Siento defraudar al lector, pero
no voy a contar demasiadas anécdotas de los tiempos prehistóricos en que
Isaías El Metralleta era chofer del viejo Departamento de Planeamiento.
El hombre está todavía en activo, le queda poco para la jubilación, y no es
cosa de poner en peligro su trayectoria hablando más de la cuenta. Bastará
decir que Isaías había sido conductor de la policía antes de sacar la plaza del
Ayuntamiento, que también hacía bolos como especialista de rodaje de películas
de acción, sobre todo escenas de persecuciones, y que esa doble experiencia le
permitía saltarse los atascos con mañas no siempre ortodoxas, habilidad que
sólo ejercitaba en casos de fuerza mayor, porque el resto del tiempo era un
conductor pulcro, respetuoso con las normas de tráfico y caballeroso con los demás
automovilistas.
Tirábamos de él cuando debíamos
hacer alguna visita de campo, para comprobar in situ las condiciones reales de
una zona antes de emitir el informe correspondiente. Yo me hice enseguida amigo
suyo, aunque nunca conseguí que me tratara de tú. Me gustaba sentarme con él en
el asiento de delante y darle palique. A veces le pedía su opinión sobre el
solar o edificio que íbamos a ver. Unas opiniones siempre basadas en el sentido
común, que al principio me escatimaba, hasta que estuvo seguro de que no quería
tomarle el pelo. Cuando acabábamos nuestro trabajo, solíamos rematar con un
café o una cerveza. Isaías conocía todos los bares de los distritos periféricos
y sabía dónde encontrar las mejores tapas y las raciones más abundantes (aunque
tenía una predilección por asaduras, zarajos y gallinejas, que yo no
compartía). Después se fumaba uno de sus minúsculos puritos Rosli y nos
volvíamos.
El jueves 31 de enero, como no
podía ser de otra manera, encontré a Isaías muy envejecido. Mantenía su planta
de galán cinematográfico, su porte orgulloso, su rostro duro, su sonrisa de
medio lado, su aire a Victor Mature, pero se le veía más cargado de hombros,
con los trazos verticales de sus mejillas mucho más marcados, su habitual corte
de pelo de marine suavizado por las canas y una gimnasia gestual más
dubitativa, efecto de las sucesivas derrotas de la edad. Me pidió que abriera
el capó del coche, lo examinó a distancia y pronunció una de sus frases
legendarias: –¿Cuánto hace que no le revisas el bendix?
Pusimos unos carteles de
“averiado” en el salpicadero y el cristal trasero, nos subimos al coche oficial
y nos encaminamos a la Junta. Llamé a Nicasio y a la Mutua a decirles que
esperasen instrucciones. Primero tenía que asistir al Consejo. Luego ya
veríamos. La Concejala del Distrito se estaba fumando un pitillo en la calle, a la puerta de
la Junta. Nos reconocimos también y me saludó con afecto. La Concejala es una
señora mayor de pelo blanco crespo, que lleva muchos años al frente del
distrito y se conoce al detalle los problemas de cada uno de sus vecinos, con
los que mantiene una comunicación fluida. Me conoce de otros Consejos y, antes
de entrar, me ha prevenido de que las sesiones suelen ser tranquilas porque los
vecinos son pacíficos y educados, con la única excepción del Lucinio, que es un
broncas, pero a ese ya le ata corto ella.
Traigo un power point con las grandes líneas de lo que les tengo que contar,
pero antes de que rueden las imágenes, me parece necesario aclararles que el
planeamiento es algo que se refleja en un documento, es decir, en unos papeles.
Nuestro trabajo como técnicos se termina en la confección de ese documento.
Pero, para que esas directrices pasen de estar en un papel a hacerse realidad, se
requiere luego impulso político, capacidad de gestión y apoyo financiero. Si no, no sirven para nada. A
continuación les muestro las imágenes que traigo. A mitad de presentación
aparece el Lucinio, que se sienta con mucha prosapia en una silla libre a la
izquierda. A él también lo reconozco: el recalcitrante habitual que se queja de
todo. Ya me ha tocado sufrirlo más de una vez. Lo que pasa es que no me
acordaba de su nombre. El problema del urbanismo y la participación ciudadana
de los barrios es que no hay renovación generacional. Los jóvenes están a otra
bola. Durante años he participado en foros de este tipo con la sensación de ser
el más joven de la reunión. Lo terrible es que, con más de sesenta, sigo
teniendo esa sensación.
Al final, ruegos y preguntas. El
Lucinio se lanza a la yugular. Ya está harto de que le vengan con milongas, ya
le contaron el Plan del 97 (puede que se lo contara yo) y él se ilusionó y
participó. Resultado: nada de nada. Después lo mismo con la Agenda 21, el Plan
Estratégico de Movilidad Ciclista y el Sursum Corda en patinete (sic). Todos igual: planes
fastuosos, bonitas intenciones y cero realidades: todo se queda en el papel. La
Concejala interviene y le dice que es un maleducado, que si hay una primera
convocatoria a las 6 y una segunda a las 6.30, es una falta de consideración
con los demás que llegue a las 7 y encima dando lecciones a todo el mundo. Que
Don Emilio ya ha aclarado esa cuestión al principio, lo que pasa es que él no
estaba y ahora que no diga.
El recalcitrante y la Concejala
son viejos enemigos políticos que, en el fondo, se respetan y se tratan con la
familiaridad de esas parejas veteranas que se pasan el día peleándose. El tema
ha quedado, como de costumbre, en tablas y a mí se me ha autorizado a marcharme.
Isaías me esperaba fuera. Llamé a la Mutua y me dijeron que en cuarenta minutos
tenía una grúa en el lugar indicado por mí. Como había tiempo, me tomé un café
con mi viejo amigo. Me contó que le faltan dos meses para jubilarse. Que ha
pasado por innumerables destinos. Que esta Concejala es buena gente y está a
gusto con ella. Pero que, echando la vista atrás, ningún tiempo como los
años de Planeamiento.
Luego me llevó hasta mi coche
aparcado en el arcén, esperó a que viniera el grueiro, y se despidió con un sentido abrazo. Puede que ya no lo
vuelva a ver nunca. Lo de grueiro es
literal: el tipo que se bajó del camión grúa con movimientos simiescos y un
aire que recordaba a Xan-das-Bolas, tenía un acento cerrado de gallego del
interior. ¿Y luego usted de dónde es? –le pregunté. Ay, señor, yo soy de Cospeito,
Lugo. Pues yo de La Coruña. ¡¡Arre coño!! Allí sí que se vive bien, y no aquí
con este frío. ¡¡Arre carallo!!
Por resumir: la Mutua me cubría
el traslado hasta el taller de Seat-Volkswagen más próximo. Con un máximo de
treinta kilómetros. Lo que pasa es que mi paisano el grueiro sabe de la vida, y él trabaja de autónomo para la compañía y más por libre. Ay, sí, señor, y le
digo una cosa: si yo me limito a cumplir estritamente
el contrato, lo siento mucho, pero yo le tengo que llevar al taller más próximo
y aquí paz y después gloria. Como usted sin duda sabrá, a esta hora los
talleres están cerrados, habrá que aparcarlo cerca, eso si encontramos un sitio,
y mañana usted tendrá que coger un taxi a primera hora, venir cuando abran el
taller a contarles lo que le pasa al coche y perder la mañana, en la seguridad
de que se pondrán con su coche el último, cuando hayan arreglado los de los
clientes habituales, las cosas como son.
Peeeeero… Peeeeero, esa serie de
desgracias presuntas se podía evitar si yo estaba dispuesto a pagarle la
diferencia de trayecto hasta mi taller habitual, que sin duda tendría, en donde
seguramente podría dejarle la llave al jefe en algún escondite, de forma que
mañana yo me desentendiera del tema dejando el coche en buenas manos. Por
supuesto también tendría que pagarle el trayeto de vuelta hasta su casa. Pero,
si yo no quería, ahora mismito él tiraba de gepeese,
buscaba un taller y me dejaba allí tirado. Como ven, un lince. Para que luego digan que
los gallegos no son espabilados. Le dije que me parecía bien. Cuando le aclaré
que mi taller de cabecera estaba en Sevilla la Nueva, se puso contentísimo. Me hizo
un precio, según él, de paisano, y tuve que aceptar. Nos dimos la mano y sólo
entonces empezó su trabajo de subir el coche al remolque.
En fin. Nicasio estaba ya en un
bar tomando cañas, cuando lo llamé para que me explicara dónde debía dejarle la
llave. El resto del jueves transcurrió sin sobresaltos. El avispado grueiro se pasó todo el viaje despotricando
de futbol y poniendo verde a Mourinho. Dejamos el coche en la puerta del taller
de Nicasio, y luego tuvo el detalle de acercarme a casa sin sobrecoste. Me
creerán si les digo que caí en la cama agotado.
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