¡¡Que ya me han vacunado!! 😂😂😂💪💪💪 Nada, está visto que el que no llora no mama: fue colgar mi post anterior como a las 12.00 del martes y a las 15.15 me entró el mensaje de la Comunidad de Madrid. Me pilló comiéndome unas lentejas de puta madre, así que me las acabé, clické en el enlace que me mandaban para confirmar la cita e inmediatamente me puse el vídeo que pueden ver abajo, le subí el volumen al máximo y me puse a bailar como un loco por toda la casa. Es un tema que ya traje al blog hace tiempo, pero creo que no hay otro mejor para expresar la alegría por haber llegado sano a puerto, después de esta larga singladura de más de un año. El Covid no está aún derrotado, dice Bill Gates que hasta finales de 2.022 no podremos recuperar la vida como la vivíamos antes, pero no cabe duda que para mí es un paso adelante, que me quita la neura de recibir un gol en el descuento. Así que, ya pueden bailar a mi salud si lo desean, sólo tienen que poner la pantalla grande y ADELANTE.
Como les dije, yo ya estaba haciendo una vida de jubilado hiperactivo en la que esto de la vacunación no va a incidir demasiado, salvo por el hecho de que mis hijos dejen de regañarme por imprudente. No quiero aburrirles con nuevas reseñas de todas mis actividades semanales, ya saben que salgo a correr por el Retiro un día de cada tres, que hago dos horas semanales de conversación inglesa, más media hora presencial de guitarra de blues, aderezada con la posibilidad de ir al sitio andando a través del barrio de Vallecas, que tengo una sesión mensual de dos horas de Billar de Letras, que sigo con mi colaboración en el Jurado de Reinventing, además del propio mantenimiento del blog, que requiere el mismo cuidado y dedicación que cualquier jardín privado. El resto del tiempo, salvo ver los partidos del Dépor (que es como una promesa) y estar un poco al día de la actualidad, me lo paso samanthing hard. Les conté que mi diva favorita se había quedado sin ir de gira por Australia a causa del Covid. Pero resulta que ya había visitado esa tierra en su gira de 2019, y esta foto lo acredita.
¡¡¡Aaaayyyy!!! ¡Quién fuera koala! ¿Se han fijado en la cara de felicidad del animalito? Es más expresivo que ciertos humanos. Y seguramente más listo: con esa mirada lánguida no se lo imagina uno votando a Vox, suponiendo que los animales pudieran votar. En fin, que ayer jueves caminé hasta el Metro Lavapiés para coger la Linea 3, atravesando otro de esos barrios peligrosos donde dice Vox que te puede atacar cualquier mena, pero por donde yo me muevo con total seguridad y sin miedo (anteayer acudí a mi segunda clase de blues guitar en Palomeras con la misma tranquilidad). El Metro me llevó hasta Moncloa. Allí me acerqué caminando a la carpa junto al hospital de la Fundación Jiménez Díaz, presenté mi tarjeta sanitaria y me atendieron enseguida. Ni noté el pinchacito de la Pfizer. Pregunté al joven enfermero que me la puso si podía tomarme una caña al salir y me contestó que, no sólo podía, sino que era lo que debía hacer. Pregunté si podía correr seis kilómetros al día siguiente, suponiendo que no me encontrara mal, con idéntica respuesta.
Y les puedo asegurar que no he notado ningún efecto secundario, ni primario ni de preescolar. Como ya era muy tarde para hacerme una comida, recalé de vuelta en el Matilda y, me creerán o no, pero las cosas que me comí me supieron fenomenal, mucho más ricas que de costumbre, y así se lo dije a Alejandro y Fernando. ¿No dicen que el Covid afecta al olfato y al gusto? Pues a lo mejor es que la vacuna también les afecta pero en sentido contrario. Más bien creo que fue por el subidón psicológico de verme ya vacunado. Por lo demás, esta noche he dormido a pierna suelta y al levantarme me he ido al Retiro a hacer mis 6,5 kms, sin mayores problemas. Sobre el severo priapismo del que nos alertaba Paco Couto, mejor no digo nada, no sea que mis amigas me formen cola en la puerta para comprobarlo.
Vale, a lo nuestro. A dos posts y medio de las Elecciones, yo quiero aprovechar estos días para hablar de temas que no tengan nada que ver con el asunto, a modo de larga jornada de reflexión, o terapia para distraernos todos un poco del agobio del monotema y olvidarnos del coñazo hasta el momento mismo de votar y tocar madera, a ver si suena la flauta. Por ejemplo, el asunto a que alude el título de este post. Supongo que ya lo habrán notado, pero a mí me gusta mucho más la ciudad que el campo. Para mí la ciudad es la creación suprema del ser humano, especialmente la ciudad muy grande como esta en la que vivo. La gran urbe es el lugar donde el ser humano puede desarrollarse en libertad, sin el incómodo control social que ejerce el colectivo en los pueblos y ciudades más pequeños. Y donde los servicios públicos y la organización social permiten montar operativos eficientes como este de la vacunación masiva de la población con dosis individuales de ARN mensajero.
Yo he sentido ese viento de libertad, anonimato y vida cosmopolita que caracteriza a las grandes aglomeraciones urbanas cuando he visitado Nueva York o Tokyo, por poner dos ejemplos claros. Uno sube al Empire State, mira hacia abajo, ve todo aquello funcionando como un reloj y piensa: qué grandes somos. Y, tras superar esta mierda del Covid, el mundo tirará hacia adelante apoyándose en las ciudades. No tengo ninguna duda de esto. En mi último post les hablaba de las iniciativas de Biden para levantar América. Aquí les voy a obsequiar con la intervención entusiasta y vibrante de Kamala Harris en el City Lab 2021, un congreso de ciudades organizado por la Bloomberg Philantropies. Supongo que son ustedes lo suficientemente mañosos como para ponerse unos subtítulos en español. Las ciudades serán la clave de la recuperación económica y el motor del futuro.
Yo soy urbano hasta la médula, tengo los músculos de asfalto, los ojos de neón, respiro contaminación y mi espíritu florece en medio del guirigay de la gran ciudad. Me encantan las multitudes urbanas, los escaparates, los semáforos, los carteros, las chicas que van a las oficinas, los autobuses, los ciclistas, los mephistos en patinete, las terrazas, los restaurantes de menú del día, los bares de copas con buena música, si es en directo, mejor. En cambio, el campo me parece un lugar aburrido, lleno de bichos, de insectos que te pican, de suelo irregular, de gente sin interés, pueblerinos acomplejados y desconfiados que siempre se están quejando del mal tiempo y las cosechas que se pierden. Cierto que hay paisajes maravillosos, pero a mí me gusta salir a verlos y volverme luego a la ciudad. Yo nací en una ciudad, La Coruña, en el puro centro, y me crié entre futbolines y bares donde uno podía entrar de niño a pedir una gaseosa y tomársela entre gente que jugaba al dominó. Y los cines y los escaparates de la calle Real y las tiendas de San Andrés y las tascas de los Olmos.
Mi ciudad tenía un problema para mí a los 17 años: se me quedaba pequeña. Yo echaba a andar y enseguida se me acababa el trayecto urbano y me encontraba en el campo. Por eso, cuando vine a Madrid, se me abrió un mundo nuevo. Era la ciudad infinita. Me sentí totalmente fascinado y, más de 50 años después, mantengo intacta esa fascinación. Cuando yo era más joven, mi grupo de amigos eran más bien tirando a hippies y les encantaba largarse al campo los fines de semana. ¡Nos vamos al campirri! –proclamaba alborozada cada viernes una de las chicas. A mí me jodían entero el finde, tengo que confesarlo. Desde el momento en que salíamos de la ciudad y nos metíamos en el gran atasco del éxodo de la urbe, yo ya estaba añorando volver.
¡Qué necesidad había de ir al puto campirri! Con lo agradable que era para mí salir a caminar tranquilamente los sábados por la mañana, comprarme el periódico e irme al Rastro o al Retiro o a ver una exposición. Y luego tomarme el vermú en alguna terraza y comer en un restaurante barato. Y por la tarde al cine. Y por la noche a salir por los bares de copas, salvo la tarde del domingo en que uno se recogía a leer y a descansar para coger fuerzas para la nueva semana que venía. Pues nada, había que irse al campirri, visitar a los mosquitos y las arañas, chuparse unos atascos morrocotudos, sobre todo al volver, y terminar el fin de semana cansado, cabreado y frustrado.
Entenderán que para mí fue una gozada empezar a trabajar para la ciudad, recorrerla hasta conocérmela como la palma de la mano, ayudar a su regulación y su desarrollo, unas tareas a las que he dedicado casi 40 años. Y aquí les traigo un texto que viene al pelo de todo esto. Es un extracto del libro Lecciones de Derecho Urbanístico, de García de Enterría y Luciano Parejo. Este libro, de 1981, fue uno de los tochos que me tuve que empollar para la oposición a arquitecto municipal. Y entresaco de su introducción estos fragmentos, que describen un poco el significado histórico de la ciudad.
Es un hecho que el paso de la prehistoria a la historia está marcado por la aparición de las ciudades. Son ellas las que aportan una forma nueva de sociedad humana y, con ello, las que ponen en marcha el dinamismo apasionante de la historia. La ciudad antigua no puede explicarse sino como un fenómeno político, de dominación de un hinterland agrario más o menos extenso, a la que está ligada la organización de funciones secundarias y terciarias, y la correlativa aparición de técnicas económicas y jurídicas y una pretensión racionalizadora del mundo cultural que deja atrás los viejos mitos telúricos, sin todo lo cual no puede accederse a estadios sociales de complicación que se expresan en unidades políticas complejas.
De este modo, el hombre antiguo tiene la conciencia perfectamente clara de que la ciudad (las polis griegas, el soberbio mito de Roma, que anima por sí solo la impresionante hazaña histórica ligada a esta ciudad) es la forma suprema de la sociedad humana, de lo que, por ello, se va a llamar desde entonces la “civilización”, la extensión paulatina de los valores sociales y culturales de la civitas, obra tal vez de algún dios benévolo, que ha querido liberar al hombre de la ruda vida natural precedente.
La ciudad marcó, pues, el paso de la primigenia vida natural a la vida humana superior, a un estadio político y cultural que deja atrás resueltamente una fase previa de la evolución del hombre y esa nota, que hace de la ciudad la expresión de una forma de vida más rica y más compleja, se ha mantenido para la vida urbana a lo largo de toda la historia prácticamente hasta nuestros días, en que por primera vez la ciudad ofrece su rostro negativo, su contenido alienante y mutilador de una vida humana plenaria.
Qué les parece. No sé si lo sabría escribir yo mejor, a pesar del lenguaje un poco grandilocuente de estos jurídicos. Y desde luego, comparto su entusiasmo por lo que supone el hecho urbano frente al medio rural. Muchas veces se han contrapuesto en este blog las bondades de la ciudad con los defectos del campo y sus gentes: los garrulos de Arkansas y Nebraska que auparon a Trump, los paletos del Ampurdán que votan a Puigdemont, el medio rural inglés que desequilibró la votación del Brexit. No voy a insistir, esta es mi opinión personal y no quiero ofender a nadie situado en posiciones diferentes, este es un asunto en el que empiezo por reconocer que no soy imparcial, yo adoro las ciudades, estoy feliz en Madrid y muchas veces he soñado con irme a lugares como París, Londres o Nueva York. Y muy especialmente a Ámsterdam y San Francisco, mis ciudades soñadas. Y todavía resuenan en mis oídos los gritos de Paco Couto, cuando se hartó de mis crónicas de Madagascar: ¡Emilio, eso que nos estás contando es el puto campo!
Y aquí entra por derecho el libro que estamos leyendo para el próximo Billar de Letras. Carlos Castán es este guapo sesentón, delgado y canoso, al que la crítica considera como el mejor escritor vivo de relato corto de España. Sin embargo, sólo ha publicado tres libros de cuentos, más dos novelas y una antología de sus artículos. Este año, mi amigo el editor Juan Casamayor decidió unificar los tres libros de relatos en un solo volumen de Cuentos Completos. El propio autor nos ha hecho una selección de los cuentos que quiere que leamos, para comentarlos en la sesión del club en la que participará (no daba tiempo a leerlos todos).
El libro ya empieza con una introducción que ha escrito ex profeso el propio Castán y que es acojonante. Cuenta que se crió en Huesca, que vino como yo a Madrid a estudiar, que la ciudad le fascinó como a mí. Que vivió la vida de la gran urbe intensamente, desde el Rastro, hasta los bares de la noche, el jazz, los neones, el cine con subtítulos, los tipos con chaqueta de pana curioseando las novedades de Cortázar y Vargas Llosa en los estantes de librerías alternativas, la Filmoteca, los restaurantes baratos, el mundillo universitario y los avatares políticos de la Transición. El totum revolutum de los materiales de los que está hecha la felicidad. Y por supuesto, la búsqueda del amor. Y de pronto hay una chica que le dice que sí y la ciudad se convierte para él en el paraíso.
Pero las cosas se tuercen bruscamente, la chica que le dijo que sí, ahora le dice que no, que ya vale, y casi al mismo tiempo, su hígado dice también que ya vale, su mundo se viene abajo y ha de irse de Madrid y volver a su Huesca natal, con una sensación aplastante de retroceso vital, de fracaso, de derrota. Y es allí, mientras se dedica a pasear por los parques locales y a beber agua con gas, cuando siente la necesidad de empezar a escribir relatos; tiene que coger la pluma para contar todo lo que siente, porque es demasiado para tenerlo guardado. Dice más cosas en esta introducción soberbia, escrita a tumba abierta, pero si quieren conocer lo demás han de comprarse este libro magnífico, altamente recomendable.
Y hay un cuento fabuloso de su primer libro que también les voy a transcribir, porque es corto y sintetiza lo que yo les quería hacer llegar en este post. Aquí no es la dicotomía campo-ciudad. Es la diferencia entre la gran urbe en toda su magnificencia y la pequeña ciudad de provincias. Una tensión que no se puede expresar mejor que como lo hace Castán en este delicioso relato sintético, que sublima todo el agobio de la ciudad pequeña, frente a la nostalgia de la urbe maravillosa.
No quiero ni pensar en la posibilidad de que yo hubiera tenido que volverme a La Coruña; la sensación de fracaso y de derrota me habría aplastado, me hubiera visto recluido en una distopía cruel, en una ficción ucrónica insoportable. A lo mejor me había convertido en un escritor famoso, pero más bien creo que me hubiera venido abajo. Les dejo con este cuento. Supongo que no es un problema que lo reproduzca en mi blog, el copyright es de Carlos Castán 2020, el ISBN es 978-84-8393-286-5 y mi única intención es ayudar a la difusión del libro e incrementar su ratio de ventas. Que disfruten del texto y que pasen ustedes un buen fin de semana preelectoral.
Una historia barata (Carlos Castán, 1997)
Verse viviendo de pronto en una ciudad pequeña sin estar acostumbrado supone a cada momento sentirse insultado como individuo. Nuestro narcisismo se expone a amargas heridas de las que no es fácil sobreponerse. Si tiendes a considerar tu vida en términos de historia, de relato cinematográfico por decirlo así, puede llegar a ser realmente terrible porque no tardas en caer en la cuenta de que tu película ha de ser necesariamente una producción cutre, hecha sin apenas medios, ya que ves continuamente como los extras se repiten a cada paso; los personajes secundarios, puestos ahí para que el protagonista pueda desarrollar una vida normal, ir al dentista, hacer la compra, cruzarse con gente en sus paseos, están interpretados siempre por un reducido aunque voluntarioso contingente de actores.
El otro día fui al hospital para que me hicieran unas pruebas. Me recibió, convenientemente uniformada, una enfermera que también está siempre haciendo bulto cada vez que voy a recoger a mi hija al colegio. Una de las pacientes que hacía ejercicios de rehabilitación en una sala que hube de cruzar era a la vez ordenanza en una oficina que visito a menudo. Salí del hospital confundido y horrorizado pensando en cómo estas circunstancias abaratan la existencia. La vida humana, por lo visto, es lo más importante que hay; si la mía tuviera un mínimo de dignidad, si mi historia fuese realmente de interés, no ya una lujosa superproducción hollywoodiense, sino algo mínimamente cuidado, a la mujer que espera cada tarde a su hijo en el mismo colegio que yo a la mía, le habría bastado con estar allí, con hacer eso. No habría tenido que atenderme también en el hospital como si no hubiera presupuesto para más contratos, como si nadie fuera a darse cuenta de una repetición tan insignificante. En suma, como si dieran igual las cosas mal hechas aunque tales cosas sean en esta ocasión las vidas de las personas, sus historias. Y lo mismo sucede con la otra mujer. Está claro que si yo atravieso por una especie de gimnasio a mitad de mañana ha de haber gente allí aunque sea de un modo borroso, alguien que ocupe las espalderas o levante pequeñas pesas, lo que sea. Pero no ha de ser necesariamente la ordenanza, existen más rostros, más figuras posibles. Esa repetición insultante no se justificaría ni en las peores películas de serie B, solo en basuras de producción propia rodadas en serie por alguna cadena de televisión arruinada para solucionar su parrilla de madrugada, gastar metros y más metros de cinta, llenar horas como sea a base de relatos sin pies ni cabeza, torpes enredos, historias de saldo. Y en eso es en lo que esta ciudad enana, grotesca caricatura de una ciudad de veras, ha terminado por convertir la historia de mi vida: en algo barato y adocenado que se trajina por lotes, como la fruta magullada y podrida que, lejos de ser la sagrada tentación de nadie o de brillar para siempre en bodegones al óleo, acabará siendo mermelada para los cuarteles.
Algunos buenos amigos que han soportado mis quejas en amaneceres desesperados como este han acabado buenamente por recomendarme que me fuera cuanto más lejos mejor y no puedo decir que sea un mal consejo porque la sensación de agobio es todavía mayor desde que caí en la cuenta de que lo que habito no es otra cosa que una ciudad de juguete, un burdo decorado para una farsa sin sentido. El asfixiante villorrio de solterones jugadores de cartas, muchachas que acuden a la fuente a llenar sus cántaros, tenderos caciques y serviles secaneros se disfraza de semáforos y asfalto para vigilarme mejor. La gente parece jugar a los oficios, representan su papel con el convencimiento y la dignidad de un niño tonto, han puesto una línea de autobuses, los guardias municipales visten de azul marino, pero todo es una trampa; no hay nada, solo campo, tras los edificios de la ancha avenida y donde pone “Librería” únicamente despachan lápices y cuadernos y revistas coloreadas para amas de casa subnormales. Tras la puerta con letrero de neón, ninguna chica baila en mitad de la noche porque la noche aquí no es, en realidad, reino de saxofones y tintineo de vasos, sino un oscuro territorio de grillos.
Mis amigos saben que ponen el dedo en la llaga cuando dicen que me vaya porque así mataría dos pájaros de un tiro. Por un lado, la ciudad que me agobia y que acabará volviéndome loco, así como ahora pero más, cada vez más paranoico, cada día más sombras que me persiguen, más pactos contra mi persona, mayor temor y temblor entre las sábanas. Y por otro, las cosas en casa que todo el mundo sabe que no andan bien, trabajando de último mono en el negocio familiar de mi esposa, un tenebroso almacén de telas para el hogar, a las órdenes directas de su padre y de ella misma, mujer insensible que a los ojos de todo el mundo me domina, pero que solo a los míos, a mis propios ojos, tal humillación puede valorarse en su justa y terrible medida. Pero mis amigos son en realidad unos hipócritas. Como buenos vecinos de esta villa al cabo de la calle que son, saben a ciencia cierta que lo intenté. Tantas noches había soñado en regresar a bulevares que se pierden en el horizonte entre altas torres y taxis iluminados que van y vienen, habitar un espacio civilizado ganado palmo a palmo a insectos y alimañas y al viento feroz de los inviernos, ganado para el hombre y la mujer y para la música que sale de cada ventana, para marañas de historias diferentes que se entrelazan como líneas del metro en parques y mercados, en los bares y sobre las aceras, con todo el dolor y el júbilo de sentirse vivos. Llegué a tener las fuerzas y los contactos necesarios para emprender una vida más digna, con profusión de decorados y miles de rostros distintos para los personajes secundarios. Todo el mundo lo sabe. Que cogí el dinero que pude en la caja fuerte de casa y en la de la tienda y hasta tuve suerte con la cantidad porque normalmente no hay tanto, que hice sigilosamente un sencillo equipaje y me presenté en la estación minutos antes de salir el tren. Y saben también que mi vida tiene un presupuesto barato que no da para mucho derroche de extras y que no pude adquirir mi pasaje porque, tras la ventanilla, la encargada de despachar los billetes era ese día mi mujer. Y que al poco rato, convenientemente uniformado, mi suegro me arrastró por las orejas hasta su coche patrulla.