Escribo aquí en el cuarto que
amablemente me han cedido mis amigos António y Teresa, frente a un magnífico
ventanal desde el que se divisan los edificios de la Avenida Winston Churchil, con
el frío sol del otoño tomando posiciones. El aire es limpio, como siempre tras
varios días de lluvia, pero supongo que hará bastante frío. No tengo prisa por
salir a patear Bruselas, esperaré a que el ambiente se caldee un poco más. Mis
anfitriones y su hijo Tiago (¡cómo ha crecido desde el año pasado!) han salido
muy temprano, con la noche cerrada, a sus ocupaciones respectivas, procurando
hacer poco ruido para no despertarme (así de cuidadosos son).
Pero este año, la familia tiene
un nuevo elemento. Se trata de Gustavo, un gato de 8 años de una de sus
abuelas, al que se han traído a Bruselas. Gustavo es bondadoso, cachazudo,
remolón. Tiene aires de filósofo de la rama epistemológica y ayer, en cuanto
llegué, se hizo amigo mío, hasta el punto que ha dormido parte de la noche por
algunas zonas de mi cama. Eso sí, no ronronea, tal vez lo considera una
ordinariez propia de felinos menos veteranos. Mientras escribo, está aquí
sentado en el alfeizar, vigilando el paso de los pájaros bruselenses ateridos. Anoche
le hice esta foto. Ha salido muy bien, porque es muy guapo.
Bueno, el sábado y el domingo los
pasamos mi hijo y yo callejeando y enredando por Nancy. Reservamos el lunes
festivo para acercarnos a visitar Estrasburgo, una ciudad extraordinaria. El sábado
dedicamos la mañana a ver monumentos, la plaza Stanislas, la Catedral, la
iglesia de San Epvre, el Palacio Ducal. Llovió un poco al principio, pero luego
escampó, sin despejarse el cielo ni un mínimo clarito. Las calles se llenaron
de gente atareada y bien abrigada, que hacía compras o paseaba por las plazas
de la ciudad. A mediodía comimos en una crèperie
bretonne, el menú de rigor: un crèpe salado, elaborado con trigo sarraceno,
y otro dulce de trigo normal, regados ambos con una botella de sidra de 0,75 l.
bebida tacita a tacita, tal como me lo enseñó mi amigo Tangi de Nantes, a quien
este año no pasaré a visitar. Por la tarde tomamos un autobús hasta un centro
comercial de las afueras en donde debíamos comprar una serie de cosas que le
faltaban todavía a Lucas para completar su nuevo hogar. Por la noche me preparó
una ensalada en su propia cocina y de allí me fui al hotel.
El domingo nos lo tomamos con más
calma. Entre otras cosas, porque estaba todo cerrado y no había ni Dios por las
calles (cierto que volvía a llover y fuerte). Fuimos a la estación a sacar
nuestros billetes a Estrasburgo y el mío para Bruselas. Aprovechando un alivio
de la lluvia, nos acercamos en el tranvía hasta el paseo del río Meurthe y lo
recorrimos durante un rato. Luego regresamos a la casa de Lucas a descansar, no
había nada que hacer en la calle. Salimos en torno a las 19.00 a cenar. Mi hijo
tenía gran interés en invitarme con su primer sueldo. Cenamos en un lugar francés,
donde degustamos, entre otras delicias locales, la genuina quiche lorraine, que estaba buenísima. Como en días anteriores, rematamos
tomando una última cerveza en el Café des
Artistes y nos retiramos pronto, que al otro día había que madrugar para
tomar el tren a Estrasburgo.
Nancy es la capital de la Lorena,
una amplia región situada al sur de Luxemburgo. A su derecha en el mapa, está
la Alsacia, más pequeña y alargada, con Estrasburgo como capital y marcando el
linde con Alemania. Lorena fue un ducado independiente entre 1153 y 1766 en que
fue anexionado al Reino de Francia. En ese largo período fue una muestra más de
la convulsa situación europea, con el territorio dividido en minúsculos estados
independientes, ciudades autónomas, comunas y sociedades diversas, guerreando
entre ellos todo el tiempo, comandados por antecesores de Artur Menos y personajes
de idéntica perspectiva histórica. También aquí había señas de identidad a
porrillo: Lorena era nada menos que el resto del antiguo reino bárbaro de Lotaringia,
que luego se integró en el Sacro Imperio Germánico.
En esta época de reinos de taifas
peleándose continuamente entre ellos, surge la importante figura de Carlos el
Temerario (finales del siglo XV), Duque de Borgoña, hijo de Felipe el Bueno, que se apoderó de Lorena. Carlos pretendía unir todos estos ducados y ciudades-estado dispersas,
rehabilitando el reino de Lotaringia, pero se encontró con la resistencia de
los armagnacs y los confederados
suizos, sus enemigos acérrimos. Vencido en la batalla de Nancy (1477), perdió
la vida en una emboscada en las afueras de la ciudad. Su muerte propició la reposición en el poder de
los Duques de Lorena, que ya se quedaron hasta el siglo XVIII. Y aquí viene lo
sorprendente. Antes de morir, Carlos dejó pactado el matrimonio de su
hija María con el archiduque Maximiliano de Habsburgo, heredero del trono
imperial alemán. Un hijo de este matrimonio, Felipe el Hermoso, fue el padre de
Carlos V. Las amplias posesiones de Carlos el Temerario se repartieron entre
sus herederos y ese es el origen de que los Países Bajos y el Franco Condado
pasaran a dominio español.
En el siglo XVIII, otra boda de
conveniencia conlleva que el Ducado de Lorena pase a dominio francés. Luis XV,
como forma de transición a la integración en Francia, impone como nuevo duque a
su yerno Stanislas Leszczynski, rey recién destronado de Polonia. El nuevo
regidor suscita inicialmente un gran rechazo, pero enseguida se hace con la
población. Entre otras cosas, construye el entorno monumental estructurado
alrededor de la plaza a él dedicada. Aprovecha para ello los terrenos vacantes
entre la antigua ciudad medieval y la parte nueva de ensanche, trazada en
cuadrícula. Allí construye un conjunto al estilo imperial francés que, junto con la cercana Place
de l’Alliance, está declarado Patrimonio de la UNESCO. A la muerte de
Stanislas, Lorena se integró en el estado francés.
Ustedes sabrán que Alsacia y Lorena han estado siempre en disputa entre Alemania y Francia. Pero resulta que eso afecta sólo a la mitad de Lorena, reivindicada por Alemania. Nancy está en la parte puramente francesa. Cada vez que Alsacia y la mitad oriental de Lorena pasaban a dominio alemán, los francófilos de esas zonas emigraban a Nancy, que experimentaba un notable aumento de población. Eso sucedió, por ejemplo, en 1871, tras la guerra franco-prusiana. Ambas regiones pasaron a ser alemanas hasta 1918, final de la Gran Guerra, momento en que vuelven a Francia. En la Segunda Guerra Mundial, la región estuvo defendida por la Línea Maginot, hasta que los alemanes entraron por Holanda y Bélgica y se hicieron con toda la zona hasta el final de la guerra. En ese tiempo se prohibió hablar en francés, entre otras amables medidas de los nazis.
Nancy es ahora una ciudad universitaria, con un magnífico tranvía cuya única línea vertebra todas las ciudades de la aglomeración (l’agglo, que llaman aquí). Más que un tranvía es un trolebús. Se sustenta sobre ruedas de caucho y tiene en el suelo un monorraíl central. Por arriba la típica pareja de pértigas cierra el circuito eléctrico. Cuando yo era niño, en La Coruña había de estos trolebuses, aunque sin monorraíl. Al final de Los Cantones, el trole debía doblar en ángulo recto por Juana de Vega. Si no lo hacía muy despacio, las pértigas se salían del cable y empezaban a dar palos de ciego en todas direcciones, movidas por sus muelles, con gran surtido de chisporroteos a diestro y siniestro cada vez que rozaban alguno de los cables del tendido. El conductor debía poner el freno, bajarse corriendo y empezar a dar saltos para colgarse de cada pértiga, y luego irla soltando despacio para atinar a colocarla en su sitio. Todo ello, entre grandes gritos “cajándose na cona y no carallo de sistema de merda”. Los niños esperábamos en la esquina a ver este espectáculo de fuegos artificiales y juramentos que, antes o después, acababa por suceder.
Al moderno tram de Nancy no le pasan estas cosas. La calle principal de la ciudad, donde se sitúan las tiendas de las marcas de moda y los grandes almacenes, arranca de la plaza Stanislas y tiene su tráfico restringido a trams y bicicletas. No hay, sin embargo, demasiados ciclistas por el mal tiempo. Es una ciudad provinciana, muy agradable, llena de estudiantes y peatones bien abrigados. Eso sí, los domingos las calles están vacías. En fin, el gato Gustavo me avisa de que ya me estoy poniendo pesado y me conmina a salir a dar una vuelta por Bruselas, donde el sol empieza a coger altura. Que lo pasen bien. Tápense la nariz, que el olor a basura es muy desagradable.
Ustedes sabrán que Alsacia y Lorena han estado siempre en disputa entre Alemania y Francia. Pero resulta que eso afecta sólo a la mitad de Lorena, reivindicada por Alemania. Nancy está en la parte puramente francesa. Cada vez que Alsacia y la mitad oriental de Lorena pasaban a dominio alemán, los francófilos de esas zonas emigraban a Nancy, que experimentaba un notable aumento de población. Eso sucedió, por ejemplo, en 1871, tras la guerra franco-prusiana. Ambas regiones pasaron a ser alemanas hasta 1918, final de la Gran Guerra, momento en que vuelven a Francia. En la Segunda Guerra Mundial, la región estuvo defendida por la Línea Maginot, hasta que los alemanes entraron por Holanda y Bélgica y se hicieron con toda la zona hasta el final de la guerra. En ese tiempo se prohibió hablar en francés, entre otras amables medidas de los nazis.
Nancy es ahora una ciudad universitaria, con un magnífico tranvía cuya única línea vertebra todas las ciudades de la aglomeración (l’agglo, que llaman aquí). Más que un tranvía es un trolebús. Se sustenta sobre ruedas de caucho y tiene en el suelo un monorraíl central. Por arriba la típica pareja de pértigas cierra el circuito eléctrico. Cuando yo era niño, en La Coruña había de estos trolebuses, aunque sin monorraíl. Al final de Los Cantones, el trole debía doblar en ángulo recto por Juana de Vega. Si no lo hacía muy despacio, las pértigas se salían del cable y empezaban a dar palos de ciego en todas direcciones, movidas por sus muelles, con gran surtido de chisporroteos a diestro y siniestro cada vez que rozaban alguno de los cables del tendido. El conductor debía poner el freno, bajarse corriendo y empezar a dar saltos para colgarse de cada pértiga, y luego irla soltando despacio para atinar a colocarla en su sitio. Todo ello, entre grandes gritos “cajándose na cona y no carallo de sistema de merda”. Los niños esperábamos en la esquina a ver este espectáculo de fuegos artificiales y juramentos que, antes o después, acababa por suceder.
Al moderno tram de Nancy no le pasan estas cosas. La calle principal de la ciudad, donde se sitúan las tiendas de las marcas de moda y los grandes almacenes, arranca de la plaza Stanislas y tiene su tráfico restringido a trams y bicicletas. No hay, sin embargo, demasiados ciclistas por el mal tiempo. Es una ciudad provinciana, muy agradable, llena de estudiantes y peatones bien abrigados. Eso sí, los domingos las calles están vacías. En fin, el gato Gustavo me avisa de que ya me estoy poniendo pesado y me conmina a salir a dar una vuelta por Bruselas, donde el sol empieza a coger altura. Que lo pasen bien. Tápense la nariz, que el olor a basura es muy desagradable.
Querido paisano, sepa que el transporte público en La Coruña estuvo siempre bajo la gestión de la Compañía de Tranvías. Esta institución, empezó a funcionar en los albores del siglo XX con tranvías tirados por animales. Después se electrificaron (el más popular, el de Sada). Después de la guerra salieron a la calle los trolebuses, que convivieron unos años con los últimos tranvías. Luego, el trole conviviera a su vez con los nuevos autobuses de gasóleo, hasta desaparecer del todo en los ochenta. Ahora hay un tranvía renovado que recorre el Paseo Marítimo, pero es más un tema recreativo y de imagen que un sistema de transporte competitivo.
ResponderEliminarMuchas gracias por su aportación querido coruñés desconocido. Mi infancia se corresponde sin duda con los últimos tranvías sobreviviendo en medio del dominio de los trolebuses.
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