Como lo oyen. Llevo tres días viniendo
al trabajo y ya me quiero volver. Esto es horroroso. Mientras los vientos no
cambien, mantengo mi idea de jubilarme cuando cumpla los 67, o sea, dentro de
poco menos de un año. Pero tendré que esmerarme cada día en el empeño de que
las jornadas se me vayan haciendo soportables. Si no, el año se me va a hacer
larguííííííííísimo. Mientras estaba fuera, me han vuelto a alargar el horario
de trabajo, de modo que ahora he de hacer siete horas y media cada día. Contando
el tiempo de desplazamiento a nuestro destierro en la Isla de Alcatraz, vienen
a ser unas nueve horas perdidas todos los días. Lo de las 7,5 horas fue una
medida de Rajoy para presumir de duro frente a Bruselas. Cuando llegó la señora
Carmena, volvió a restituirnos las 7 horas. Pero alguien recurrió esta medida,
poniendo en duda que el Ayuntamiento pueda contravenir una disposición estatal.
Ahora un esclarecido juez madrileño ha decidido suspender cautelarmente la
orden de la alcaldesa, mientras se toman su tiempo para estudiar el tema. Con
la velocidad de crucero de la justicia española, es previsible que me jubile
antes de que sus señorías decidan.
Por lo demás, esa hora extra
gratis que hacemos no sirve para nada. El que no hace nada sigue no haciendo
nada media hora más. Y los funcionarios cumplidores continúan desempeñando su
tarea con la misma pulcritud. A mí no me tendrían que controlar el tiempo de
permanencia en el puesto. A mí tendrían que auditarme para comprobar mi
rendimiento laboral, comparándolo con los objetivos del puesto que desempeño. Y
verificar si esos objetivos justifican el sueldo que se me paga. La realidad
está tan lejos de esa situación ideal que, como les digo, yo me quiero ir a
Birmania. Y eso que tengo la suerte de tener plaza de garaje en el curre hasta
el 1 de junio, fecha en que ya estará restablecido el servicio de la Línea 8 de
Metro, actualmente cortada. En este momento desconozco cómo hacen para venir a
la Isla de Alcatraz los desgraciados que no fueron favorecidos por el sorteo.
Entre unas y otras cosas hay malestar en el ambiente, en un lugar en el que
todo el que puede pide el traslado. Yo he intentado por todos los medios
trasladarme a Cibeles, pero con mi rango es algo prácticamente imposible. Así
que ajo y agua. Hasta el 19 de febrero de 2018.
En fin, no quiero quejarme más,
que al blog se viene llorado y yo tengo pendiente contarles más cosas de mi
viaje a Birmania, en el que no pude tener la suficiente intimidad para irles
informando sobre la marcha. Lo de compartir habitación proviene de un
malentendido. El bueno de M.A. avisó de que se apuntaba al viaje con un amigo y
los organizadores entendieron que no nos importaba compartir cuarto. En Yangón
intentamos cambiarlo, pero nos dijeron que no tenían habitaciones individuales.
Después ya me acostumbré al asunto y decidí no pelearlo más, porque realmente
mi compañero de cuarto era muy llevadero. RealmenteEn realidad, podría estar un
mes entero contándoles cosas de mi viaje, pero procuraré resumir. Como ya he
dicho, en Birmania conviven muchas etnias, cada una con su lengua y sus características
propias. Estos pueblos llevan siglos en la zona, conviviendo de forma más o
menos pacífica. Más bien poco pacífica. Cada uno tenía sus reyes y andaban a la
greña, pero había una especie de equilibrio ecológico.
Eso funcionó hasta que llegó el
hombre blanco. Los ingleses apoyaron descaradamente a la etnia birmana y le
dieron el dominio sobre las demás. Después se convirtieron en potencia
administradora hasta la guerra de liberación. Pero los birmanos ya no se
apearon de su supremacía. Por ejemplo, otra etnia con presencia propia son los
shan. El estado de Shan, donde se encuentran los pueblos de Kalaw, Pindaya y
Hsipaw que visitamos, es el más grande de los que integran la estructura
federal de Birmania. Tiene una superficie que es la cuarta parte de la total de
Myanmar. Sin embargo, los shan son apenas un 10% de la población. En los
restaurantes en los que comíamos, solía haber una carta de cocina shan y otra
birmana. Aunque las diferencias gastronómicas eran inapreciables. Luego están
los rakhine, que ocupan la zona costera central, pueblo al que pertenece
nuestro guía Khine. Y una etnia que se distingue poderosamente: los pa-o. Los
pa-o destacan por las coloridas toallas que se ponen sus mujeres sobre la
cabeza. Aquí unas imágenes.
Todos estos pueblos practican el
budismo y por la calle se ven muchos monjes con sus cabezas rapadas y sus
túnicas granate. Se trata de unos monjes bastante mundanos, fuman, leen la
prensa, van en moto y comen toda clase de alimentos. De hecho suelen estar más
bien rollizos. Hay también monjas, que van igualmente rapadas, pero llevan unas
túnicas de tonos fresa. En un país tan pobre como este, los jóvenes que quieren
encontrar una cierta estabilidad económica y vital sin complicarse mucho la
vida, tienen a su alcance dos salidas obvia: el ejército o la iglesia. Como
pasaba en España a comienzos del siglo XX. Los chicos que van al seminario, ya
tienen que raparse y ponerse la túnica granate. La iglesia es uno de los
poderes más sólidos del país y no tuvo demasiados reparos en entenderse con la
dictadura militar.
Como han visto en fotos anteriores, las chicas suelen darse en los mofletes una capa de amarillo de sándalo. En los mercados se venden trozos de palo de sándalo, que han de mojarse en agua para conseguir la pasta que se dan. Preguntadas al respecto, nos explicaron que esta costumbre tiene una primera utilidad decorativa, puro maquillaje, coquetería. Y una segunda como protector solar. Pero no deja la piel más suave ni la nutre de ninguna forma. Se les pone también a los niños y la usan igualmente los homosexuales, que no están especialmente reprimidos. Unos retratos al respecto. Ya ven que yo me sumé a la moda.
Como han visto en fotos anteriores, las chicas suelen darse en los mofletes una capa de amarillo de sándalo. En los mercados se venden trozos de palo de sándalo, que han de mojarse en agua para conseguir la pasta que se dan. Preguntadas al respecto, nos explicaron que esta costumbre tiene una primera utilidad decorativa, puro maquillaje, coquetería. Y una segunda como protector solar. Pero no deja la piel más suave ni la nutre de ninguna forma. Se les pone también a los niños y la usan igualmente los homosexuales, que no están especialmente reprimidos. Unos retratos al respecto. Ya ven que yo me sumé a la moda.
Las gentes de Myanmar son
confiadas, alegres, sociables, con rasgos de carácter comunes con los
japoneses, aunque mucho menos urbanos y desarrollados. Son trabajadores, en
realidad no paran en todo del día, continuamente se afanan en las tareas que
les toca desempañar. En los mercados, colocan sus productos perfectamente
ordenados y clasificados, dándole una importancia central a los colores. Por
ejemplo, alguien que vende gambas las presenta en diferentes cestos en los que
reúne por separado las de tonos más amarillos o las más rosadas. Es una
sociedad amable, hospitalaria, colorida y llena de gente que se mueve en toda
clase de vehículos: motos, ciclomotores, carricoches, bicicletas, carros de
bueyes o de caballos, tuk-tuks, furgonetas y cochecitos de todos los modelos,
la mayoría con el volante en el lado contrario al que dictaría la lógica.
Ya se ha hablado sobre la forma
en que peatones ciclistas y vehículos conviven en las atestadas calles de las
ciudades y cómo al tener el volante en el lado derecho, los conductores
necesitan un ayudante para poder adelantar. Pero es que los intermitentes
también se usan al revés. Tú vas detrás de un camión y, si te da la luz de la
izquierda, te está indicando que puedes adelantar. Si te da la derecha te avisa
de que no puedes adelantarle. Yo creo que es más lógica la forma nuestra de
usar las luces, pero lo cierto es que allí lo hacen al revés. Aquí les dejo por
el momento. Que tengan una buena semana. Aprovechen que, como en España no se
vive en ninguna parte.
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