El amigo Groucho, que hace un
tiempo que no prodiga por aquí sus comentarios, me pidió en uno de los últimos
que escribiera algo sobre el Bar El Avión, de Madrid, uno de los lugares
míticos de los 70, donde solíamos acabar la velada los noctámbulos urbanos, en esa época crepuscular del franquismo más tardío, en que los
estudiantes de provincias estirábamos la escueta paga, intentando captar algo
del ambiente alcohólico y decadente de una capital aislada del mundo, en los albores
de la improbable y nebulosa transición que se intuía.
Eran, aquellos, años de
interregno entre el racionamiento y el estraperlo felizmente olvidados y la
explosión de la democracia, entonces apenas vislumbrada. Años en que la
cosmopolita Barcelona iba por delante en todos los ámbitos culturales, incluido
el mundillo del rock and roll (yo hice dos viajes en tren a Barcelona para
escuchar respectivamente a Elvis Costello y Bruce Springsteen, que sólo tocaban
allí). La capital se rezagaba en un marasmo de inmovilismo casposo y carcunda,
en el que reinaban personajes como Don Camilo José Cela, Gloria Fuertes, Umbral
o los directores del cine del destape. A todos ellos era frecuente encontrarlos en
El Avión.
Con la democracia, cambiaron las
tornas, la capital se embarcó en la llamada movida y Barcelona cayó en
las garras del nacionalismo más provinciano, del que huyeron personajes como
Loquillo o Boadella y, sobre todo, el gran Jaume Sisa, asfixiado (en sus
propias palabras) por la cantidad de señas de identidad que flotaban en el
ambiente. El Avión sobrevivió, según leo en las escasas referencias que he
encontrado en Internet, hasta el año 1994, en que se cerró de forma definitiva.
Hace casi veinte años ya. No he conseguido ninguna foto del interior de aquel lugar,
donde también se tropezaba uno a Sabina, Víctor Manuel, Ana Belén y otros
elementos ligados a la progresía y el runrún antifranquista.
Porque, si algo distinguía a este
lugar único, era su carácter mixto, el pelaje mezclado de sus clientes fijos y esporádicos.
Allí coincidían fachas de gabardina con izquierdistas de taberna, jóvenes
ávidos de nuevas sensaciones con viejos bujarrones y actores retirados,
estudiantes de Bellas Artes con opositores a notarías, rojos represaliados con
supervivientes de la División azul, monosabios y banderilleros con suecas y
norteamericanas relucientes. Y todos ellos se toleraban y, a veces, se animaban
a cantar a coro, sobre el fondo de piano del gran César, un virtuoso al que un
desgraciado accidente de juventud apartó de los grandes salones de la música
clásica y recluyó en aquel antro de borrachos, en donde sonreía y fumaba todo
el rato mientras sus manos volaban gráciles sobre el teclado.
Desconozco la historia anterior
de El Avión; se cuenta que durante la guerra era lugar de reunión de los
aviadores republicanos y por eso estaba decorado con avioncitos de hojalata que
colgaban del techo en algunos rincones, y viejas láminas amarillentas con
imágenes de los primeros aeroplanos. Pero no he podido confirmarlo. Lo que sí
parece cierto es que su penúltimo desempeño fue como puticlub de medio pelo, en
sinergia con los cercanos antros de la calle de las Naciones, a que hace
referencia Cela en alguno de sus libros.
El Avión estaba en los impares de
la calle Hermosilla, una vez cruzada Conde de Peñalver. Se accedía al local por
una puerta velada con un pesado cortinón de terciopelo rojo que daba fe de su
antiguo carácter de templo del vicio y la lujuria. Empujando el cortinón, se
entraba en un escueto hall al que ya llegaban los alegres sones del piano. A la
derecha, estaba el perchero, regentado por una señora mayor bastante pintada,
que te vendía tabaco y recogía tu abrigo a cambio de una ficha de latón.
Enseguida ingresaba uno en el ambiente de las viejas películas en blanco y
negro, como Casablanca. El lugar tenía un punto colonial, con sus
butacones desgastados, su luz mortecina, sus paredes pidiendo a gritos una mano
de pintura y sus viejas láminas de aviones. Había un ruido considerable, porque
allí ya llegaba la gente bastante cargada de alcohol y, en las horas punta, el
personal seguía entrando aunque no hubiera sitio y se apretujaban sin dejar de
vocear y fumar en un ambiente espeso en el que no se pasaba frío. Tal vez tenía
ventiladores de techo, no estoy seguro. Lo que sí puedo afirmar es que el
concepto “aire acondicionado” era por entonces sólo un sueño, de cuya veracidad
se dudaba.
La gente venía cenada, porque lo
único que había para comer eran inmensos platos de pipas y kikos. En esos años
la cerveza no se tomaba como copa de después de cenar. En El Avión, lo normal
era pedir gin-tonics y cubatas, ambos de un garrafón infernal. Lo que pasa es
que por allí recalábamos también algunos estudiantes y poetastros de escaso
pecunio, que pedíamos tímidamente una cerveza y nos abalanzábamos sobre las
pipas, porque nos habíamos saltado la cena. Las cáscaras se tiraban al suelo,
que era de madera vieja, de esos en los que se echaba serrín por las mañanas
después de fregarlo con lejía.
César merecería un post exclusivo
para él. Era mayor, de frente despejada, pelo escaso bien planchado, pantalón
gris y chaqueta azul marino de codos brillantes. Tocaba una tras otra melodías
clásicas, estándares americanos, foxtrots,
boogies y lo que le pidieran. No
miraba nunca el teclado, sobre el que sus manos volaban con el virtuosismo de
un Renato Carosone. Sostenía un
sempiterno cigarrillo en la comisura de la boca, sonreía medio guiñando un ojo
por el humo y solía tener las perneras nevadas de ceniza. Siempre estaba
contento, aunque cargaba a sus espaldas una historia trágica. Se contaba que
había sido el número uno de su promoción en algún conservatorio de prestigio.
Pero un día resbaló subiendo a un tranvía y las ruedas le segaron una pierna.
El accidente truncó su carrera, la novia que tenía le dejó y su vida se vio arrasada en un naufragio que dio con él en las costas de la noche madrileña.
Tocaba medio de costado, porque
tenía una pata de palo. De vez en cuando se tomaba un descanso, ponía un disco
de vinilo y salía a la calle a tomar el aire fresco. Pero sucedía que el
habitáculo del pianista estaba al lado de la barra y, para salir de él, no
había más remedio que pasar por una gatera bajo el mostrador, cubierta con un
tablero levadizo, a menudo lleno de platos y copas y clientes apoyados. En esas
ocasiones, César avisaba que salía, se ponía de espaldas al hueco, se agachaba
y sacaba primero la pata de palo en horizontal, lo que provocaba que tropezaran
con ella los clientes poco atentos, con resultado de maldiciones y cagamentos estentóreos del
afectado que, una vez fuera, recuperaba la sonrisa y se dirigía renqueante al
exterior en busca del aire puro de la acera, en donde enseguida encendía otro
pitillo.
A medida que avanzaba la noche,
los borrachos tardíos pedían melodías conocidas e improvisaban letras apócrifas
del estilo: “y todo a media luz / y sin ventilación / mujeres en
pelotas / bailando el rocanroll”. Se cuenta que algunas noches César alcanzaba tales niveles de genialidad que era sacado a hombros por la puerta, y paseado por la calzada de Hermosilla con la pata de palo apuntando al cielo. Cuando la noche decaía y uno tiraba la
toalla en el empeño de tener algún encuentro mágico, era el momento de salir
afuera, canturreando por las aceras desoladas, en busca de una cama fría en una
habitación barata que apestaba a tabaco, donde se gestionaba la resaca del
garrafón en espera de un día con mejor suerte.
El bar cerró en 1994, cuando la
veterana pareja que lo regentaba perdió el pleito que sostenía con los propietarios, que
no querían renovar el alquiler, seducidos por oscuros intereses inmobiliarios.
Intereses que parece que finalmente no llegaron a buen puerto. Porque, según
comprobé hace unos días, en el lugar sigue habiendo un solar, cerrado con un
murete anterior a la actual crisis. Las fotos que ven las saqué con mi
móvil. César murió cinco días después del cierre. No pudo soportarlo. César era
El Avión y El Avión era César. Su amigo el cantautor Ricardo Cantalapiedra le
dedicó la sentida necrológica que aquí les adjunto.
http://elpais.com/diario/1994/04/16/madrid/766495492_850215.html
No se pierdan tampoco el homenaje que le hace otro amigo, "Espérame en el cielo", al que pueden acceder pinchando en el link que aparece en el lado izquierdo del artículo de Cantalapiedra.
No se pierdan tampoco el homenaje que le hace otro amigo, "Espérame en el cielo", al que pueden acceder pinchando en el link que aparece en el lado izquierdo del artículo de Cantalapiedra.
En su libro Museo de Cera
(Renacimiento-2002), José María Álvarez le dedica el poema Suicidio en un
café cantante con estos versos de métrica emboscada:
A don César
pianista de El Avión
que al verme entrar,
tocaba
“As time goes by” o
“Lili Marlene” y cuando me veía
muy borracho, “Blues
en Si bemol”
como Fats Waller
Mi blog está abierto a cualquiera
que haya tenido la suerte de visitar este lugar único y quiera entrar a
relatar sus recuerdos o sus anécdotas. Y que me indique si algo de lo que
cuento es erróneo. Ya digo que en Internet no hay casi nada y mi memoria me
juega a veces malas pasadas.