Esta mañana he corrido de nuevo y
estoy muy contento con el progreso de la temporada. La llamada Carrera de la
Ciencia (antes del CSIC) era, como todas, de 10 kilómetros y la he completado
en un tiempo oficial de 59.04. Los que no entienden de estas cosas tal vez no
valoren el mérito que tiene bajar tres minutos y medio sobre la marca que hice
en La Melonera, hace apenas un mes, ciertamente con mucho más calor. Mi
registro de hoy sigue siendo regularcillo pero, a mi edad y después de un par
de años compitiendo poquito, no puedo pedir más. Y mi temporada tiene todavía
margen de mejora.
Cuando era joven, estas carreras
de 10 kms. las afrontaba sin ninguna precaución adicional. Es decir que, salvo no
acostarme demasiado tarde, el día anterior hacía vida normal, cenaba con mi
cervecita y no cambiaba ninguno de mis otros hábitos. Ahora en cambio, repito
algunas de las rutinas que cumplía cuando debía afrontar una distancia más
larga. Por ejemplo, el sábado hice una comida abundante y me eché una ligera
siesta. Luego, debía haber descansado, pero tuve que ayudar en una mudanza. No
importa, llegué tarde a casa, me comí más o menos un cuarto de melón y un yogur
griego y me acosté en cuanto me dio el sueño.
La carrera empezaba a las 9 de la
mañana, pero el dorsal había que recogerlo en la misma salida, a partir de la
7.30. Esto es algo novedoso para mí, en mis tiempos el dorsal se recogía unos
días antes y la noche antes de la carrera ya te dejabas la camiseta que ibas a
usar, preparada con el dorsal fijado con cuatro imperdibles. Claro, eso suponía
tener a gente repartiendo dorsales varios días, pagarles por su trabajo,
etcétera. Como consecuencia de la crisis, todo esto se concentra ahora en hora
y media antes de la salida. También en mis tiempos, estas carreras eran algo
muy minoritario, de forma que yo me iba en coche, aparcaba cerca, dejaba la
cartera y las llaves de casa en la guantera y la ropa de abrigo en el maletero.
Luego accedía a pie a la salida, llevando únicamente la llave del coche.
El sábado consulté la Web de la
carrera. El número de inscritos superaba los 7.000. La salida y la meta eran
frente a la sede del CSIC, en la calle Serrano, una zona imposible para aparcar
cinco mil vehículos. Para ir en mi coche tendría que haberme levantado a las 5
de la mañana (por decir algo), con lo cual, a la hora de la salida ya estaría
cansado y aburrido. Nunca me gustó ir en Metro a las carreras. No me gusta
llevar nada en la mano ni mochilas colgando, y el bolsillito mínimo de mis
pantalones de deportes se llena con las llaves de casa o del coche, según los
casos. Si meto allí el ticket de mi abono anual de transportes, lo más probable
es que termine la mañana estropeado, por el sudor y el roce con las llaves.
Pero esta vez se imponía el Metro
porque, además, para recoger el dorsal había que llevar el DNI o cualquier otro
medio de identificación personal. Rebusqué en mis armarios en busca de una
minimochila de corredor, y encontré una adecuada. Se trata de una carterita de
El Brillante, que hicieron para conmemorar un aniversario del bar, junto con
una taza con cuchara. Les dieron algunas a los camareros, para que ellos mismos
se las regalaran a los clientes más asiduos, y mi amigo Álvarez, el veterano
camarero asturiano que controla la parte de arriba de la barra, me dio las dos
cosas en una bolsa de plástico. La cartera es pequeña y cuadrada y tiene en el
frontal un anuncio impreso donde, bajo el nombre El Brillante, aparecen tres
líneas rojas simulando sus neones, una foto de un bocata gigante de calamares y
la leyenda que certifica que se trata de los mejores bocadillos de calamares de
Madrid.
El problema era cómo llevarla
para que no me molestara en la carrera, pero descubrí que el pantalón tenía
cuatro aberturas estratégicamente dispuestas para pasar por ellas la correa de
la cartera. Así que me dejé preparado el pantalón con la cartera incorporada,
en la que metí las llaves, el DNI, el abono de transportes y cuatro
imperdibles. Me levanté a las 7 y me lavé un poco. Me vestí, me tomé un café
bebido y algo más de medio litro de agua, utilicé el inodoro (ya ven qué fino
me he vuelto) y estuve listo para salir. Entonces se desató el diluvio universal. Era
algo que no estaba en el programa. Consulté la previsión del tiempo en mi Smartphone.
Cielos nublados, temperatura de 14 grados y humedad del 100%, pero nada de
lluvia. Debía de ser una tormenta aislada. En ningún momento me planteé renunciar a la
carrera. Mi piso es el último y se escucha el estruendo de la lluvia sobre la
azotea. Cuando el ruido se atenuó, bajé a la calle y salí abrigado sólo con mi camiseta ligera.
Me cayeron algunas gotas en el camino
al metro, que hube de hacer saltando sobre charcos gigantes. Era noche cerrada.
Hice dos trayectos de Metro. En el primero, coincidí con un personal de
borrachos y alcohólicos, que habían hecho tiempo hasta que abrieran el Metro
para regresar a sus míseras cuevas, tras su noche trasegando Don Simón. Mi imagen, en camiseta fina y con una cartera de El Brillante, les llamaba lógicamente la atención. Me
hicieron diversas reverencias, perorando con voces pastosas sobre lo bueno que
debía de ser el ejercicio y otros lugares comunes mascullados con sus bocas
desdentadas, de alientos hediondos a varios metros. Tras cambiar de línea, el público cambió y el vagón se llenó de corredores, la mayoría mucho más abrigados que yo. Llegué
a tiempo a la mesa de los dorsales que me correspondía por número, y pude estar
entre la masa de los 7000 corredores que salieron calle Serrano abajo.
La carrera tiene una primera
parte cuesta abajo hasta cerca de la Puerta de Alcalá y luego remonta por la
Castellana. Los kilómetros 3 al 7 son bastante duros, hasta llegar a Alberto
Alcocer. Luego se vuelve por Príncipe de Vergara y se coge otra vez Serrano para
hacer la última parte a favor de cota. No volvió a llover, salvo las gotas que
caían de los árboles cuando había una ráfaga de viento. Lo peor de la lluvia
son los charcos que genera, que pueden empaparte los calcetines y producirte
ampollas. Pero yo he corrido una carrera de Canillejas entera lloviendo. En
fin, las condiciones de carrera eran buenas, me encontré bien, pasé como pude la parte cuesta arriba y acabé
esprintando. Luego me bebí un par de botellas de Powerade, hice una tanda de
estiramientos y eché a andar hacia el Metro.
Hora y cuarto después de la
salida, los últimos corredores llegaban a la meta exhaustos. Aplaudí a algunos
grupos rezagados. En la acera, el SAMUR atendía a un grandullón derrumbado en el
suelo con los brazos en cruz, aun con su dorsal sobre la camiseta. Le habían puesto oxígeno, así que
la cosa debía de ser seria. Por encima de la mascarilla, unos ojos aterrorizados
devolvieron mi mirada de curiosidad. Un poco más allá, el último de la carrera,
un gordo que resoplaba como un becerro, dejaba la Plaza de la República
Argentina para afrontar el último tramo de Serrano, entre las ovaciones de los que
volvíamos. Tras él, las luces intermitentes de los coches de la policía
municipal, las ambulancias y los del servicio de limpiezas urgentes.
Tomé el Metro de vuelta y salí en
Atocha al sol de las 11. Subí a casa, me duché, desayuné copiosamente y encendí el ordenador.
Un correo me daba ya los datos finales de la carrera. Se habían inscrito 7.307
corredores. Llegaron a la meta 5.869. El último (el gordo, supongo) había hecho
1 hora y 25 minutos. El primero, que atiende por Mohamed (o sea que ya saben de
dónde es), había hecho 29.48. ¡Qué animal! Mi tiempo ya se lo puse al principio.
Mi puesto: el 4.406.
Ahora díganme que esta ciudad está
en decadencia y toda esa monserga. Ya les he dado mi opinión al respecto: aquí lo
único que nos falta es que se larguen los pesimistas y los amargados, para que
estemos más anchos los que disfrutamos de la vida urbana. Hala, a dormir, que
mañana empieza el otoño, mi estación preferida y hay muchas cosas de que
hablar.
No me gusta que quieras echar a nadie de la ciudad. En Madrid cabemos todos, tambien los pesimistas y además Madrid se caracteriza, especialmente, por dar a todos acogida. Enhorabuena por la carrera y feliz otoño. Por cierto, esa estación induce al pesimismo, a la decadencia de la vida. Entendería mejor que te gustara más la primavera, en consecuencia con tus opiniones.
ResponderEliminarUn saludo afectuoso
Tienes razón, en Madrid debe haber lugar para todo el mundo, incluso los tristes. Queda registrada mi rectificación (de todas formas, el optimismo no ha de excluir nunca la crítica). Es que todavía no se me ha pasado el cabreo que me llevó a escribir el post anterior. Ayer, El País volvía a la carga con una nueva andanada contra la T-4, llena de fotos de los enormes espacios vacíos. No sé, yo siempre los he visto llenos. Si tuviera más tiempo, me iría allí a pasar alguna tarde y hacer unas cuantas fotos. No tengas duda de que, si estuviera vacía, lo reconocería. Pero me mosquea mucho que, de pronto, El País empiece a dar caña contra Madrid, un día sí y otro también. Estas cosas hacen daño a la larga.
EliminarEn cuanto al otoño, para mí es un espectáculo de colores y luces. Es el momento ideal para visitar ciertas ciudades como Nueva York o París y, por supuesto, Madrid. No creo que deba asociarse con ninguna decadencia. Los árboles, simplemente, se preparan para recibir mejor los fríos, tiran las hojas y esperan, seguros de que luego vendrá el renacimiento de la primavera en un ciclo siempre renovado. La vejez no me parece ninguna tragedia, hay que asumirla con naturalidad e intentar pasarla lo mejor posible, porque no tiene alternativa. Lo que es malo es la enfermedad, la pobreza, la desigualdad, la miseria, el atraso. El pesimista suele serlo ya desde joven. Y el optimismo no es algo automático, requiere trabajo, requiere un esfuerzo diario notable. Yo he de hacerlo cada día antes de ponerme a escribir. Porque creo que la gente necesita bromear y reírse un poco. Para leer textos dramáticos o llenos de pronósticos nefastos, no hay que buscar mucho. Te salen al paso desde todos los lados. Yo desconfío de esa avalancha de pronósticos negativos. Creo que intentan desanimarnos, crearnos sentimientos de culpa y prepararnos para darnos bien por culo y que no nos quejemos, ni salgamos a la calle a protestar. Esto es lo que yo intento contrarrestar desde este modesto foro. Probablemente todo esto no tiene nada que ver con el pesimismo del que tú hablas, quizá una forma filosófica de entender el mundo, que yo respeto. Así que no pienses que quiero echarte de este Madrid que compartimos y (supongo) amamos. A los otros tampoco los quiero echar, pero no me importaría que se marcharan, ya que nuestra ciudad les parece tan horrorosa. O al menos que se estuvieran calladitos.
Un abrazo, amigo, y disculpa la longitud. A pesar de mis promesas a tu compañera anónima, no consigo hacer respuestas más cortas.
Soy un anónimo diferente. Me parece que, en el tema del Aeropuerto, está usted negando una evidencia: las cifras de viajeros no mienten, ni están tergiversadas por el País
EliminarVale, las cifras de viajeros dicen que hemos perdido un 14% de viajeros respecto al mismo mes del año pasado. Algo que no se puede negar y es muy preocupante. Pero eso quiere decir que se mantiene el 86% de los viajeros que teníamos. Entonces, ¿como es que en las fotos no se ve a nadie? Porque es una imagen manipulada. Porque han esperado a un momento en que no había ni uno solo de ese 86% de viajeros que quedan. ¿Ya lo tiene más claro, señor anónimo diferente?
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