A falta de otros incentivos para
revitalizar este foro, ya demostrados como fallidos, hoy les voy a regañar a
conciencia, que ya está bien de tanta complacencia. Ya saben que el nombre “filípica”
viene de las broncas que le echaba Demóstenes a Filipo de Macedonia, el padre
de Alejandro Magno. Inicio mi línea argumental, como de costumbre, con una anécdota.
Como les conté, a primeros de septiembre me pasé una mañana con un grupo de
arquitectos daneses y españoles, con los que terminé comiendo en el Matadero y
hablando de temas diversos de actualidad. Creo recordar que ya les hablé de mi
agotamiento tras una mañana intentando entenderme con los daneses en inglés,
algo que, a mi nivel, exige una concentración continua.
Pero no es de esto de lo que les
quiero hablar, sino de una conversación que tuve con ellos. En un momento dado,
abordamos el asunto de la corrupción en España, Bárcenas y cómo Rajoy elude
hablar de este tema sobre el que todos los periodistas del mundo le piden que
se explique. Los daneses estaban informados al respecto, y el resto de mis
paisanos mantenía un discurso crítico homogéneo, en el sentido de “somos la leche,
nuestro país es impresentable, etcétera”. No me gusta esa, digamos,
autocomplacencia en la mezquindad y la mediocridad, y menos en presencia de
extranjeros. Por eso busqué en mi mente alguna forma de defender la marca
España, algo que me salió de forma natural.
Es como si usted, querido lector,
es consciente de que tiene un hijo tonto (disculpe) y se encuentra en medio de
un foro en el que hay gente de su familia y gente de otras. Y de pronto, los
“otros” atacan al chico, y usted comprueba estupefacto que el resto de sus
familiares están de acuerdo en admitir que es gilipollas. ¿No le saldría a
usted la vena de defender las buenas cualidades de su hijo, aunque sepa que es
un imbécil? Pues eso es lo que me sucedió a mí con los daneses. En medio de esa
especie de unanimidad en la certeza de que somos un país de impresentables, me
descolgué con un razonamiento que ya he desarrollado varias veces en este blog
a lo largo de su año de funcionamiento.
Me refiero al hecho indudable de
que nuestros políticos están a años luz de la sociedad civil española, en
capacidad, preparación, sentido cívico y talla personal. Estoy (o estaba)
convencido de que esto es así. Les
comenté a los daneses que en España, los políticos son gente que empieza su carrera
en las juventudes de los diferentes partidos, que luego va poco a poco medrando
en la estructura de dichos partidos, a base de peloteo, seguidismo, obediencia
y adulación, hasta que ya han acreditado un nivel de sumisión suficiente como
para que les den algún cargo de responsabilidad. Entonces demuestran su falta
de brillantez, su mediocridad y su desconexión con la sociedad a la que
supuestamente representan (entre otras cosas, porque nunca han hecho un trabajo
diferente del de políticos).
Respuesta de mi interlocutor: en
Dinamarca es exactamente igual; los políticos empiezan en las juventudes y los
partidos se van deshaciendo de los más críticos y se quedan con los más
sumisos. Acojonante ¿no? Mi primera reacción fue de cierta satisfacción, en
todas partes cuecen habas, y todo eso. Pero el tema tiene mucho más trasfondo y
no he dejado de pensar en ello desde entonces. Porque supongo que ustedes, como
yo, conocen los países nórdicos, Alemania, Holanda o Inglaterra. Pregunta:
¿creen que en cualquiera de estos países se consentiría un espectáculo como el
que estamos dando nosotros, o los italianos? Pienso que no. Al Rajoyson
o Rajoysen de turno ya le habrían dado una patada en el culo. Pero
resulta que sus políticos son exactamente como los nuestros. Qué es lo distinto
entonces. Pues si los políticos son iguales, lo distinto habrá de ser la
sociedad civil. Es decir usted y yo.
En Dinamarca y otros lugares, los
políticos son tan mediocres e impresentables como los nuestros, pero la
sociedad civil no les consiente un nivel de pasotismo y cinismo como el que
vemos por estas tierras del sur. La sociedad de esos países está estructurada,
es solidaria y trabaja para la colectividad. Mi cuñada alemana me cuenta que en
su pequeña ciudad natal se limpiaba el bosque una vez al año para evitar
incendios, alimañas, etc. Era una tarea en la que colaboraba todo el mundo de
forma entusiasta, hasta los niños. Aquí no hacemos eso. Aquí dejamos que el
bosque se llene de zarzas, hacemos barbacoas y no las apagamos bien, tiramos
colillas y papeles estrujados. Y hacemos lo mismo en las ciudades.
Así que (aquí viene el regaño) no
me vale eso de que los de la sociedad civil somos cojonudos y tenemos unos
políticos que no nos representan y no sabemos de dónde han salido. Ese rollo no
cuela. Nosotros también tenemos delito y mucho. Nosotros no estamos
estructurados ni organizados. Somos individualistas, por vagancia y dejadez.
Estamos en nuestro cascarón y no nos movemos por nada. No vamos ni siquiera a
las reuniones de comunidad. ¿Pertenece usted querido lector a alguna asociación
de vecinos, o entidad cívica? No, ¿verdad? Es mucho más cómodo decir que son un
coñazo, que sus dirigentes son unos incompetentes y sus reuniones soporíferas.
Mientras, usted se queda en su casa, abre una lata de cerveza y se pone a ver un
partido por la tele, o a escuchar las bobadas que dice su señora (disculpe otra
vez, pero no creo que sean de mucha más enjundia que lo que se debate en las
reuniones de comunidad a las que usted no va nunca).
Eso si, de vez en cuando nos
indignamos con alguna indecencia denunciada por los periódicos, nos vamos al
bar, proclamamos que somos un país de mierda, invitamos a una copa más y nos
vamos a casa satisfechos, pensando: que majo soy; si a mi me dejaran, lo haría
mejor que el ministro X o el alcalde Y. Arreglamos el mundo en la barra de un
bar y nos retiramos ufanos a nuestro redil. Allí conectamos la alarma antirrobo
y nos sentimos a gusto dentro de nuestro castillo, al fuego de la chimenea, con
las zapatillas puestas y la sensación de que somos unos cracks. Afuera, la
calle está sucia porque nadie la limpia y la gente tira papeles y colillas, se
mea en las paredes y deja cagar a sus perros libremente. Pero a quién le
importa.
¿Dirá usted ahora que no se ha
indignado adecuadamente con el discurso de la Alcaldesa , el del café
con leche? No niegue que bajó al bar a sumarse a las risotadas groseras al
respecto. Pero, ¿se ha esforzado usted en hablar un poco de inglés? Lo dudo.
Porque, si así fuera, sabría que “café con leche” es algo que les hace mucha
gracia a los angloparlantes, igual que “dos cervezas por favor”, “huevos fritos
con salchicha” y otras expresiones que se aprenden de memoria. Si usted supiera
más inglés del que presume, a lo mejor estaría al tanto de que la “o” se
pronuncia en inglés “ou” y se habría reído más al ver cómo la señora Alcaldesa
decía todo el rato “and so” pronunciándolo como si mandara frenar a su caballo.
Así que menos comodidad y más
ayudar. ¿Cómo? No lo sé. Tal vez dando dinero a alguna causa solidaria. O
acudiendo a ayudar a algún grupo de los que reparte comida entre los
indigentes. O montando una brigada de voluntarios que limpie su trozo de acera.
O simplemente extremando su conducta cívica por la calle y afeando la de los
que no lo hacen. Si ve usted a un tipo meando en la pared, échele una bronca.
Puede que se dé la vuelta y le parta la cara, pero todo tiene su riesgo. O
apúntese usted a una asociación vecinal o cívica. O vaya a su reunión de
comunidad y participe activamente, con iniciativas. Ya se han dado cuenta de
que me estoy regañando a mí mismo, no sólo a ustedes. Me molesta la
autocomplacencia en la indignidad colectiva, en paralelo a la dejadez y pereza
individual. Que la gente diga: “los españoles semos así” y se quede tan
tranquila pensando que ya ha hecho bastante. Los españoles semos así, yo no; yo
soy cojonudo. Pues eso ya no vale.
El otro día les decía que Artur
Menos está llevando a su pueblo a la tristeza colectiva y les hablaba de los
serbios. Otro pueblo que se lame las heridas, pensando que su situación no
tiene remedio, es el checo. Estuve en Praga justo después de que se convirtiera
en “viral” un vídeo de su presidente firmando un tratado con Chile y
escamoteando luego la pluma con que había firmado, para mangarla con disimulo
(si lo recuerdan, primero la escondía bajo la mesa, después se la cambiaba de
mano por debajo, pensando que nadie se daba cuenta y, finalmente, se la
guardaba en el bolsillo izquierdo de la chaqueta, con cara de pillo). Pregunté
su opinión sobre este incidente a gente con la que coincidí por la calle o en
bares (en Praga el personal es muy sociable y abierto) y la respuesta más
frecuente que encontré fue encogerse de hombros, esbozar una media sonrisa y
decir: “es checo”. No pasaba nada. Ni siquiera hicieron una manifestación de repulsa
delante del palacio de gobierno.
Ese tipo de actitudes son las que
me sublevan. Así que hala, a arrimar el hombro, que esto lo tenemos que
levantar entre todos.