sin decir adiós ni nada.
En ese momento, caí en la cuenta de lo cómico de la situación. Patricia tenía ya el coche casi encajado en la plaza de minusválidos. Si alguien estaba viendo la escena desde la acera, se estaría tronchando de la risa. Por encima del hombro del chino recalcitrante, intuí un grupo de mirones. Enfoqué la vista y entonces los vi. Eran seis o siete. Todos chinos. El personal al completo del gran almacén de alimentación Súper Wenzhou estaba en la acera. Se habían abierto en arco y observaban la escena serios, impasibles, muy tiesos, listos para actuar si la cosa se ponía fea. Con una vaga inquietud miré detrás de mí, en busca de alguien que me apoyase o alguna vía de escape. Pero lo que vi era todavía peor.
Imperturbable al acoso de los cláxones, el compañero del chino cabreado, se había bajado también del coche y, sin cerrar su portezuela, venía caminando hacia mí. Era un tipo joven, grandote, musculoso, de cuello recio. Me pasaba la cabeza dos cuartas. Llevaba en una mano las llaves del coche y las hacía girar alrededor de su dedo índice. Llegando a nuestro lado, aquel coloso habló también con calma: –Qué pasa, señor, ¿hay algún problema? –No, no, no– me apresuré a contestar– yo no tengo ningún problema, estábamos hablando aquí unas cosas, pero yo ya no tengo nada más que decir. Entonces el gigante chino se dirigió a su compañero veterano y le largó una parrafada perentoria en su idioma, subiendo mucho la voz, frunciendo el ceño y enrojeciendo visiblemente. Ante la bronca, el otro dio media vuelta y se fue, esta vez de verdad. El coloso se volvió también hacia su coche, sin decir adiós ni nada.
Respiré hondo, aliviado. Miré alrededor. De
pronto, todos los problemas parecían haberse solucionado milagrosamente. El de
los albaranes se había ido. Patricia había metido sin problemas su coche en el hueco de la
furgoneta, dejando por fin el paso libre, y venía hacia mí con su sonrisa radiante, de dientes perfectos. –Bueno,
ya estamos –dijo. Ahora, a buscar el bar. Ya te había avisado de que soy una negada
aparcando. Por cierto, ¿querían algo esos chinos tan graciosos?
En fin, para desengrasar de tanta
tensión, aquí les dejo la canción que les dedica el gran Ry Cooder a los chinos
que viven allá por la Baja California, descendientes de los que trabajaron en el
tendido de la red ferroviaria, a comienzos del siglo XX. Sean felices.
No hay que cabrear a los chinos, son muchos.
ResponderEliminarExactamente 1.371.203.515 habitantes. Perdón, mientras lo escribía han nacido otros siete.
ResponderEliminarY además, no puedes descontar los que palman, al menos los que la espichan aquí, en España, donde no hay entierros chinos, sino una leyenda urbana según la cual pasan a formar parte del menú de los restaurantes cantoneses, o pequineses o lestaulantes en genelal... Bromas aparte, en Galicia las funerarias están que trinan, no por falta de clientela china, sino por la competencia: venden ataúdes en el todo a cien por 75 pavos, mientras que las interfunerarias y demás te ponen a 5.000 machacantes la despedida de tus seres queridos ¡no hay color!
EliminarLo primero es una leyenda. Los chinos respetan mucho a sus mayores. Los que se mueren aquí suelen dejar dispuesto que los incineren y lleven las cenizas a su tierra, para que les hagan allí una ceremonia fúnebre en condiciones.
EliminarLo que supongo que será cierto es lo de los ataúdes del todo a cien, aunque no tenía noticia. Los chinos tienen un sentido comercial innato casi comparable al de los judíos
Amigo, harás bien de cuidarte. Un día te van a partir la cara. Hilarante historia y magnífica la canción de ¿Ry Cooder? La verdad es que la música que conozco de este señor no se parece en nada a esta extraña canción cuya letra apenas se entiende.
ResponderEliminarHaré por cuidarme, gracias. Ry Cooder es un hombre polifacético que ha apoyado iniciativas musicales por todo el mundo, como la del Buenavista Social Club, de Cuba. El tema está sacado de su disco Chavez Ravine, una iniciativa de apoyo a unos chicanos a los que desahuciaron de sus viviendas para demolerlas y construir un estadio de béisbol. La canción es una versión de un tema satírico de algún viejo artista mexicano. La letra era en español, pero se la dieron a unas cantantes norteamericanas, que, evidentemente, no saben ni lo que dicen. Tal vez esta historia se merezca un post exclusivo.
EliminarNo me interesa especialmente el origen de la canción. Lo que sé es que se la he puesto a mis hijos y se mueren de la risa. Todo el rato dicen: "ponme el chinito otra vez, mamá". Y la bailan levantando los deditos.
EliminarPues no sabe cómo me alegro. Deduzco que sus hijos son pequeños. Pues aproveche y disfrute de ellos, que luego se hacen mayores y se pasan al pogo y al breakdance.
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