Estamos a miércoles y aun me
cuesta olvidar las imágenes de la meta del Maratón de Boston. Estuve por allí
este verano. Nos alojamos en el Hotel 140, que está situado en ese número de la
Clarendon street. Cada día, salíamos del hotel hacia el lado izquierdo,
rodeábamos la torre Hancock y doblábamos a la izquierda antes de la Trinity
Church, para atravesar en diagonal la Copley place en dirección a la
Avenida Boylston. Allí rebasábamos la Biblioteca Pública de Boston, para echar
a andar por el lugar donde el domingo estallaron las bombas. Escribo esto
mientras escucho el Famous Blue Raincoat de Leonard Cohen, una canción adecuada
para este día triste. Aquí la tienen, por si quieren ponérsela mientras siguen
leyendo.
Hay que ser muy mal nacido para
planear y ejecutar un crimen como este. El Maratón es una fiesta urbana, en la
que los ciudadanos de a pié se apoderan por un día del espacio urbano. Es una
verdadera heroicidad terminar un Maratón y se lo digo por experiencia. Requiere
una preparación mental de un año entero y casi seis meses de entrenamientos
duros, alternando jornadas de simple rodar, con series muy duras, carreras de tamaño
medio, farlek (que ya les explico otro día lo que es), una planificación
minuciosa de los descansos, la alimentación y casi toda tu rutina diaria.
Es algo que a veces resulta
difícil de compatibilizar con una vida familiar o profesional un poco exigentes.
Pero todo se da por bueno el día en que corres la carrera de una maldita vez y
terminas con un asunto que resulta muy absorbente. Y adictivo también, porque,
aunque todas las veces juras que ya no lo vas a repetir, poco después empiezas
a preparar el siguiente. Para las familias y los amigos es algo que suscita
curiosidad y solidaridad. Por eso van a las tribunas o se sitúan
estratégicamente en lugares con buenos puntos de vista, en donde aguantan el
coñazo de ver pasar a miles de personas anónimas en condiciones climáticas
muchas veces adversas, para acompañarte en el medio minuto de gloria en que te
ven pasar.
Desde el punto de vista del
corredor, la zona de meta es un lugar en el que uno saca fuerzas de donde no
hay y esprinta de manera inesperada, lo que muchas veces te afecta a la cabeza,
de forma que alucinas, ves cosas raras, de pronto escuchas con precisión
inusitada lo que un espectador le susurra a su vecino a cien metros de ti, o te
parece que te mueves a cámara lenta, o ves una imagen lejana con una nitidez
sorprendente, en medio de una bruma que te difumina el entorno. A mí me ha
sucedido ver a una amiga animándome, saludarla y verla otra vez cincuenta
metros más adelante, vestida de otra manera. A día de hoy no sé cuál de las dos
era la de verdad. Que alguien ponga una bomba llena de metralla en medio del
público en ese punto, es algo que excede de mi capacidad de lenguaje. No tengo
palabras.
No tengo tampoco palabras para
describir la emoción que me produce ese corredor Bill Richard, sindicalista del
barrio de Dorchester, cuya familia estaba en la tribuna. Su hijo Martin, de 8
años, es una de las víctimas mortales. Su hija Jane, de 6, ha perdido una
pierna. Su mujer, Denise, tiene daños en el cerebro. No puedo imaginar, qué
haría yo en su lugar. Supongo que el cuerpo me pediría convertirme en un
asesino obsesionado para siempre en la venganza. Pero este hombre tendrá que
reprimir ese deseo, porque ha de cuidar de sus dos heridos y del hijo mayor que
le queda sano. Parece que estaban en la primera fila, como hacen los niños en estas
ocasiones. La explosión les sorprendió desde atrás.
No tengo grandes dotes de adivino
(ha quedado demostrado en este blog en varias ocasiones), pero a mí esto me
huele a asesino loco aislado, al estilo Unabomber. Inicialmente se dijo que
este tipo de atentados indiscriminados son más típicos de los islamistas, que
los nazis del interior buscan matar de forma más selectiva. Pero esta teoría no
se sostiene. Piensen en el noruego que mató a tanta gente hace unos veranos. Y
tengan en cuenta también que se trata de un par de bombas artesanales, hechas
con pólvora y tornillos apretados dentro de una olla a presión. Por eso la
explosión es con humo blanco. Parece que la goma 2 y los explosivos plásticos
generan una humareda más negra.
En el vídeo del instante de la
primera explosión, se ve caer al suelo a un corredor veterano a punto de llegar
a la meta. Allí se queda un rato, junto a los policías que pasan a la carrera,
en esta imagen que ha dado la vuelta al mundo. Se trata de otro Bill. En este
caso, Bill Iffrig, de 78 años, que corría su tercera Maratón. Al principio uno piensa que le ha derribado la onda expansiva. Pero al rato se levanta y sigue
renqueando hacia la meta que está al lado. Tiene una herida superficial en la
rodilla producida por una esquirla de metralla que le ha rozado. Por eso se ha
caído. Este tipo de bombas artesanas no tienen apenas onda expansiva, como
evidencia el hecho de que los otros corredores que le rodean no se caen, sólo
se sobresaltan. Historias individuales del horror colectivo.
A día de hoy, nadie ha
reivindicado el ataque. Otro indicio en el mismo sentido. Los islamistas no
suelen tardar tanto en hacerlo. Así que yo apuesto por la autoría de un colgado
yanqui (uno más de la larga serie de los Tim McVeigh y los dos de Columbine).
Veremos si se averigua algo. De momento, mucha gente piensa lo mismo que yo.
Sólo los de El Mundo no se pronuncian. Están a la expectativa. Tienen aquí una
oportunidad de oro para adherirse a una nueva teoría conspiranoica, como la que
montaron en torno al 11-M. Dos años dando el coñazo con la mochila de las
narices. Abría uno el diario y ¡hala! otra vez la puta mochila.
En fin. Discúlpenme este
paréntesis melancólico. El objetivo de este foro es mantener vivo el ánimo y el
sentido del humor. Lo siento pero hoy no he querido ajustarme a esos
parámetros. Creo que era obligado hacer un pequeño tributo a esas familias
destrozadas por la locura irracional. Como las de Siria y tantos otros lugares. Sólo que
estas me pillan anímicamente más cerca. Les prometo que en el próximo post
recuperaré el hilo.
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