Las grandes ciudades son, de
antiguo, hábitat natural de toda clase de bichos, como hormigas, cucarachas,
ratas y ratones. A veces se desmadran y entonces se habla de plaga, pero
generalmente se mueven discretamente en las horas en que la gente duerme,
porque los bichos, como las personas, no quieren más problemas de los
imprescindibles.
Madrid no es una excepción y,
como noctámbulo recalcitrante, me ha tocado muchas veces estar tranquilamente
sentado en alguna terraza al aire libre de la zona centro a altas horas de la
noche y, de pronto, observar el avance silente de una auténtica guerrilla de
cucarachas. O las maniobras de unas cuantas ratas para saquear alguna basura
con disimulo.
El hombre se defiende de estos
incómodos intrusos con armas de todo tipo. En la memoria colectiva, las
enfermedades felizmente erradicadas como la llamada peste bubónica, que cada
tanto diezmaba las poblaciones en la Edad Media y posteriores. En ese tiempo,
las ratas campaban por sus respetos por los empedrados de calles y plazas. Fue
a finales del siglo XIX cuando, en el marco de las políticas higienistas de la
época, se crearon los llamados Parques de Desinfección, coetáneos de los Parques de Bomberos, que fueron puestos en marcha por
los ayuntamientos de las ciudades más grandes.
En Madrid, esa unidad
especializada en el control de plagas subsistió más de 120 años, con el nombre
de Parque Municipal de Desinfección, Desratización y Desinsectación. En mis
primeros años como funcionario municipal, el parque lo dirigía un personaje al
que apodábamos Quique el Ratas, que era bastante eficiente. Cada vez que
encontrábamos algún solar invadido por alimañas urbanas, llamábamos por
teléfono a Quique el Ratas, que inmediatamente se ponía manos a la obra. Al día
siguiente en el solar no quedaba bicho viviente.
No volví a tener contacto con ese
departamento municipal hasta muchos años más tarde, cuando me hice cargo de la
información sobre las obras de la M-30 en la zona del río. La construcción de
los túneles a los dos lados del cauce fue una obra de un impacto descomunal. La
envergadura de la excavación que se hizo, no se había visto nunca en una zona
tan céntrica como la ribera del Manzanares y su imagen recordaba la de las
grandes canteras perforadas en zonas rurales. Los hábitats de las ratas y
las cucarachas se descabalaron y los animales, hasta que lograron recolocarse, se
metían donde podían.
Sucedió en más de una ocasión que
nos llamaron por teléfono vecinos aterrorizados, que no podían salir de sus casas porque su
portal se había llenado de ratas o lo habían tomado algunas especies de
insectos. La primera vez que sucedió, llamamos corriendo al equipo de control
de plagas. Gran sorpresa. Quique el Ratas se había jubilado hacía tiempo. Y la
unidad había perdido su viejo y pomposo nombre: Parque Municipal de
Desinfección, Desratización y Desinsectación. El señor Gallardón y su equipo
habían decidido que ese era un nombre arcaico y lleno de connotaciones
negativas.
¿A que no saben cómo se llama
desde entonces? Pues (agárrense al sillón): nada menos que Unidad Técnica de
Control de Vectores. Se lo juro, créanselo, que yo no les cuento mentiras,
excepto cuando hablo de mí mismo y no siempre. Los nuevos Insectbusters y Ratbusters fueron presentados por el Concejal de
Seguridad, a la sazón don Pedro Calvo, el 30 de abril de 2004.
Como se explica en esa nota, los
efectivos municipales en la lucha contra las plagas pasaron de 6 a 33, y
supongo que, en el momento de las obras de la M-30, solucionarían eficazmente
las incidencias de las que les avisamos. A mí me hizo tanta gracia el asunto
del cambio de nombre que lo empecé a contar por todas partes, como un ejemplo
perfecto de la hipocresía que inunda el lenguaje oficial.
Llamarle a una unidad
Desratización supone que hay ratas y hay que combatirlas. Eso es algo negativo,
sucio, feo. En cambio, el control de vectores es una cuestión aséptica,
incolora, inmaculada. Uno imagina a los trabajadores de la primera matando
bichos a hachazos con unas batas blancas llenas de manchas de sangre y mugre, y
a los segundos como a una especie de investigadores superlimpios y cuidadosos
trabajando en ordenadores de última generación.
Por fin, un amigo médico me
aclaró de donde venía el nombrecillo de marras. En el mundo de la arquitectura,
un vector es una línea recta con una flechita en la punta, que indica una
dirección. Incluso yo recordaba que, cuando empezamos en la Escuela, una de las
novatadas más extendidas era mandar a los neófitos a la papelería Valluerca, al
comienzo de la Gran Vía, a que compraran una caja de vectores. A los que mordían
el anzuelo, les precisábamos que debían ser metálicos y de buena calidad. Los
de la papelería estaban hartos del jueguecito.
Sin embargo, en el mundo de la
epidemiología, un vector es un concepto diferente, también arraigado y
consolidado. Un vector es un animal, o factor de otro tipo, que traslada un
agente patógeno desde un organismo infectado a otro que antes no lo estaba
(tras la intervención del vector, sí). Ejemplos claros: El mosquito anopheles
es un vector de la malaria. El mosquito tigre lo es del dengue. Y el rattus
norvegicus, nombre de la especie de la rata de alcantarilla, puede serlo de
la rabia y otras enfermedades.
No acaba aquí la historia. Construido
el parque Madrid Río y con las obras ya completamente olvidadas, recibimos una
queja de los vecinos de la zona norte. Como cada año, el cauce del río se había
visto asaltado por miríadas de mosquitos diminutos. Los vecinos pedían que se fumigara,
como se había hecho otras veces. Conozco ese tipo de mosquitos, me han asaltado
alguna vez haciendo camping. Son minúsculos, pero muy molestos, porque te dan
como pequeños bocaditos (carecen de aguijón) y se mueven por millones. Llamamos
a la Unidad de Control de Vectores y nos hicieron saber que debíamos enviarles
el asunto por escrito (eso sí, vía mail).
Aproximadamente diez días después
recibimos la respuesta, también por mail. Personados en el lugar los efectivos
de la indicada Unidad, habían comprobado que los insectos que formaban la nube
que había sobre el Manzanares no eran mosquitos, sino quironómidos y, al no tener
este insecto la condición de vector, la fumigación no era tarea de su
competencia. Un indicativo más de los tiempos que corren. ¿Imaginan a Quique el
Ratas dando una respuesta como esta? Yo no. Pues, tal como me sucedió, así se
lo he contado.
Bueno, es que, según el jefe de la unidad de vectores, los quironómidos no pican, son unos mosquitos gordos y tranquilones, se deben de alimentar del aire, supongo. ¿No dices nada de las polillas? Hay una invasión este año; pero dicen los expertos que eso es síntoma de que tenemos un "medio ambiente" muy propicio; pero no se van a quedar aquí, dicen también los entendidos que vienen de África y están de viaje con destino a Noruega. No creo que sean competencia de los "cazafantasmas" de la Unidad Técnica de marras, tampoco.
ResponderEliminarNo son polillas sino mariposas gamma, en tránsito a Noruega como cada año. Mi tía Lola decía que daban "buena sombra" y no había que matarlas. De niño me acostumbré a cazarlas con la mano con mucho cuidado y liberarlas en alguna ventana. Ayer al volver a mi casa libré de su encierro a seis. Un animal tan pequeño, capaz de hacer ese viaje extraordinario cada año, porque así está impreso en su código genético, es un ser que no deja de suscitarme una cierta ternura. Como los perritos de las praderas, que cada equis años recorren Norteamérica para lanzarse por un acantilado de las costas más alejadas de su hábitat natural.
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