jueves, 7 de julio de 2016

528. Llega la paz a Colombia

Tan focalizados estamos con las venturas y desventuras de nuestro país sin gobierno y de nuestra Unión Europea que amenaza con empezar a desmigajarse (curioso que todos los promotores del Brexit cojan puerta y no se queden a enderezar el desaguisado que que han montado), que hemos pasado por alto un hecho trascendental: la firma de la paz entre las FARC y el gobierno de Colombia, tras un largo camino de negociación auspiciado por Cuba. Es también curioso que el presidente Santos, miembro de la casta política tradicional de Colombia, haya sido el artífice del acercamiento al movimiento guerrillero. Y que su antecesor Uribe, un outsider de dicha casta, haya sido el más feroz enemigo del acuerdo. Algo parecido sucedía en Sri Lanka, cuando yo andaba por allí: era la derecha la que quería un alto el fuego y empezar conversaciones con los tamiles, para que sus negocios pudieran prosperar en paz. Y eran los socialistas, en cambio, los que decían que con esos asesinos no había nada de qué hablar.
Les recomiendo la lectura del artículo que dedicó al tema Joaquín Villalobos, ex guerrillero salvadoreño que ha actuado como asesor en el proceso de paz. Para este experto conocedor del contexto latinoamericano, el acuerdo pone fin a 63 años de turbulencias en aquellas tierras, cuyo inicio él sitúa nada menos que en el asalto al cuartel de Moncada, por un Fidel Castro sin barba, allá por el año 1953, cuando yo tenía dos años. De tal trascendencia es el acuerdo que se ha firmado en La Habana. Pueden consultarlo AQUÍ. Pero yo quiero transcribirles otro artículo que ha publicado en forma de carta (se supone que a una hija, aunque no queda claro) el periodista, sociólogo y escritor colombiano Alfredo Molano Bravo, un hombre que ha dedicado su vida a recorrer su país recogiendo testimonios y opiniones de todos los sectores en conflicto, observando y escribiendo sin pausa sobre ello. No me resisto a ponerles una foto de este señor, siete años mayor que yo, cuyo rostro muestra los surcos y las huellas de la experiencia dolorosa de convivir durante muchos años con la violencia. Abajo, su texto, publicado el pasado 25 de junio en el diario colombiano El espectador. Unos renglones escritos con el corazón y otras vísceras. Este blog se honra en reproducirlo.


        Carta a Antonia, mi amor
                                Alfredo Molano Bravo. 25.06.2016
Mi primer recuerdo de Bogotá —porque sabes que nací detrás de ella— fue un cielo rojo que no era de atardecer sino de llamas. El centro de la ciudad había sido destruido e incendiado por el pueblo furioso contra el Gobierno, al que culpaban del asesinato de su jefe, Jorge Eliécer Gaitán. Yo no había cumplido cuatro años. En La Calera, el alcalde civil y militar, general Amadeo Rodríguez, fusiló en el cerro de las Tres Cruces a unos campesinos que acusó de rojos. Días después, me llevaron a ver el humo que aún salía de las ruinas de casas y edificios en la carrera Séptima. No sentí mi propio miedo, pero sentí el de la gente que miraba. Después, un poco más grande, frente a la Alcaldía de Chicoral —un pueblo de Tolima donde veraneábamos—, vi tirar de una mula el cadáver de un campesino. Fue como oír caer un bulto de ojos quietos y cuerpo ensangrentado. Tarde mi mamá me tapó los ojos.
¡Y desde esos días he visto tanta sangre y tanta violencia! En las carreteras había soldados que a gritos hacían bajar de los buses a los pasajeros para esculcarlos. A mí me daba rabia que no me esculcaran y me trataran como a las mujeres, a las que tampoco hacían bajar. Un día que íbamos hacia Santandercito, en el salto de Tequendama un camión del Ejército golpeó la camioneta en que paseábamos a mi abuela. Rompió la puerta, el espejo, los vidrios. Mi papá, furioso, se bajó a revirarles a los soldados y estos lo golpearon con las chapas de sus cinturones.
En Ibagué, donde teníamos familiares, mis tíos comentaban lo que sucedía en un pueblo cercano llamado Rovira: les cortaban la cabeza a los rojos y los rojos se estaban armando contra el gobierno azul. Tendría entonces tu edad. En San Martín, Meta, que conoces, el mayordomo de unas tierras que mi familia tenía contaba cómo ametrallaban los hatos desde aviones del Gobierno y mataban gente, reses, perros, gallinas. Lo que se moviera. No lo vi, pero vi temblar de rabia al hombre que lo contaba.
En la iglesia de La Porciúncula, donde me llevaban a oír misa mientras yo miraba los zapatos de los fieles, un día, la Policía tiró bombas lacrimógenas adentro. La estampida de la gente, sus caídas corriendo, me hicieron oler por primera vez el terror. Después, también, el júbilo del pueblo con banderas por las calles cuando Rojas Pinilla cayó. Mi papá hablaba de los estudiantes como si fueran héroes de la patria.
En la universidad quise serlo. Queríamos bajar a piedra el cielo a la tierra. Y entonces apareció Camilo… Y desapareció, y lo mataron y siguieron otras muertes y otras. Muertes de compañeros de cafetería, conocidos que murieron para que nosotros no muriéramos. Pero muchos lo hicieron con el morral al hombro y el fusil en las manos. Muchachos tan generosos como los que después me encontré en las costas del Guayabero, que no les temían ni a la noche oscura ni a los ríos crecidos. Fue cuando comencé a escribir sobre ellos y sobre su gente. Escribí deslumbrado, alucinado. No paraba de escribir sobre un país que no se conocía, y de conocerlo, por supuesto.
No eran venidos de otro mundo, no habían caído en paracaídas. Habían llegado huyendo, comiendo mico, tumbando selva. Se defendían y defendían a sus viejos y a sus críos. Por eso me dio tanta alegría ver a esos muchachos —hoy ya no tanto— enterrando la guerra, derrotándola. Dejando el poder de las armas en manos del Estado, confiando en que no volverá a ser usado contra ellos, contra el pueblo —el pueblo existe, Antonia, y así hay que llamarlo—, ni para defender a unos pocos bolsillos de por sí llenos.
Te confieso que he sentido esa alegría plena —esa que llena el pecho y eriza el cuero— tres veces: cuando los guerrilleros del M-19 salieron en avión para Cuba después de haberse tomado la Embajada de República Dominicana, cuando se firmó la Constitución de 1991, y el jueves pasado, cuando las Farc y el Gobierno le dijeron al mundo: Es el último día de guerra en Colombia.
Tú eres el puente entre mi nieto mayor y los menores. Cuéntales a todos lo que ustedes nunca vivirán.

4 comentarios:

  1. Tremendo y sintético texto, bien escrito, sentido y hermoso. Como todos los que trae usted al blog de plumas distintas de la suya. Quedan todavía movimientos armados en activo, como cuenta Villalobos, pero toda Sudamérica camina por la buena senda (quizá excepto Venezuela). La violencia nunca es solución. De todas formas la desigualdad social que existe en muchos de estos países es escandalosa. Mientras eso no se solucione, existirá el riesgo de que aparezcan nuevos movimientos insurgentes.

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    1. Ojalá esa tendencia se consolide. Lo que dice de la desigualdad es cierto, pero también lo es la explosión de creatividad que está teniendo lugar en todo el continente sur, y mire usted solamente la reconversión de la ciudad de Medellín.

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  2. Sigo su bloc hace tiempo y le felicito por la variedad y lo bien escrito que está. He observado, sin embargo, que le sienta bastante mal que los seguidores no se crean algunas de las cosas que cuenta. Yo, a veces, compruebo datos o afirmaciones, pero no es porque no me las crea, ni por fastidiarle, sino porque usted mismo presume de que sus reflexiones son a la carrera y no espera a tener todos los datos, porque no está haciendo una tesis, sino una impresión a bote pronto sobre asuntos de los que no es un especialista (así, lo ha proclamado muchas veces).
    En ese espíritu, y rogándole que no se enfade, le preciso lo siguiente. Alfredo Molano Bravo (cuyo texto es excelente), tiene siete años más que usted, es decir, 72. La anécdota con la que inicia su carta (Bogotá en llamas) sucede cuando él tiene cuatro años, según dice. Es decir, en 1948. Eso deja en no muy buen lugar el artículo de Villalobos. En Colombia había ya revueltas graves cinco años antes de que Fidel Castro asaltara el cuartel de Moncada.
    En realidad, en Latinoamérica llevamos con problemas desde la misma independencia de España, cuando los descendientes de los conquistadores se quedaron con el poder y marginaron a la población indígena. La paz de Colombia es importante, pero el poder y el dinero siguen en manos de los de siempre, en una de las sociedades más desiguales del planeta. La violencia no es solución a nada pero, a veces es la única salida para mantener la dignidad.
    Saludos.

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    1. Bueno, espero no dar tanto miedo. A veces me enfado con los que van de listillos. No podría enfadarme nunca con comentarios como el suyo. Todo lo que dice es cierto y le agradezco que se haya tomado la molestia de hacer una comprobación de la concordancia de fechas, algo que debería haber hecho yo. De acuerdo también con su diagnóstico final. La desigualdad de las sociedades al sur del Río Grande es escandalosa.
      Saludos cordiales.

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