Mis followers se parten el culo de risa con las aventuras
automovilísticas que les cuento, porque saben, por el sentido general de este
Blog, que no les voy a abrumar con ningún asunto especialmente dramático, sino
que les voy a obsequiar con el relato de mis pequeñas tribulaciones cotidianas,
hilarantes de puro ridículas. El lector tiene además la ventaja de que, por mi
tono, intuye que todo va a acabar bien, pero a lo largo del incidente yo no
tengo esa certidumbre y les juro que a veces las paso canutas. Hecha esta
salvedad, les cuento lo que sucedió el jueves.
Debía yo ese día intervenir en el
Consejo Territorial del Distrito X, para explicar el proceso de Revisión de
Plan General, en el que está inmersa el Área de Urbanismo para la que trabajo.
Los Consejos Territoriales son un órgano de participación ciudadana, presidido
por el concejal del Distrito y del que forman parte representantes de
asociaciones de vecinos y otras entidades de la sociedad civil, así como
ciudadanos que lo solicitan a título individual. Se reúnen periódicamente en la
Junta de Distrito, en sesiones a veces públicas, para debatir sobre los temas
que afectan al distrito. En ocasiones se adoptan acuerdos no vinculantes pero
que, si están suscritos por unanimidad, pueden llegar a hacer cierta fuerza.
Estos consejos empezaron
celebrándose por la tarde, porque se daba por sentado que los representantes
vecinales tenían trabajo y sólo podían venir al salir. Mi experiencia en este
tipo de foros me indica que, últimamente, esos esforzados ciudadanos son casi
todos jubilados. Sin embargo los consejos se siguen celebrando a las 18.30 por
mantener la tradición. Ese día, el concejal de turno viene dispuesto a quedarse
discutiendo temas nimios hasta las tantas de la noche y mentalizado para
ejercitar largamente la virtud de la paciencia. Cuando hay un invitado que
viene a contar un proyecto municipal, como el Plan General, suelen cederle el
primer turno. Luego lo invitan amablemente a irse o quedarse según su voluntad.
Yo siempre me voy.
El jueves, terminé mi jornada
matutina y me fui a casa a echar una cabezadita, de acuerdo con la costumbre de
Casares Quiroga (#84). Luego me vestí, me puse mi mejor corbata y me monté en
mi viejo coche de matrícula de Barcelona. Me pareció que la calle O’Donnell era
un buen camino, prolongado luego por el llamado retúnel (que cruza por
debajo del túnel de Doctor Esquerdo). Llevo puesto un disco suavecito de Norah
Jones y circulo tranquilo, por el carril de la izquierda, con un tráfico
bastante fluido. Una cuesta arriba, un semáforo que se pone rojo y me paro. El
coche hace una serie de ruidos menguantes, remata con una especie de eructo y
se apaga. En el garaje me había costado un poco encenderlo, pero no esperaba
que se parase.
Intentos repetidos de arrancar,
todos fallidos. El semáforo se pone verde. Subo el freno de mano, pongo el
doble intermitente y me bajo. Coro de bocinas, grandes cabreos, los de detrás
intentan salirse a su derecha, los del carril contiguo aceleran para impedírselo,
dos casi se dan un golpe, lo normal. Sensación de impotencia. Algo tengo que
hacer. Tiro de manual mental: lo primero, ponerse el chaleco amarillo. Me queda
un tanto holgado y los faldones se remueven con vida propia, mecidos por el
vientecillo serrano. Hace un frío que pela. Lo segundo: armar el triangulo rojo
y ponerlo a cierta distancia. Corro por la mediana cuesta abajo entre la
indiferencia de los conductores de ambos sentidos, lo sitúo en el suelo y
regreso andando.
De manera automática, aparece un
móvil en mi mano: nadie se va a parar a ayudarme, no hay ningún peatón y tengo
que llamar a pedir socorro. Además, estoy a media hora de que empiece el
Consejo Territorial. Llamo a Nicasio, mi mecánico habitual. Nicasio era segurata
de la Gerencia y me resultaba muy cómodo: yo le daba las llaves, él se llevaba
el coche al taller y me lo devolvía revisado. Ahora que se ha jubilado de segurata,
sigo llevando el coche a su taller, porque es mi amigo y nadie me lo deja como
él. Lo que pasa es que el taller está nada menos que en Sevilla la Nueva, más
allá de Navalcarnero. Me contesta enseguida:
–¡¡¡Don
Emilio, cómo le va, hombre!!!
–Nicasio,
joder, que estoy tirado en O’Donnell, en el carril de la izquierda y no me
arranca el coche.
–No joda. ¿No
se le habrá quedado sin gasolina?
–Qué va. Lo
llené ayer. Nicasio, que estoy aquí en el puto medio, con una prisa de la
hostia y un chaleco amarillo puesto, coño, me he puesto un chaleco amarillo y
no se para nadie a ayudarme.
–A ver, Don
Emilio, lo primero, no se ponga nervioso. Dígame una cosa. Cuando intenta
arrancarlo, ¿qué ruido hace? ¿Hace: chiquichiquichiquichiquichiquichí? ¿O, por
el contrario, hace: uó, uó, uó, uó?
–¡Joder, Nicasio! Yo creo que hace uououó.
–Entonces no
falla: se ha quedado sin batería. Eso se arregla fácil, se la miramos aquí, se
la recargamos y, si está muy mal, se le cambia.
–Sí, pero
ahora ¿qué cojones hago?
–Hombre, si
usted quiere, ahora mismo le mando una grúa, pero ya le digo que no va a llegar
antes de una hora. Si tiene tanta prisa… ¿Usted no es de la Mutua? Llámeles al
teléfono de emergencias. Ellos se la van a mandar antes, la grúa.
En fin. Llamo a la Mutua. Tengo
que repetir dos veces los datos, DNI, número de póliza y la Biblia en verso.
Total, para decirme que todas las grúas están ocupadas. No pueden mandarme una
antes de hora y media. Deben de ser los recortes. Veinte minutos para la hora
del Consejo. Tengo un teléfono de contacto de la Junta y se me ocurre
llamarles. Mano de santo. Que no me preocupe, que enseguida me mandan al chofer
de la Concejala. Estupendo, pero tendría que intentar quitar el coche de en
medio. Por la acera baja un grupo numeroso de chavales de estética punky,
pendientes diversos en orejas y cejas, aretes colgándoles de las narices como
mocos, perillas, tatuajes, pantalones ajustados, chupas de cuero, cigarrillos
encendidos, andares canallas. Una pandilla suburbial que viene andando al
centro a pasar la tarde-noche del jueves.
Les pregunto a voces que si me
ayudan. Se apuntan de manera entusiasta y con una coordinación sorprendente.
Dos de ellos paran el tráfico con decisión, otros tres se arremangan para
empujar el coche y el que parece ser el líder del grupo me dice: –Usted,
póngase al volante, jefe, que no tardamos ná en arrimarlo a un lado. La
maniobra es rápida, pero se escucha un tímido bocinazo que proviene de un Audi
conducido por un tipo con melenita, jersey sobre los hombros y gafas de sol
sobre el pelo claro. El líder se va a por él y lo pone verde: –¡¡QUÉ TE PASA A
TI, MAMÓN!! ¿QUIEJ’ QUE TE BAJE DEL COCHE Y TE MANDE ANDANDO DE VUELTA,
GILIPOLLAS?
La celeridad del grupo me hace
pensar que no es la primera vez que cortan el tráfico en alguna algarada
callejera. Con el coche aparcado en el arcén, les doy las gracias. El líder me
contesta: “No hay por qué darlas, jefe, pa’ eso estamos loj’colegas, a mi viejo
le pasó lo mismo el otro día y no se paró ni Dios en una hora”. Los chavales
siguen su camino, dándose empujones y palmadas en la espalda, en medio de
grandes voces, del estilo “TÚ, NO TE LIMPIES EN MI CHUPA, TÍO CERDO”.
El coche oficial de la Junta
llega enseguida y aparca detrás del mío. El conductor se baja y me mira muy
serio. Su rostro me suena vagamente. Entonces, su cara se abre en una sonrisa
de medio lado y dice: “Qué pasa, Don Emilio, ¿que ya no conoce usted a los
amigos?”. Ahora sí lo he reconocido, un segundo antes de fundirme en un abrazo
con él. Han pasado muchos años, pero ¿cómo olvidar al bueno de Isaías, al que
sus compañeros apodaban El Metralleta? La continuación de la historia en
el post siguiente.
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