Egipto es el país clave en el
conflicto que sacude la región del mediterráneo oriental y conviene
conocer su historia para intentar entender lo que está pasando. No vamos a
remontarnos a la antigüedad, calculo que todos han leído la novela Sinuhé el
egipcio. Si alguno de ustedes no la conoce, aun está a tiempo y no sabe la
envidia que me da, por lo que va a disfrutar con su lectura. A nuestros efectos
bastará empezar en la descolonización, el protectorado inglés de finales del
XIX y su sustitución por una monarquía de opereta, similar a la del Sha de
Persia, que dura hasta la mitad del siglo XX. Lo que pasa es que me he puesto a
escribir y, aún empezando tan tarde, la historia de Egipto es tan rica en
acontecimientos que no se puede
comprimir en un solo post. Empecemos.
¿Por qué digo que Egipto es el
país clave? Pues por una razón meridiana: se trata del Estado con mayor
población de todo el mundo árabe, 83 millones de personas. Los militares
egipcios llevan en el poder desde 1952, el año en que derrocaron al rey Faruk. Egipto
era en ese momento un país asfixiado por una deuda económica imposible de
devolver (como Grecia y otros, ahora). El origen de esa deuda está en la
construcción del Canal de Suez, una obra gallardónica
(acabo de inventar el adjetivo), iniciada en 1858, que respondía al interés
prioritario de los países occidentales, hasta entonces obligados a dar la
vuelta a toda África para llegar en barco a sus colonias.
El Canal de Suez se construyó en sólo
9 años, mediante una sociedad franco-egipcia que se hizo con la concesión. Empleó
por primera vez máquinas de excavación especialmente diseñadas para la obra,
que permitieron rendimientos anteriormente imposibles de imaginar (ya empiezan
a ver por dónde va lo del adjetivo). Y, como no podía ser de otra manera, la
cosa generó una deuda en ambas partes, que los franceses no tuvieron gran
problema en ir devolviendo, pero que dejó en la ruina al Estado egipcio (ahora
lo han comprendido del todo). No habían pasado ni diez años desde el paso por
el canal del primer barco, cuando Egipto puso en venta sus acciones, que
rápidamente fueron compradas por la Reina Victoria.
El canal, un punto clave para el
comercio mundial, pasó a control de un consorcio de ingleses y
franceses, que consiguieron que se declarara como zona neutral en 1888, en el
Tratado de Constantinopla, por el que Egipto se convertía además en un
protectorado inglés. Pero esta situación generó pronto protestas locales que
desembocaron en el reconocimiento de Egipto como Estado independiente,
gobernado por una monarquía títere occidentalizante. El protectorado se mantuvo un tiempo,
aun con la monarquía, y no se dio por abolido hasta 1936.
El rey Faruk, último de su
dinastía, es un ejemplo de este tipo de monarquías a imagen y semejanza de las europeas, implantadas de manera artificial en estos países en el momento de
la descolonización. Ya hemos citado al Sha, pero también podríamos hablar de
Mohamed V de Marruecos, Hussein de Jordania, Idris de Libia, Zahir Shah de
Afganistán y algún otro que se me escapa. Reyes que vivían aislados de sus
pueblos que no les apreciaban demasiado, dedicados a su aburrida vida de parásitos
en escenarios del lujo asiático más demodé.
Pero en el basurero más degradado
surge a veces la flor más inesperada y ahora me van a permitir un paréntesis
para hablar de la princesa Fawzia, la hermana pequeña de Faruk, que acaba de
fallecer a los 91 años, en su día conocida como la Venus de Asia y considerada
una de las mujeres más bellas del mundo. En la foto pueden comprobar que no
exageraban. Fawzia era una mujer inteligente, a la que se forzó a un matrimonio
de conveniencia con el Sha Reza Palhevi. Aguantó el rollo durante diez años, en
los que vivió en Teherán y tuvo una hija que aún vive (73 años), pero no
aprendió una sola palabra de farsi (se entendía con su marido en francés), ni
hizo amistad con nadie. Luego agarró el petate y se volvió a Alejandría llevándose a su
hija.
A su vuelta, se casó con un
militar local que le gustaba, pasó a vivir discretamente sin volver a salir en
las revistas y no se movió de allí hasta su muerte el 2 de julio de 2013. Tenía
una vivienda modesta y desde ella seguramente supo de la nueva vida del Sha, de
sus matrimonios con Soraya y Farah Diba y de cómo el imán Jomeini le dio una
patada en el culo de la que nunca se recuperó anímicamente. Ella había sabido
mucho antes que aquella vida de oropel era un camelo y había renunciado a todo
eso. Nada pudo cambiar su determinación, ni el derrocamiento de su hermano, ni
las sucesivas convulsiones de su país, ni siquiera el ruido de la plaza Tahrir
en los últimos años de su vejez. Sólo quería que la dejaran vivir en su querida
Alejandría y la enterraran allí, al lado de su marido.
Tras esta concesión al glamour, volvamos a 1952. Ese año, el
rey Faruk es depuesto por un golpe militar, que instaura la República,
presidida por el General Naguib, cabeza visible del golpe. Entre los
sublevados, un personaje que inicialmente se mantiene en segundo plano, como
vicepresidente del Gobierno: el joven coronel Gamal Abdel Nasser. Un año después,
Nasser ponía al presidente bajo arresto domiciliario y se alzaba a la jefatura
del Estado. Digámoslo ya: estamos asistiendo a los primeros movimientos de uno
de los estadistas de mayor talla del siglo XX, a nivel mundial. Nasser redactó
una Constitución, convocó elecciones que ganó por mayoría holgada y, en 1956,
nacionalizó el Canal de Suez. Con dos cojones.
La respuesta de Francia e
Inglaterra fue declarar la guerra a Egipto, que fue invadido y bombardeado
cruelmente, ataque al que se sumó Israel, que ya empezaba a fanfarronear ante
sus vecinos hostiles. A pesar de la superioridad de los adversarios, la llamada
Guerra del Sinaí no acabó con Nasser, que recibió el apoyo explícito de la
Unión Soviética y se benefició de la indiferencia de los norteamericanos, interesados
en dejar claro que las nuevas potencias después de la Guerra Mundial eran ellos
y los rusos. Además, Eisenhower nunca se había fiado de De Gaulle. A instancia
de rusos y yanquis, la ONU forzó la paz e impuso el restablecimiento de las
fronteras.
Egipto sobrevivió a la agresión y
Nasser se quedó con el control del canal y sin ataduras económicas. Y se convirtió
en el campeón del mundo árabe, un líder adorado en todos los países de la zona.
Nasser no era un simple militar. Era una persona culta, valiente y con un
especial talento para las relaciones internacionales. Ya en la guerra del Sinaí
había demostrado ese instinto, que le sirvió para revertir una derrota militar
en una victoria política. En adelante, se dedicará especialmente al juego de acercarse y alejarse alternativamente a USA y la URSS. El desmarque
de las dos potencias de la Guerra Fría le sirvió para abrir una tercera vía, en
sintonía con otros personajes similares, como Tito en Yugoslavia, o Nehru en la
India. Entre los tres fundaron el Movimiento de los Países No Alineados (MPNA),
una organización que aun existe, aunque ya no tiene mucho fundamento.
El MPNA se alzó como la voz de
los países de lo que entonces se bautizó como el Tercer Mundo. Y Nasser era su líder.
Nunca, desde los tiempos del califato de Cordoba, los árabes se habían sentido
tan unidos en torno a un líder, tan importantes, tan orgullosos de su cultura y
su idiosincrasia. El mundo árabe se sentía inundado por un maravilloso sentimiento
de pertenencia, bajo el liderato laico de este coronel ilustrado al que recibían
en todas las capitales del mundo como a uno de los grandes. A Nasser se deben
otras dos creaciones exclusivas: el socialismo árabe (un marxismo subordinado a
las tradiciones locales) y el panarabismo, que le llevó a crear con Siria la
República Árabe Unida (RAU), una alianza a la que esperaba que pronto se unieran
las demás naciones árabes, formando los Estados Unidos Árabes, fíjense que idea
más extraordinaria. Pero la RAU sólo duró tres años. Los sirios se sintieron en
minoría, ninguneados y despreciados, y pronto se bajaron del proyecto.
Aquí ven su rostro de hierro. A nivel interior, Nasser organizó
un régimen de partido único, fuertemente controlado por el ejército, pero que
funcionaba como un reloj. De hecho es el modelo que copiarán Hafed el Assad en
Siria, Sadam Hussein en Irak y Gadafi en Libia (aunque a éste se le fue la olla
al final). Regímenes fuertes, autoritarios, organizados militarmente, pero también laicos, socialistas, panarabistas, que durante años frenaron al islamismo
radical, que ya empezaba a crecer como una hidra. Nasser era un líder muy querido por su
pueblo, que apreciaba su simpatía, su carisma, su valor. Y, por cierto, Nasser reconoció
el derecho de voto a las mujeres en 1954, casi veinte años antes que la
civilizada Suiza (¿a que no lo sabían?). La mujer egipcia, que entonces no
llevaba pañuelo, no ha vuelto a ser tan libre en un estado árabe. Jamás.
Nasser murió de un ataque al
corazón en 1970. Una desgracia para Egipto y para el mundo. Tenía 52 años y
estaba en plena forma. Su entierro fue una ceremonia multitudinaria que
congregó a numerosos jefes de Estado de todos los continentes, en medio del
dolor unánime de los egipcios. Lo que no sabían era que ya no volverían a
levantar cabeza, como veremos en el tercer post de esta serie.
Digo yo que sería la Venus de África. Y la plaza Tahrir está en El Cairo. Dificilmente se podría escuchar su ruido desde Alejandría.
ResponderEliminarDos fallos poco habituales en sus textos. Parece claro que la extraordinaria mirada de la princesa le ha hecho perder la concentración.
Pues no, era de Asia, porque el apodo se lo pusieron cuando era reina de Persia, momento al que también corresponde la foto, so listo. Y lo de la plaza es una metáfora. A lo mejor escuchaba el ruido por la tele, yo qué sé.
EliminarBueno, está bien que se ría usted un poquito de mí, quien quiera que sea. Un abrazo.