Hoy, día de los Reyes Magros (así los llamaba mi padre con su
ironía manchega del siglo XX), he debido levantarme a las 4 de la mañana y,
ante la larga jornada que me esperaba, me he desayunado un té de ginseng rojo
coreano. El objeto del madrugón era llevar a mi hijo Lucas al aeropuerto, en
donde tenía un vuelo de Ryanair a las 6.30, destino Bruselas. A la hora en que
escribo estas líneas, ya está de vuelta en Lille, provisto de un abrigo idéntico
al que le mangaron, que le compré yo hace un mes por Internet. Le hará buena falta en Leipzig adonde piensa
trasladarse a final de marzo, para continuar allí su máster.
En la noche de Reyes, a dos bajo
cero, la ciudad dormía esperanzada, prácticamente vacías las calles, salvo la
presencia esporádica de alguna cuadrilla de juerguistas recalcitrantes. El
tráfico era fluido, con un punto mágico, como si estuviéramos en una película. No
he visto ni rastro de Reyes Magos trajinando por las chimeneas, empiezo a
sospechar que son los padres. En el aeropuerto había mucha actividad a pesar de
la hora intempestiva, es un día de mucho regreso después de visitar a la
familia. De vuelta en casa, me metí otra vez a la cama, porque hoy debía descansar,
que mañana me incorporo al trabajo.
Si ustedes tienen más días libres y están en Madrid, les recomiendo que aprovechen para ver dos exposiciones que
he tenido la suerte de disfrutar en los días pasados. La de Sorolla en América, en
la Fundación Mapfre es excepcional y la van a quitar el día 11. Yo
particularmente desconocía la relación de este señor con Nueva York y los
trabajos que había hecho para diversos mecenas de la ciudad. Se evidencia
además que era un currante, que produjo una cantidad de cuadros extraordinaria.
La otra exposición de que les hablo sigue abierta un par de meses más y también
merece la pena, aunque en este caso por la variedad y extensión de la muestra
exhibida. Me refiero a la colección de pintura de Juan Abelló, que se puede
visitar en la sede del Ayuntamiento en Cibeles. Está claro que el negocio de
los antibióticos es lucrativo, porque este señor tiene cuadros de prácticamente
todos los pintores que les vengan a la memoria, desde el siglo XV hasta
nuestros días.
Me impresionaron los paisajes
madrileños de siglos pasados, con lugares desaparecidos, como el Real Sitio de
la Florida o el primitivo Palacio del Buen Retiro. Y también la colección de
bodegones, aunque no sea éste uno de mis géneros preferidos. En mi reciente
visita al Rijksmuseum de Ámsterdam, también me sorprendió la cantidad de bodegones
que había y lo bonitos que eran algunos. De entonces tengo una reflexión
pendiente sobre los nombres que se dan a este género en los diferentes idiomas,
que no incluí en mis textos del viaje para no hacerlos aun más largos. Para
empezar, el nombre bodegón me parece
feo, basto e impropio, me suena a albondigón, o a cagallón. Otra forma más fina
de llamar a estos cuadros en español es naturaleza
muerta.
Sin embargo, en inglés, la
designación es still life. Ya ven por
dónde voy. Still life se puede
traducir de dos formas, según conceptuemos still
como adverbio (todavía) o como adjetivo (tranquilo, silencioso). Todavía vivo,
o vida tranquila, la denominación anglosajona hace referencia a algo vivo. El mismo significado tiene en alemán (stillleben) y
en holandés (stilleven). Sin embargo,
en todos los idiomas de raíz latina, se habla de algo muerto, no vivo. Francés:
nature morte, italiano: natura morta, portugués: natureza morta y hasta rumano: natura moarta. ¿A qué se refieren estas
denominaciones tan opuestas? Pues a frutas cogidas del árbol, flores recién cortadas, verduras
extraídas de la tierra, legumbres, caza o pesca lista para ser cocinada, acompañados, a
veces, por utensilios de cocina. Es curioso que en los países latinos destaquemos el
hecho de que estos productos ya no están vivos en la naturaleza, mientras los anglos se
decanten por subrayar que parecen todavía vivos.
Tal vez tenga que ver con las
diferencias culturales y religiosas. Los católicos nos machacamos todo el rato
con el pecado, pero no dejamos por eso de pecar. Pecamos y luego tenemos mala
conciencia. En cambio los calvinistas valoran más al que no cae en la tentación, se esfuerzan
por llevar una vida recta y desprecian al pecador arrepentido. Son más
organizados y coherentes, y quizá también más optimistas. Trabajan para tener
menos problemas y se esfuerzan en ser buenos. Los latinos improvisan, son más
vividores, se dejan llevar por la situación y les pilla siempre el toro. Luego
lloran y se arrepienten de lo hecho. Quizá por eso nosotros llamamos naturaleza
muerta a unas manzanas (por la mala conciencia de haberlas arrancado del árbol)
y los anglos las llamen todavía vivas, porque les parece bien comérselas.
Hecha esta digresión o parida, ¿de dónde
viene la palabra bodegón? Pues parece claro que es un derivado de bodega, palabra de raíz griega (apotheke) compartida con botica y boutique, que designaba el lugar
donde se almacenaban cosas para consumir o vender. Durante años se llamaron
bodegas a las tiendas y almacenes domiciliarios de alimentos, aunque luego el término se focalizó
exclusivamente a los vinos. El término bodegón parece provenir de esa época
anterior y alude seguramente a la presencia de alimentos en el cuadro. Después,
las bodegas de las casas pasaron a llamarse despensas y las de venta al público
ultramarinos y coloniales, precioso
nombre lleno de resonancias indianas. Curiosamente en Argentina y otros lugares
se llaman colmados y en México abarrotes. Y las bodegas donde se sirve vino a granel
pasaron a llamarse tabernas.
Hoy me he levantado tarde de mi
segundo sueño y me he encontrado con el aparato de aire acondicionado del salón
averiado. Al encenderlo, emitía un F1 parpadeante y no funcionaba.
Después de desayunar, he buscado en Internet un tutorial donde se explicara qué hacer en estos casos. Siguiendo una guía en cinco
pasos, lo he logrado arreglar. Entonces he salido a caminar por el Retiro,
aprovechando el bonito día despejado de invierno. Como en cada día de Reyes, el
parque estaba lleno de familias con niños estrenando patinetes, triciclos,
bicicletas con ruedines y similares. Se me ha ocurrido continuar mi paseo por el
barrio triangular que se localiza entre las avenidas Ciudad de Barcelona y
Reina Cristina, y la calle Doctor Esquerdo. Es un barrio muy agradable, con los
bajos llenos de tiendas y bares y mucha actividad callejera. Era cerca de la hora
de comer y se veían muchas parejas de abuelos bien guarnecidas en sus abrigos,
llevando paquetes con roscones gigantes para la comida en casa de los hijos.
Ya que hablábamos de tabernas, he
parado a tomar el aperitivo en un clásico: Bodegas Casas, en el 23 de Ciudad de
Barcelona. Aquí sirven uno de los mejores vermús de grifo de la ciudad, que se
puede acompañar con una amplia oferta de encurtidos y variantes (que tampoco es mala palabra), como pequeñas berenjenas
que se comen de un bocado, alcaparrones, banderillas picantes, o pepinillos
rellenos de anchoa y boquerón, estos últimos tan grandes que te los sacan
partidos en dos. Es típica también la ración de boquerones en vinagre con un
plato de patatas fritas al lado. Gregorio Casas dirige la barra con mano firme
y por allí anda todavía su padre, echando una mano. Su abuelo fue el que fundó
el negocio en los años 20. Otro día escribiré algo más de las tabernas clásicas
de Madrid.
Desde allí he cogido el Metro para llegar a casa antes de que se me pasara el hambre. He comido, me he echado una siesta y luego
he salido a correr, para hacer mis 6,5 kilómetros por el Retiro, la mayor parte
ya con la noche caída. Y luego a escribir mi post. No sé qué haría sin el té de
ginseng rojo coreano. Mañana me espera un
programa más still. Sólo tengo que trabajar y nadar. Que duerman bien.
Me encantan sus rastreos sobre nombres tan comunes como bodegón o variantes. Por completar el tema, le recuerdo que el término "ultramarinos y coloniales", pasó luego a reducirse a sólo "ultramarinos". Más tarde, en los años de la tontería, cuando las "salas de fiestas" pasaron a ser "boites", luego "discotecas" y luego sólo "disco", los ultramarinos se empezaron a llamar "supermercados", antecedente del actual "súper" del barrio.
ResponderEliminarTambién le recuerdo otro uso del verbo "echar": ¿Qué t'han echao los Reyes en ca' la yaya, prenda". Los Reyes, antes de la invasión de Papá Noel y su abrigo rojo cocacolero, "echaban" regalos para los niños que se habían portado bien. A los otros les "echaban" carbón.
Feliz año.
Anotadas quedan sus precisiones, que le agradezco. Supongo que es usted el que me habló de "echar" los ciegos y otras aportaciones lingüísticas interesantes. La verdad es que el verbo "echar" tenía antes un uso mucho más generalizado que ahora. Hasta se decía: "me acabo de echar un paseo, que vengo reventado". En el País Vasco, en vez de Papá Noel, esperan al Olentzero, que llega vestido de azul. No sé si trae los regalos o los echa.
EliminarFeliz año, amigo lingüista.
Ya solo os falta recurrir al chistecito:
ResponderEliminar- ¿Que te han echao los Reyes?
- Na, pero mientras no me echen de casa...
No está mal. Me recuerda a ciertos diálogos de zarzuela:
Eliminar- ¿Qué hacemos, Pedro?
- Lu que te dé la gana
- Pues daremos otra vuelta a la manzana