Ya sé que no les interesan mucho
mis percances automovilísticos, pero se lo tengo que contar. Qué quieren que
les diga, juro que no lo hago aposta, que conduzco con la mayor precaución, que
me ajusto al código de la circulación, que cumplo las normas con minuciosidad
exquisita. Pero una mala racha es una mala racha. Les pongo en situación.
Lo de mi trabajo es algo que
también va por rachas. Tras una temporada de baja demanda, ahora sucede que se
me acumulan los bolos, circunstancia que agradezco, porque prefiero estar
cansado que aburrido. Aunque mi actividad de ayer, 3 de abril, de la que no les
voy a dar detalles, rebasó un poco mi capacidad normal de aguante. A las ocho y
cuarto de la tarde estaba despidiéndome de una audiencia a la que acababa de
soltar un rollo patatero (aunque todos me aplaudían con gesto de arrobo).
Saludé brevemente a mis anfitriones y me dirigí a mi viejo Seat Toledo matrícula de
Barcelona, que tenía aparcado en el sótano del edificio. Estaba en el norte y,
por eso de tener el plano de la ciudad todavía en la cabeza, se me ocurrió
tomar La Castellana, la línea recta como forma más rápida de conectar dos
puntos lejanos.
Mi forma de conducir está muy
ligada a mi estado anímico y también influida por la música que me pongo en
cada momento. Si voy con prisa, pongo a los Ramones y al instante empiezo a hacer slaloms entre los
lentos, cerrar a los taxistas y pasarme los semáforos en naranja a toda
pastilla. No era ese el caso ayer. Mi alma estaba en paz. Había cumplido una
jornada laboral difícil, me había dejado la piel en el esfuerzo y lo que quería
era circular despacio hasta mi casa, darme una ducha y servirme un vermú blanco
con hielo, mientras me preparaba una buena cena. Para estas ocasiones suelo
escoger un disco con las canciones más suaves y románticas de los Stones. Es un
CD que me grabó mi amigo Michel Velly, de Nantes, con una selección de sus
temas favoritos del grupo. Así que arranqué, puse a los Stones y empecé a rodar
despacio, sin achuchar a nadie, arrimadito a mi derecha y disfrutando del
anochecer urbano, en medio de un tráfico muy nutrido bajo una llovizna tenue en
retirada.
Había mucha gente caminando por
las aceras, grupos ruidosos de jóvenes de aire belicoso con bufandas blancas y
alguna bandera también blanca. Sonaban cánticos guerreros desafinados. Coches
aparcados hasta en triple fila, iban estrechando el paso hasta dejar un solo
carril libre, indicativo de una noche de gran evento futbolístico: los Cuartos
de Final de la Champion. Con mis bolos vespertinos lo había olvidado por
completo. Qué bien, pensé, pondría la tele al llegar a casa y vería el partido
de reojo mientras me duchaba y me preparaba el vermú. Como no tenía prisa,
aguanté tranquilo el atasco, disfrutando de Ruby Tuesday y otras delicatesen.
Pasado el Bernabeu, la circulación se despejó y yo continué a mi ritmo relax, cruzándome con los últimos hooligans
rezagados. Cerca de Colón rompió a sonar una de las canciones más tiernas jamás
compuestas por los Stones. Se llama Fool to cry, y aquí pueden escucharla mientras siguen leyendo.
La canción habla de un hombre duro, que regresa a casa después de trabajar toda la noche. Su niña pequeña, seguramente rubia y de pelo sedoso, corre a subirse a sus rodillas y le besa. Ante la belleza de la situación, el hombre no puede contener las lágrimas. La niña le dice: Papi, qué pasa. Lo abraza fuerte y le susurra al oído: Papi, eres un tonto de llorar. Es una niña muy pequeña y no entiende por qué llora su padre. Ella identifica el llanto con rabietas y disgustos. Aun no sabe que los mayores también lloran a veces. Y que se puede llorar de felicidad.
En fin. Rebaso la glorieta de
Colón y sigo. Unos metros por delante, un semáforo se empieza a poner naranja.
En otras circunstancias aceleraría y seguiría hasta el siguiente. Pero, en mi
estado próximo al nirvana, canturreando el Fool to cry, con una paz
espiritual idéntica a la del protagonista de la canción tras mi larga jornada
de trabajo, toco suavemente el freno y me paro a centímetros de la raya, con la
satisfacción de las cosas bien hechas. Y entonces…
Hostia. Qué ha pasado. ¿Ha sido
una bomba? ¿Un terremoto? Mi coche está en diagonal, en medio del cruce, la
radio ha saltado al suelo, el motor se ha calado y yo estoy aturdido y sordo.
El cinturón me ha sujetado. No parece dolerme nada, aunque no estoy seguro, con
el shock. No me falta ningún zapato (una vez volqué, hace muchos años, y no
encontraba el zapato izquierdo). Me quito el cinturón, pruebo a abrir la
portezuela de mi lado y ¡Aleluya! se abre con normalidad. Bajo al asfalto. La
ciudad está vacía. Todo el mundo está viendo el partido.
Puedo caminar y retrocedo por la
calzada con pasos torpes y perplejos, como a cámara lenta, sintiéndome
Armstrong en la luna. El viejo Toledo tiene la trasera hundida, pero ha
resistido bien el golpe. Sólo que el parachoques permanece sujeto por el extremo
derecho y arrastra el izquierdo por el asfalto como un palomo herido. Unos
metros más atrás hay un Ford Fiesta blanco con el frontal destrozado, del que
sale un hilo de humo. Huele a quemado y parece como si del aire cayeran
arenillas imperceptibles. Se abre una puerta del Ford y emerge de él otro
astronauta que viene hacia mí con paso inseguro, como con cautela. Es un tipo
joven, ruborizado, despeinado y tan aturdido como yo.
Por un instante se me ocurre decirle
“el doctor Livingstone, supongo”, pero descarto la idea y en cambio pregunto:
–¿Estás bien, tío? S-sí –tartamudea– ¿y usted? ¡Joder! ¿Por qué me tiene que
tratar de usted? No soy tan viejo, coño. Le digo que estoy bien y le pregunto
qué le ha pasado. Me dice que lo siente mucho, pero que no me preocupe, que la
culpa ha sido suya. Estoy a punto de responder “gracias Einstein”, pero me
corto otra vez. Entonces me larga de corrido que el coche es de la empresa, que
le ha fallado el freno y tampoco han saltado los airbags, que lleva pocos días
en Madrid, y no se explica cómo su empresa le ha podido dar ese coche de mierda
y que les va a meter un puro que te cagas. Yo no tengo airbags –respondo. En
principio no me trago eso de que le ha fallado el freno; yo creo que, simplemente, se ha
distraído. Entonces...
¡¡¡yiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!!!
Gran frenazo. Llega un furgón de la policía. Bajan tres, que se despliegan con celeridad, en plan hombres de Harrelson. Dos de ellos se ponen a organizar el escaso tráfico. El que está al mando es muy alto. Un auténtico cabo de gastadores. Hércules provisto de cuaderno, bolígrafo y pinganillo en la oreja. Con vozarrón potente, se interesa por nuestro estado de salud. Yo digo que estoy bien. El otro también, pero duda. El gigante le aprieta las tuercas con su voz de trueno: o está bien o no lo está. Entonces el tipo dice que el volante le ha dado en el pecho y que le duele un poco al respirar y vuelve a quejarse de que no le han saltado los airbags. El cabo de gastadores concluye: “Entonces es un dos-diez”. Se toca un micro que lleva oculto en la camisa y le dice a voces: “DOS-DIEZ EN RECOLETOS ESQUINA BÁRBARA DE BRAGANZA, REPITO DOS-DIEZ EN RECOLETOS CON BÁRBARA DE BRAGANZA. EL OPERATIVO DE COSTUMBRE, EL SAMUR Y UN PAR DE GRÚAS”. Le han debido de oír hasta en Cibeles.
Uno de los otros es una mujer.
Con suavidad aduce: “A lo mejor basta una grúa”. Se refiere sin duda a que mi
coche debe de tener el motor intacto. Pero con el parachoques arrastrando no
puedo circular –le digo. Eso tiene solución –contesta. Vuelve al furgón y
regresa con unos alicates y un rollo de alambre. Le ayudamos aguantando en alto
el parachoques, mientras ella le da varias vueltas de alambre. Lo deja justo
para que no arrastre. El punto práctico femenino. Hércules me advierte que no puedo irme hasta
que él lo autorice y que, en esas condiciones, solamente puedo circular hasta
un taller. Le digo que llevaré el coche hasta mi garaje y mañana buscaré taller.
Vuelve a lloviznar y casi no
circulan coches. El causante del siniestro sigue disculpándose conmigo todo el
rato; ahora me dice que seguro que yo tenía prisa por llegar a casa y que le
sabe mal haberme fastidiado por segunda vez diciendo que le dolía, que él no pensaba
que fueran a llamar al SAMUR y todo eso. Es un capullo, él sabe que no le duele
una mierda, pero me da pena el apuro que está pasando. Con ánimo de suavizar la
situación, digo: –No te preocupes, hombre, mi único problema es que seguro que
ya me he perdido el primer gol del Madrí. Entonces el gigante brama con su voz
más estentórea: –NO, EL PRIMERO Y EL SEGUNDO, PORQUE VAN DOS-CERO. Le miro
perplejo y entonces me guiña un ojo mientras se da unos golpecitos en el
pinganillo de la oreja. ¡¡Estaba oyendo el Carrusel Deportivo!!
El resto no tiene mayor interés.
Llegó el SAMUR, certificó que el tipo del Ford Fiesta estaba perfectamente, nos
intercambiamos los números de póliza y de móvil y el cabo de gastadores me
extendió el parte sin daños personales para que lo firmara y me autorizó a
largarme sin esperar a la grúa. Llegué sin problemas al garaje, y a casa con tiempo
de cumplir el programa previsto y ver el tercero del Madrí. Esta mañana me
dolía un poco el cuello, pero me he tomado un ibuprofeno y me ha mejorado. Así
que, como decía mi madre en estas situaciones, que todas las desgracias sean como
estas.
Pues estás bueno, Emilio; todavía no te has recuperado del levantamiento de caja y ahora, esguince cervical. Si te dedicaras al toreo, te llamarían "el Niño del Ibuprofeno". Y encima, panea el Madrí y los del "Depor" son todo menos "deportivos", que han dado leña a los pobres zaragozanos que estaban comiendo tranquilamente antes del encuentro. Ya te digo, vaya con la hospitalidad de los coruñeses.
ResponderEliminarHoy he vuelto a correr por el Retiro y no hay rastro de mis dolencias cervicales y lumbares. El ibuprofeno está olvidado. Respecto a lo otro, no vas a conseguir que entre al trapo. En todas partes hay descerebrados e impresentables. No vas a descalificar por eso a la ciudad entera de La Coruña (donde nadie es forastero), ni la hazaña que está protagonizando su equipo, arropado cada domingo por 35.000 personas que van al campo a animar al colista de primera división para que salga del agujero (en una ciudad de 200.000 habitantes). Es algo que nunca se había visto antes (lo más parecido, lo de La Mareona en Gijón, era un juego de niños al lado de esto). Te podría responder que los del Zaragoza "algo habrán hecho", como suele decirse. Pero no lo pienso, es sólo para chincharte un poco, como me has hecho tú a mí.
ResponderEliminarDesde la infausta mudanza no había vuelto a leer tu blog. Vuelvo al buen camino.
ResponderEliminarHe abierto uno al azar y ha salido este. Ya sé que está de más decirlo y quizás no debiera hacerlo, o no sea este el lugar, pero me parece un artículo magnífico, sobre todo la primera parte. A mi manera de ver de lo mejor que has escrito.
Con insana envidia, enhorabuena de un casi ágrafo.
Gracias, yo me he divertido mucho escribiéndolo. De ágrafo, nada, te expresas muy bien por escrito y esto es cosa de ponerse, practicar e ir aprendiendo. No tiene demasiado mérito. Admito que es algo un poco más complejo que conducir, o correr, pero no mucho más. Me encanta que sigas el blog y que entres a comentar. Lo que siento es que no se anime más gente.
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