Acabo de llegar de dar una vuelta
al Retiro a trotecito suave. Si han ido siguiendo este blog, sabrán que es algo
que conviene hacer al día siguiente de cualquier carrera, sea maratón, media o
de diez kilómetros. De esta forma se destensan los músculos después del
esfuerzo de la prueba, se eliminan molestias, se combaten las agujetas y, para
el miércoles, uno está listo para continuar el entrenamiento normal. Esto del
trote se hace los lunes al atardecer, porque la mayoría de las carreras son en
domingo por la mañana temprano, para aprovechar la fresca.
No es el caso de La Melonera, que
se corre el sábado a las 18.30, vaya usted a saber por qué, pero para el caso
es lo mismo. Tengo ya que decirles que cubrí objetivos. Después de tanto tiempo
sin participar en una prueba popular, mis objetivos eran dos: 1, llegar a la
meta sin daños en las rodillas y 2, llegar a tiempo de comerme un par de rajas
de melón. La última vez que había corrido esta carrera, llegué cuando los
melones ya se habían acabado, y les juro que da mucha rabia. La marca que hice
no es muy vistosa (1 hora y 2 minutos), pero hay que decir que, según mi smart phone, la temperatura al momento
de la salida era de 30 grados a la sombra y que la mayor parte del trayecto
transcurría bajo un sol poniente todavía veraniego.
Hoy he consultado la página de
clasificaciones y he comprobado que llegué en el puesto 1665, de un total de
2000 inscritos. No está ni bien ni mal: es lo que hay, estoy cerca de cumplir
63, es la primera carrera de la temporada y confío en mejorar mis registros en
las siguientes, con más fresquito y por la mañana. Tengo que añadir que el
recorrido ha mejorado. Han suprimido unas cuestas criminales que te amargaban
la segunda parte del trayecto, sustituidas por un cómodo recorrido de ida y
vuelta por el parque Madrid Río. Así que no puedo escudarme en que la prueba es
dura, etcétera. Se corre a 30 grados, pero no es tan dura como antes.
No es eso lo único que ha
cambiado. Como les conté, la carrera sale de la Avenida del Planetario, frente
al Museo de Ángel Nieto y termina en la Junta de Arganzuela, donde está la meta
y se distribuyen las rajas de melón de Villaconejos. Esta mañana en el curre,
cuando he comentado con los compañeros la historia que estoy a punto de contarles,
he descubierto con sorpresa que muchos no sabían que existía un Museo de Ángel
Nieto. Eso me ha llevado a dudar de mi estabilidad mental, a concebir la
sospecha de que mis recuerdos eran falsos, como los implantes de memoria que
les grababan a los replicantes de Blade
Runner.
El domingo vi en la tele la película
Una mente maravillosa, que supongo
conocen. El personaje que interpreta Russel Crowe (y, con él, los espectadores)
descubre que algunos personajes que le han estado acompañando hasta entonces no
existen, que son inventos de su mente porque padece esquizofrenia. Así que he
pensado: ¿me habré inventado yo el Museo de Ángel Nieto? Al instante, he
abierto la wikipedia y he encontrado las imágenes de la vieja Derbi de Nieto,
que volaba sobre la acera en la puerta del museo. Aquí tienen la imagen (ya ven
que no les engañaba con lo de la triscaidecafobia). Qué alivio.
Porque lo cierto es que cuando
llegué al lugar, más o menos media hora antes de la hora de la carrera, allí no
había museo, ni moto ni ningún corredor listo para salir. Recapitulemos. Como
saben vivo en Atocha. Mi forma de participar en la Melonera tiene una vieja rutina. Salgo de mi casa
vestido de corredor, cruzo la glorieta de Atocha y enfilo hacia el sur por
Méndez Álvaro, primero caminando y luego trotando despacio. Llego al punto de
salida con la musculatura caliente, allí hago unos 15 minutos de estiramientos
y estoy listo para la prueba. Después de la carrera, subo andando hasta mi casa
por Santa María de la Cabeza. También imaginarán cómo es un lugar donde
se aprietan 2000 personas impacientes por echar a correr. Aglomeraciones, murmullo de
voces, altavoces con música, pestazo a réflex y a sobacos agrestes de gama
amplia.
Pues nada de eso había en aquel
paraje desolado. El edificio del museo tenía pinta de estar abandonado, la
pared de ladrillo desconchada, dos muñones metálicos parecían atestiguar la
huella de los soportes que sostenían la vieja Derbi. Y ni un alma. Por no
haber, no había ni siquiera automóviles, los semáforos cambiaban de tono para
nadie, volaban hojas de periódico y una urraca solitaria picoteaba entre las
piedras. Pensé con angustia que tal vez me había equivocado de fecha, que la
carrera sería otro día. O que me había transportado en el tiempo a una época
postnuclear, donde el hombre se había extinguido del todo.
Entonces miré adelante, hacia la
entrada del parque Tierno Galván, y divisé al fondo, al cobijo de unos
ailantos, una sombrilla extendida, bajo la que se resguardaba del sol un
anciano sentado en una silla de tijera, leyendo tranquilamente un libro con una
pierna cruzada sobre la otra. Un superviviente de la debacle atómica. –Disculpe
–le dije, acercándome– ¿no había hoy una
carrera por aquí? –La Melonera –respondió enseguida. Sus ojos me
miraban por encima de las gafas caídas a la punta de la nariz. –¿Y dónde está
la gente? Me miró de nuevo, mesándose la blanca barba y preguntó a su vez: –¿Cuánto hace que no la corre usted?
Por resumir. Hacía cuatro
años que la Melonera ya no salía de allí, sino de la puerta del Hipercor de Méndez
Álvaro, a unos cinco minutos a buen paso. El abuelo tenía una memoria
prodigiosa y era un amante de la precisión: el cambio había sido cuatro años
antes, ni tres ni cinco. Le pregunté si le molestaba que hiciera a su lado mi
tanda de estiramientos y dijo que en absoluto, que le encantaba tener alguien
con quién hablar. Y, desde luego, no paró de rajar en todo el rato. Con la
misma precisión me informó de algunas cosas más. El Museo nunca había sido un
éxito de público, y había empezado a languidecer cuando Gallardón, que era un
cabrón, le había quitado la subvención. Había empezado a cerrar por temporadas
y se había clausurado definitivamente en el mes de junio, no de este año, sino
del pasado. Hacía unos meses habían venido unos obreros a bajar la Derbi del
frontal, porque amenazaba caerse sobre los peatones de puro oxidada. Habían
cortado los listones del soporte con una radial.
Me dijo también que se pasaba
allí muchas tardes porque estaba más a gusto que en su casa. Que había
trabajado en los laboratorios del viejo edificio de Campsa, demolido para
construir la nueva sede de Repsol. Que los pequeños edificios de ladrillo, que
albergaban el museo cerrado y un par de dependencias municipales, eran los
únicos vestigios del barrio que él había conocido. Que vivía en un edificio a
expropiar, en la otra acera de Méndez Álvaro, del que se negaba a irse, porque
la indemnización que le ofrecía la EMV era una miseria. Sus hijos estaban
enfadados con él, porque querían aceptar el dinero y mandarlo a una residencia,
pero él había pedido en su día una tasación independiente y le habían dicho que
la casa valía 30 millones de pesetas. Y mientras no le dieran eso, no se iba.
El único que estaba de su lado era un nieto que se ocupaba de acompañarlo hasta
allí después de comer y por la noche de vuelta.
Antes de irme me enseñó el libro
que estaba leyendo. Trataba de la caída de Lehman Brothers. Con una sonrisa de
complicidad me confió: –Nos están engañando. Dicen que estamos en crisis porque
el Estado tiene un déficit inasumible, que como país estábamos viviendo por encima de nuestras posibilidades y que por eso hay que reducir gastos
(casualmente en pensiones, sanidad y educación). Pero es mentira. El déficit no
es la causa, sino la consecuencia. La causa está aquí (levantó el libro en
alto). –Piénselo –me gritó, mientras me
alejaba–, no lo eche en saco roto. El déficit es la consecuencia.
Crucé Méndez Álvaro y, tras doblar la esquina de un rascacielos, me incorporé al bullicioso grupo
de corredores. Eché a correr con todos, pasé por el túnel bajo el Parque Tierno
Galván sumando mi grito al alarido colectivo y seguí como pude en busca de los melones de la
meta. Me encontré a cuatro conocidos a lo largo de la carrera. En realidad me
encontraron ellos a mí (cuatro veces escuché: “¡Hombre, Emilio, qué alegría
verte de nuevo!”), porque yo iba todo el rato mirando hacia adentro, pensando
en Lehman Brothers y en aquel anciano estrambótico del que tampoco estaba
seguro al cien por cien de que fuera real. Ayer consulté mis fuentes wikipédicas. Justo ayer se
cumplían cinco años de la quiebra de Lehman Brothers. ¿Sería cierto lo que
decía el abuelo de la Avenida del Planetario? ¿Es posible que vivamos sumidos
en una niebla mediática adormecedora, mientras algunos se siguen forrando? Les dejo con la
viñeta de hoy de El Roto. Duerman bien.
¿Un anciano barbudo, y con el culturón de J.L. Sampedro, a la sombra de los ailantos? ¿No será un trasunto del difunto Arcadio Buendía de Cien años de soledad, con el que charlaba Úrsula, su viuda, a la sombra del árbol? O has leído mucho a García Márquez o el calor te hizo delirar...
ResponderEliminarO, tal vez, se trataba del arriero que conduce al hijo de Pedro Páramo hasta el pueblo de Comala en busca de la memoria de su padre, ese que al final, ya a la vista del pueblo y antes de despedirse, le confiesa: "yo también soy hijo de Pedro Páramo".
EliminarDe todas formas, no tenía ese culturón que dices. No leía nada de literatura, sólo libros de los llamados"de divulgación", pero me dijo que era suficiente para entender lo que está pasando. Tendré que ir otra vez a visitarlo, a la entrada del parque Tierno, para ver si ilumina mis tinieblas mentales con su visión precisa y certera.