Intento comprimir mis posts de
viaje para contar dos jornadas en un solo texto, si no, no me voy a poner nunca
al día. El 14 desayuné, escribí mi post y me vestí de corredor con doble
camiseta, por el frío previsible. El día era lluvioso y cerrado, condiciones
que no son las mejores para correr, excepto para un coruñés. Había comprobado
en el Google Maps que al final de la Avenida Winston Churchil hay un parque muy
grande. Se llama el Bois de la Cambre,
y tiene un camino principal con forma aproximada de ocho. El bucle sur del ocho
rodea un gran lago. Parecía un recorrido atractivo, aunque no tenía idea de qué
distancia podía suponer.
Salí bajo una llovizna tenue
pero, nada más entrar en el parque, se puso a llover en serio. No llevaba
capucha pero, una vez que uno entra en calor, estas cosas dejan de tener
importancia. La ventaja era que no había ni Dios en el parque, y esa es una
sensación impagable. Me refiero a peatones porque, miren ustedes por dónde,
resulta que el famoso ocho está abierto al tráfico y por él circulan los belgas
a toda pastilla. Eso sí, tiene amplias aceras de tierra apisonada, perfectas
para correr y con pocos charcos, porque el día anterior había estado despejado.
Tengo que decirlo ya: la política de movilidad de la ciudad de Bruselas se
puede resumir en una sola frase: todo para el coche. La firmaría el mismísimo
Álvarez del Manzano.
Cierto que tienen el servicio de
alquiler de bicicletas para dejarlas en otro lado, y son bien coloridas. Pero
puedo jurar que en mis días de Bruselas no he visto una sola bicicleta de ese
servicio circulando por ninguna parte (y de las otras, muy pocas). La ciudad
está llena de túneles, pasos a distinto nivel, cruces sin glorieta y amplias
avenidas asfaltadas. Los belgas, de los que ya he dicho que son bastante bolos,
conducen muy deprisa, de forma estresada y brusca y tocando la bocina
indignados. Para colmo, de vez en cuando pasa una caravana de la policía
escoltando a algún capitoste de la Comunidad Europea, que no puede perder tiempo
en su trascendental tarea al servicio del pueblo. Bruselas tiene un Metro
excelente, autobuses y tranvías, pero la ciudad está martirizada por una red
superpuesta de vías rápidas rodadas, de tráfico nutrido. Después de ver
Ámsterdam, uno se da más cuenta.
Volviendo al Bois de la Cambre, la lluvia arreció, y luego debió de parar un
rato. Digo debió, porque a mí me siguieron cayendo gotas de los árboles con
idéntica intensidad. Cuando terminé de rodear el lago, opté por cortar por el centro
del ocho, porque ya llevaba casi una hora de carrera. Al llegar al portal,
mi cronómetro marcaba una hora y diez, lo que al ritmo que pude llevar en un
circuito desconocido y con lluvia, supone entre once y doce kilómetros. No está
mal. Me duché, me comí un par de kiwis y unos pastelitos marroquíes que
encontré por la cocina, me vestí y salí con mi paraguas a continuar mi programa
del día. Empecé por comprar mi billete de tren a Ámsterdam en la Gare du Midi.
A continuación busqué la ruta al
Museo de Instrumentos Musicales. El día anterior había recorrido La Coline des Arts, la zona de los
museos, comprobando que sólo había dos que me interesaran: el de Magritte y
este. Pero el de Magritte ya lo visité el año pasado. Así que decidí ver el Museo de Instrumentos, pero el
tranvía se retrasó y llegué cuando lo estaban cerrando. Otro año será. Me
estaba empezando a entrar un hambre canina, pero debía esperar a las 6, la hora
en que abren los restaurantes para la cena. Así que tenía un buen rato para
callejear. Mis pasos me llevaron por la zona de la Gare Central, la Catedral y
el nuevo Palacio de Congresos, un edificio de cristal y acero medio enterrado
en el suelo, hasta el barrio de la Bolsa.
Allí, un letrero de neón llamó mi
atención. Café Kafka. Que mejor lugar para tomar una cerveza y esperar
calentito la hora de cenar. Era un bar en penumbra, habitado por gente
marginal, con música alta, un camarero melenudo medio chino y varios grifos de
cervezas locales. Me pedí una Leffe
Blonde, saqué mi smartphone y miré qué redes había. Allí aparecía la señal
del Café Kafka, pero pedía una clave. Yo no había visto ningún letrero de Wi Fi
gratis, y el camarero me daba pinta de fenicio, así que, por enredar, me puse a
probar claves. Empecé por kafka. Mal.
Seguí con cafekafka. Tampoco. Se me
ocurrió entonces poner franzkafka. ¡Bingo! ¡Esa era! Me pareció un signo favorable y me puse muy contento. Estuve
consultando mis correos, mirando la prensa, mandando whassaps y revisando el blog, mientras apuraba mi Leffe Blonde.
Al salir tenía ya un hambre
insoportable. Me acerqué al extremo de la Rue
Haute, con ánimo de buscar un restaurante donde darme una comilona (la
primera del viaje) y poder luego caminar para bajarla, al menos hasta el Metro
de Porte de Hal. El restaurante Le Forestier, especialidad en cocina
regional, me venía al pelo. Entré y me pedí unas croquettes de crevettes, y un entrecotte
a la poivre vert avec frites, que estaban sensacionales. Todo ello regado con medio litro de cerveza Hoegaarden. Aquí
pueden ver cómo se me hacía la boca agua esperando las viandas.
Rematé con un crème-caramel, que es como llaman en
francés a los flanes, y caminé hasta la Porte
de Hal a coger el tranvía de la línea 3. Cuando vino António de sus clases
de inglés, todavía tuve margen de acompañarle tomándome un platito del potage du jour que había hecho Teresa (y
que estaba extraordinario), rescatando la costumbre típicamente extremeña de la
recena. Tanto apetito produce correr 12 kilómetros. Dormí mi última noche en
Bruselas como se pueden imaginar, después de un día tan venturoso.
El día 15, me levanté tarde, pero
me apresuré a escribir un post cortito, hacer la maleta y tomar el tranvía de
la línea 3. Hice una parada intermedia en la estación Parvis de Saint Gilles donde había quedado con António para tomar
un café y despedirnos. Luego, continué a la Gare
du Midi. Mi tren ya venía abarrotado, había salido de París y era mediodía de
viernes, comienzo del weekend. Ya no quedaba
sitio para mi maleta sobre el asiento, ni tampoco en el compartimento que
hay al final de cada vagón. Recorrí un par de vagones y al final tuve que
dejarla en la zona de primera clase. El tren paraba en Amberes, Rotterdam y Schiphol
Airport, antes de llegar a la Central Station
de Ámsterdam. Temí que alguien me robara la maleta en alguna de estas paradas,
pero finalmente llegamos sin novedad.
Caminé desde la estación hasta el
hotel Koopermoolen, es decir, el
molino de cobre, en la Warmostraat,
en plena zona roja de Ámsterdam, con las famosas vitrinas donde se exhiben las
putas a la vista de los paseantes. Me inscribí y hube de pagar por adelantado
pero, a cambio, conseguí que me dieran una habitación silenciosa al interior.
Pregunté por algún lugar donde comprar algún juguete para bebé y me señalaron
varios con un rotulador rosa, sobre el plano que me acababan de facilitar. Fui
al más cercano: los grandes almacenes De
Bijenkorf, una manzana entera llena de tiendas de todas clases, donde es
imposible que no encuentres lo que busques. Con mi envoltorio de regalo caminé
por las calles de Ámsterdam, crucé varios canales, esquivé bicicletas en mitad
de la noche y por fin, siguiendo la ruta que me había dado el Google Maps,
encontré la casa de mi amiga R.
El bueno de Japi Toon Thelonius
está más gordo y guapo que en la foto que colgué en el post Life and death, y también más inquieto y
peleón. Le acompañaban, además de sus padres y abuela materna unos cuantos amigos,
que suelen reunirse allí los viernes a beber, picar algo y confraternizar. Pasé
una tarde muy agradable con todos ellos. Ya que no había conseguido apuntarme
al Club Políglota de Bruselas, al menos pude practicar aquí mi inglés un rato.
La mayoría eran músicos y hablamos de muchas cosas. Y descubrí, no sin
sorpresa, que los holandeses también hacen chistes de belgas, como los
franceses. Cuando empezaron a desfilar las visitas, me retiré tranquilamente y
regresé a la zona de las putas y el bullicio.
Era pronto y aun tuve tiempo de
callejear un rato. Como no había comido mucho, decidí completar mi cena con un
cucurucho de patatas fritas, con su churrete de mayonesa, especialidad flamenca
que me quedaba por degustar. De mi último viaje a Ámsterdam recordaba una
tienda que las vendía llamada Maneken
Frites. Pedí el tamaño más pequeño, pero aun así era enorme, así que cuando
me empecé a sentir lleno, me puse a ofrecer a la gente con la que me cruzaba,
en medio de las hordas que pueden imaginar en el friday night de Ámsterdam. Un negro se me acercó sonriente, se
comió un par de mis patatas y ponderó a grandes gritos lo buenas que estaban.
Sin transición, bajó la voz para decirme que tenía una coca cojonuda y a un precio
imbatible. Los negros, ya se sabe, siempre con el quid-pro-quo.
Caminé de vuelta entre pandillas ruidosas de jóvenes de ambos sexos, celebrando la noche infinita de Ámsterdam. No muy lejos del hotel, un grupo de chavales bebía en una escalinata. Al pasar por delante, uno de ellos me señaló y dijo ¡¡Einstein!! ¡¡The genuine Einstein!! Me hice el loco, pero entonces empezaron todos a llamarme Einstein a coro. Me tuve que volver y saludar. Levanté las dos manos y grité: ¡I’m the real Einstein, resurrected this morning! Me dedicaron una ovación. El más chistoso bajó a darme la mano y juró que yo era el más grande y que nadie había abierto su mente como yo. Tras estos incidentes, eché un último vistazo a las chicas de las vitrinas y me retiré a mi hotel. Tenía televisión y todavía tuve tiempo de ver el final del partido Portugal-Suecia.
Caminé de vuelta entre pandillas ruidosas de jóvenes de ambos sexos, celebrando la noche infinita de Ámsterdam. No muy lejos del hotel, un grupo de chavales bebía en una escalinata. Al pasar por delante, uno de ellos me señaló y dijo ¡¡Einstein!! ¡¡The genuine Einstein!! Me hice el loco, pero entonces empezaron todos a llamarme Einstein a coro. Me tuve que volver y saludar. Levanté las dos manos y grité: ¡I’m the real Einstein, resurrected this morning! Me dedicaron una ovación. El más chistoso bajó a darme la mano y juró que yo era el más grande y que nadie había abierto su mente como yo. Tras estos incidentes, eché un último vistazo a las chicas de las vitrinas y me retiré a mi hotel. Tenía televisión y todavía tuve tiempo de ver el final del partido Portugal-Suecia.
Echamos de menos una foto actualizada de Japi Toon Thelonius. En cuanto a los negros zumbones, parece que tiene usted un imán con ellos. yo me lo haría mirar...
ResponderEliminarPues sepa que reprimí mi impulso inicial de llevar la cámara a casa de mi amiga, porque sabía que saldría de allí con más de una foto del bebé en brazos de su Tito Milu y no resistiría la tentación de colgarla en el blog, algo que no estoy seguro que guste especialmente a sus padres. Con esto de los niños hay que ser cuidadoso. Un día en el parque Madrid Río, estaba haciendo fotos de un grupo de niños en los columpios (para mis conferencias) y una madre llamó a un vigilante que pasaba por allí. Para que no me requisara la máquina, tuve que borrar delante de él todas las fotos con niños que había sacado. Lo que no sabe este esforzado guardián de las leyes, es que volví unos días después e hice las que me dio la gana.
EliminarDe los negros zumbones mejor será que no diga nada.