Nos quedamos ayer a las puertas
del teatro Stadsschouwburg. Tengo que completar mis informaciones previas
sobre la obra de la señora Liddell. Según los papeles que me dieron al entrar,
Angélica Liddell descubrió en Sanghai un fenómeno que le fascinó, cuando estaba
escribiendo esta obra. En las esquinas de la nueva metrópoli china, hay parejas
de bailarines de vals y danza clásica, perfectamente vestidos de etiqueta, que danzan en la acera al son de una música enlatada, a cambio de las
monedas que les echen en la gorra. Igual que aquí tocan el saxo o el acordeón,
allí interpretan los valses de Strauss. Me callaré mis reflexiones sobre lo que
esto nos muestra de la nueva realidad china, donde gente culta como ésta ha de
sobrevivir de tal manera. El caso es que Liddell organizó un casting en
Shanghai, seleccionó a los dos mejores y los incorporó a su compañía, para que
se sumaran a la obra en preparación, en donde podrían bailar al son de una
pequeña orquesta de cámara.
¿Qué decir de Todo el cielo sobre la Tierra? Bueno, ya
saben que yo aquí digo lo que me da la gana y me la suda que me consideren un
antiguo, demodé, carca y casposo. Les juro que abordé el espectáculo con la
mejor de mis predisposiciones, que me senté dispuesto a disfrutar de una
maravilla única. Pero mi sensación global fue de decepción. Angélica Liddell es
una monologuista excepcional, capaz de gritar, aullar, llorar, vomitar,
arrancarse la ropa a estirones y otros excesos en escena, que dejan helado al
respetable. Tiene un registro de voces que le hubiera permitido doblar a la
niña de El exorcista sin apuros. Y
justo es eso lo que vende. El público va a presenciar cómo esta mujer menuda se
vacía en escena hasta quedar exhausta, en lo que ella misma llama pornografía del alma. Pero un cosa es
ella y otra el espectáculo, que tiene una duración de dos horas y media.
La obra tiene tres partes muy
diferenciadas, pegadas entre sí con Kolinón del más barato. La primera dura
unos quince minutos y nos muestra a Liddell sola, vagando por un paisaje
desolado. En ese rato repite innumerables veces una sola frase: ¿Dónde está Wendy? La susurra, la grita,
la aúlla y la vocifera de muchas formas (lleva un micrófono adosado a la boca,
que amplifica los mínimos suspiros). En el centro hay un montón de tierra que representa,
suponemos, la isla de Utoya. Liddell se lanza sobre ella y simula masturbarse
contra el suelo, logrando un orgasmo que duele sólo de oírlo. Uno se queda
agotado después de estos quince minutos, que responden a las expectativas y, a
la vez, parecen ser el preludio de algo grande.
La segunda parte, sin transición,
presenta a todos los demás actores, mientras Liddell permanece en escena en un
discreto segundo plano. Aquí aparecen noruegos, algunos chinos y otros
sudamericanos. Son todos bastante malos. Entre los hispanohablantes hay por lo
menos un mexicano que no muestra una gran convicción en lo que hace, y menos cuando le dan la réplica en noruego. Una china bastante hierática y vestida con un traje
tradicional (Liddell confecciona personalmente todo el vestuario) se larga un
recitado interminable sin mover un solo músculo facial. Se pueden imaginar lo
que pillé de un monólogo en mandarín con subtítulos en holandés. Todo se
pretende tremendo, pero resulta un poco patético.
A continuación, y dentro de esta
segunda parte, una voz en off explica en inglés lo que yo he contado en el
primer párrafo de este post sobre los bailarines callejeros de Shanghai. Salen
a escena los ocho músicos de la orquesta de cámara, vestidos de etiqueta, se
sientan y afinan sus instrumentos. Luego sale la pareja de bailarines. Y
empiezan sus danzas, anunciadas por la misma voz en off: “y ahora, el vals del
amor y la tristeza”. “A continuación, el vals de la desesperación y la muerte”.
No hace falta que diga que músicos y bailarines son estupendos. Pero al tercer
vals, uno está hasta la gorra. Todos los actores de la función permanecen en
escena, miran cómo baila la pareja y, a veces, también bailan un poco en su
esquina. Es una parte larguísima, sin ninguna relación con lo demás. Uno no
puede menos de pensar que, ya que han contratado a ocho músicos de clásica, y
dos bailarines de Shanghai, pues hay que darles mucha cancha para justificar su
inclusión. Los chinos están, por supuesto, felices, mucho mejor que en la
calle. Y los músicos hacen correctamente el trabajo por el que les pagan.
Entonces, todo el mundo menos
Liddell, abandona el escenario y da comienzo la tercera parte, un monólogo de
la propia artista de una hora y cuarto. Es tremendo. Liddell desarrolla un
texto terrorífico en el que se burla del buenismo, el optimismo y cualquier
otro pensamiento positivo. Todos los humanos somos una panda de cabrones, todos
llevamos en nuestro interior la maldad y la vileza y sólo aguardamos el momento
oportuno para sacarla al exterior. Se mete especialmente con las mujeres a las
que tacha de hipócritas, sobre todo las que alcanzan la maternidad, el horror
supremo de traer al mundo más seres humanos a que sufran y se conviertan en
nuevos cabrones. La sociedad les premia el esfuerzo otorgándolas lo que ella
llama el “suplemento de dignidad”. Una mujer puede ser una hija de puta pero,
una vez que se convierte en madre, adquiere ese suplemento de dignidad.
Los hombres, por supuesto, no
salimos mejor parados. Liddell vocifera estas reflexiones, entre alaridos
desgarradores, llora a gritos, se sorbe los mocos que le caen de la nariz, lanza
hipos y eructos, se tira al suelo y vomita literalmente, se arranca pelos,
tiene un par de supuestos ataques epilépticos, y sólo le falta tirarse pedos,
lo que traspasaría el límite de lo trágico para caer en lo bufo, algo que esta señora para nada pretende. Al final, la señora acaba agotada en el
suelo y el público, en vez de tirarle tomates y huevos en respuesta a sus
insultos, le aplaude embelesada. ¡Qué buena es! –piensan–, nos ha puesto
verdes, se ha ciscado en todos los valores que sustentan nuestro mundo y en los
que creemos firmemente, pero qué bien que lo ha hecho. Este es el absurdo del
teatro actual. Liddell saluda sudorosa, sonriendo por primera vez, arropada
por sus compañeros los actores malísimos, los chinos exultantes de felicidad y
los músicos circunspectos y serios.
Me encaminé a mi hotel, otra vez
atravesando las hordas de juerguistas de todas las edades y condiciones, feliz
de regresar a la vida real y con la sensación de que me habían estafado con la
parte central de la obra que había visto. Por 13 euros no me puedo quejar. Creo
que Liddell es una monologuista muy buena, que podría limitar su teatro a eso y
que lo demás le sobra. Esta es mi opinión y ténganla en cuenta porque la
compañía viene ya a París, donde repetirá su éxito arrollador y seguramente
pasará en algún momento por Madrid, precedida de una campaña tendente a
convencerles que nos serán ustedes lo suficientemente modernos si se pierden
esta maravilla.
La noche antes de salir de viaje
asistí en Madrid a la función Los hijos
de Kennedy. No he hablado de ella, porque mi sensación fue parecida. En
este caso, cinco actores excelentes (soberbia Maribel Verdú) permanecen todo el
tiempo en escena, pero no hablan entre ellos. Sólo con el público. Una luz
cenital ilumina al que habla, los otros se mantienen estáticos en la penumbra.
Es una sucesión de monólogos alternados. Los textos son muy buenos, pero
resulta cansado y nada divertido. Supongo que esta es una línea del teatro
actual, que subraya la incomunicación entre los mundos y las personas. Pero
para mí es algo un poco coñazo. Debo de ser un antiguo.
Dormí bien, sin embargo, después de mi jornada en Ámsterdam. Al otro día debía madrugar para estar a las 9 a la puerta del Museo Van Gogh y aprovechar la última mañana en la ciudad de mis sueños. A mediodía tomaría el tren a París desde donde estoy escribiendo. El Internet de casa de Philippe no va muy bien con mi ordenador y por eso me he vuelto a retrasar en el recuento de mis aventuras. Espero que no les importe demasiado.
Dormí bien, sin embargo, después de mi jornada en Ámsterdam. Al otro día debía madrugar para estar a las 9 a la puerta del Museo Van Gogh y aprovechar la última mañana en la ciudad de mis sueños. A mediodía tomaría el tren a París desde donde estoy escribiendo. El Internet de casa de Philippe no va muy bien con mi ordenador y por eso me he vuelto a retrasar en el recuento de mis aventuras. Espero que no les importe demasiado.
Angélica Liddell inauguró el Festival de Teatro de Madrid (temporada 2013-2014) con la obra de la que Vd. habla. Eso creo que fue en octubre en los Teatros del Canal.
ResponderEliminarY los críticos no escatimaron elogios, pero ya lo dijo Marcial: "El crítico es un cojo que enseña a correr"...
ResponderEliminarDesconocía el dato. No sigo mucho las novedades del teatro de vanguardia, pero no pienses que soy un lego del tema. Recuerdo pocas sensaciones tan intensas como las vividas en representaciones de la compañía de Lindsay Kemp en los ochenta. Uno salía alucinado. Pero la señorita Liddell me parece, como digo una excelente monologuista, que no es poco. Lo que ha decidido intercalar entre sus dos monólogos, es un pegote, que fastidia el clima de la obra y no viene especialmente a cuento. Es mi valoración.
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