No pretendo abrumarles con toda
esta serie de posts vertiginosamente añadidos al Blog, ya les he dicho que
quiero compensarles por la sequía de textos de la primera quincena de agosto,
pero hay otra razón para esta incontinencia narradora: tengo cuatro notas en
papelitos y el resto en mi frágil memoria. Si no los convierto rápidamente en
textos, se borrarán de mi mente y se desvanecerán en el olvido. De esta forma
quedan ahí reseñados, nadie está obligado a leerlos a la misma velocidad,
pueden dejarlos para más adelante, en la certeza de que el ordenador los
conserva tersos y relucientes allá en su nube digital.
Escocia es tierra llena de
lugares míticos, cuajados de historia. Por ejemplo Saint Andrews, la capital de
la región del Fife, tenida como la cuna del golf. Su campo de golf está abierto
al público. Uno puede internarse por los caminos entre los greens, en donde hay unos vigilantes voluntarios que de pronto te
conminan a quedarte quieto, y has de pararte, porque en caso contrario pueden
hacerte un placaje de rugby. Pensé que todo eso formaba parte de la
parafernalia del lugar para el turista crédulo, hasta que sucedió lo que les
cuento. Por enésima vez nos ordenaron parar. Como no puedes hacer otra cosa, te
pones a mirar a ver qué es lo que está pasando. Allá al fondo del horizonte,
una figura diminuta parecía dar un golpe a la bola. Unos segundos después, la
bola cayó justo en el lugar donde hubiéramos estado nosotros si no nos paran.
¡¡Great beat!! –gritó el vigilante antes de darnos paso. Esa bola podría haber
matado a una persona.
Saint Andrews tiene Universidad,
una Abadía destrozada como casi todos los lugares históricos escoceses, un
cementerio entre la abadía y el mar, y el campo de golf. En uno de los últimos
hoyos hay un puentecito de piedra que salva un arroyo, en donde los turistas se
hacen la foto ritual. Al fondo, tras el campo de golf, la larguísima playa del film Carros de fuego. De esta
zona son originarios, entre otros muchos fifers
famosos, los gemelos que comandan el grupo de rock escocés The Proclaimers, del
que les hablaba en el post #64. Acaban de publicar un disco de recopilación,
cuyos anuncios copan las vallas publicitarias de todo el país.
Otros lugares de interés son el
castillo de Macbeth, al norte, la zona del Speyside, de la que ya les he
hablado, donde están la mayor parte de las destilerías (Chivas, Johnny Walker,
John Dewars), y también el súper famoso Loch’ Ness, de cuyo monstruo imaginario
hay referencias desde comienzos del siglo XX. Y desde luego, el Castillo de
Stirling, ya cerca de Glasgow, escenario de algunas de las mayores batallas con
los ingleses, conmemoradas por el gran monumento en memoria de William Wallace.
Una estatua más modesta, en la misma puerta del castillo, recuerda la figura de
Robert de Bruce, el padre de la gran Escocia de los Estuardo.
De todo esto pueden encontrar
información cumplida en las guías turísticas y en los tratados de historia. Pero yo
quiero centrarme hoy en un personaje secundario, un verdadero anti-héroe de los
que nunca pasan a la posteridad. Me refiero a John Damian el tipo que, nada menos que en 1507, intentó
demostrar que el hombre podía volar si se dotaba con unas alas imitando a las
de las aves. En una de las esquinas del muro que rodea al Castillo de Stirling,
una modesta placa señala el lugar desde el que este visionario inició su vuelo
con las consecuencias que veremos. La placa dice que Damian era el alquimista
del rey Jacobo IV, que siempre creyó haber estado cerca de encontrar la piedra
filosofal, pero del que, varios siglos después, puede afirmarse que estuvo más
cerca de volar que de encontrar ese elemento maravilloso.
Pensamos que en Internet hay
información sobre todo, pero es falso. Ya lo comprobé cuando busqué datos sobre
Liberto, candidato al Nobel (post #140), otro de esos personajes que ocupan el
reverso de la historia oficial y cuyas peripecias tanto me interesan. Como de
Liberto, de John Damian tampoco hay prácticamente nada en Internet. Desde los
albores de la humanidad, el sueño del hombre de volar como los pájaros es una
constante en todas las épocas. Leonardo da Vinci estuvo siempre obsesionado con
el tema y diseñó decenas de ingenios para volar, aunque, que se sepa, nunca trató
de probarlos. Un contemporáneo suyo, el inefable John Damian, medio mago, medio
estafador, al menos lo intentó.
John Damian de Falcuis era un aventurero
de origen italiano que apareció por la corte de Jacobo IV y logró cautivar al
rey con sus trucos de magia y sus habilidades como médico y cirujano,
seguramente autodidacta. Damian
convenció al rey de que era capaz de conseguir el quinto elemento (o la
quintaesencia, el sueño de todo alquimista). Jacobo, que llegó a nombrarle Abad
de Tongland para escándalo de sus clérigos, se gastó enormes sumas del tesoro
real en acondicionarle un gabinete y conseguirle grandes cantidades de los diversos
materiales necesarios para sus experimentos. Eso le valió la ojeriza de los
demás cortesanos, que intentaban en vano convencer al rey de que el tipo era
sencillamente un farsante.
Damian mezclaba obsesivamente
materiales míticos, como aqua vitae (es decir, los espíritus de vino), azogue,
amoníaco de sal, alumbre, litargirio, oropimente, salitre, plata, azúcar,
azufre, estaño, cardenillo, vinagre y blanco de plomo. Buscaba la fórmula que
nunca encontró y de la que siempre creyó estar cerca. En 1507, su figura estaba
cada vez más en entredicho, los nobles tenían ya casi convencido al rey de que
era un farsante, y el monarca le negó uno de sus últimos pedidos. Ese año,
Escocia enviaba por primera vez embajadores a Francia que acababan de partir a
caballo para cruzar en barco el Canal de la Mancha. Damian intentó dar un golpe
de efecto diciendo que, como resultado de sus investigaciones paralelas, era
capaz de volar. Que podía salir volando de Stirling y llegar a París antes que
los embajadores.
El día D, Damian subió a una de
las almenas más altas del castillo, en medio de una gran expectación. Toda la
corte, con el rey al frente, estaba presente. Sus ayudantes portaban una compleja
estructura articulada que permitía el aleteo, íntegramente cubierta de plumas
de águila. Se la ciñó al torso y a los brazos con fuertes correas de cuero y se lanzó al
vacío. Su vuelo terminó penosamente en un pantano cercano, con la suerte de
salir del percance únicamente con una pierna rota. Damian siempre sostuvo que
su estructura era perfecta y que, si no había llegado más lejos era porque,
durante la noche, los cortesanos que le odiaban le habían cambiado parte de las
plumas de águila por otras de pollo, que ya se sabe que no sirven para volar.
Pero su prestigio estaba tan roto
como su fémur y nunca se recuperó. Damian fue objeto de las burlas de toda la
corte y el poeta real William Dunbar le dedicó una serie de versos satíricos.
Sin embargo, hace unos cuantos años, el historiador escocés Charles McKean ha
encontrado nuevos documentos sobre este personaje oscuro y ha llegado a la
conclusión de que estuvo muy cerca de volar, por lo que debe ser considerado
como el precursor del ala delta y otros inventos. En dichos documentos parece
quedar probado que Damian consiguió volar algo más de media milla (unos
ochocientos metros) y que hubiera podido seguir de haberse sometido a un adecuado entrenamiento físico previo. Además,
el hecho de que, al caer de esa descomunal altura, sólo se rompiera una pierna,
sugiere un descenso gradual y una suerte de aterrizaje.
En 1970, el gran Robert Altman
dirigió una película llamada Brewster McCloud, que cuenta un intento parecido
de volar. Interpretada por Bud Cort y una jovencísima Shelley Duval, que debutaba,
este film fue siempre considerado por su autor como una de sus películas
favoritas, aunque no tuvo demasiada difusión, fuera de su presencia en algún
festival europeo. En España se le cambió el título por el más moralista “El
volar es para los pájaros”. Yo la vi en su día en una de las llamadas Salas de
Arte y Ensayo, y me pareció buenísima. No sé si habrá resistido bien el paso
del tiempo, no he vuelto a verla.
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